Friends, nadie nos dijo que la vida iba a ser así

Friends, nadie nos dijo que la vida iba a ser así

Este año se cumplen 26 desde la emisión, en la NBC, del primer capítulo de la comedia de situación estadounidense más conocida de los años 90 y principios de los 2000. Poca gente habrá que, haya visto o no la serie, no tenga referencias de los mejores amigos de Nueva York. Los conocemos un poco más.

Texto: Andrea Liba
cuatro personas se asoman detrás de una puerta y miran al interior de un piso donde hay otras dos personas

Fotograma del capítulo 8 de la temporada 10 de Friends.

La gente de mi entorno suele pensar que estoy obsesionada con Friends. Solo porque la veo a todas horas. Solo porque cuando llevo el ordenador en la mochila entro a casa abriéndolo y poniendo en Netflix el siguiente capítulo. Solo porque me sé los diálogos y conozco las voces de los y las protagonistas tanto en castellano como en inglés. Solo porque es una de las pocas cosas del mundo que me calma el miedo, me ameniza el aburrimiento y alimenta mi alegría. Qué equivocadas están. No es obsesión. Es reconocimiento. En el piso de Mónica, me encuentro. En su suelo de cuadros, todo me cuadra. Sí, a pesar de las decenas de frases machistas y LGTBIQfobas que contiene y sin justificar ninguna de ellas.

Se me hace un poco raro reseñar una serie que cumple más años que yo en septiembre de 2020. No puedo pensar en un público objetivo para este texto. ¿Escribo para los millones de personas que ya tienen grabada a fuego esta serie en la piel o para las que no tienen muchas referencias de ella ya sea por desinterés consciente o por despiste? Pues nada de eso. Escribo como si lo estuviera haciendo sentada sobre los cojines del hueco de la ventana del piso de Mónica en El de cuando Ross y Rachel se toman un descanso. Como si lo estuviera haciendo en el sofá con la bata de casa puesta como Chandler en El de cuando muere Heckles o en el sofá de Mónica mientras me fumo un puro y veo un vídeo sobre la Guerra Civil en El de la fantasía de la princesa Leia. Se me hace raro porque reseñar Friends es casi como reseñarme a mí. No porque me considere yo una obra maestra de la televisión, sino porque esta sitcom me hace de espejo y señala algunos de mis anhelos más importantes y dolorosos. Me da las claves de lo que siento, de lo que quiero, de lo que me quiero. Me da una casa, que no es poco.

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Sé dónde tiene Mónica una bola del mundo pequeña y que en la nevera siempre hay refrescos para todo el reparto de la serie. Sé dónde está el botón de reset de la alarma antiincendios de Phoebe, el precio de la cascada falsa del piso de Joey, los meses que lleva caducada la leche en el frigorífico de los chicos, a qué nombre llega la suscripción al porno de Chandler y cómo se cierra la calefacción de Rachel y Mónica. También conozco todos los accidentes y operaciones o atenciones médicas que han requerido los seis protagonistas y algún extra como si fueran de mi cuadrilla, la que no tengo fuera de la pantalla. Y que Rachel la cagó echándole carne a un trifle inglés el Día de Acción de Gracias y Phoebe pasó el tercer mes de su embarazo cachondísima. Conozco al sastre de Joey y a la madre de Phoebe reencarnada en una gata perdida en la calle. Los seis pisos que en total habitan los personajes de la serie son la casa en la que más tiempo he vivido yo. Cuando eres prematura en lo de echarte el hogar al hombro en la mochila y llevas tiempo de alquiler en alquiler, de ciudad en ciudad y tiro por que me toca, raro es que no construyas un hogar más bien ficticio. Porque el tuyo es tan volátil como el oxígeno que respiras.

No soy yo ninguna experta en nada que tenga que ver con la creación cinematográfica, la producción de televisión, la escritura de guion o lo que sea que hay que saber para escribir una crítica sobre una serie. Pero a mí me hace sentido pensar que “la mejor serie del mundo” es la que a ti más te atraviesa, la que parece haberte elegido a ti y no al revés, la que hace que te reconozcas, la que te hace volver siempre. Habrá quien prefiera Sexo en Nueva York, Buffy Cazavampiros, Sensación de Vivir, El Príncipe de Bel-Air, Los Soprano, Embrujadas, Dawson crece, Rex o Sabrina. Yo diría que, por clave que hayan sido estas últimas tanto en el panorama televisivo de los mismos años como en las vidas de gran parte de la generación millenial, la creación de David Crane y Marta Kauffman ha conseguido construir una comunidad especialmente grande, diversa y sólida.

Friends no es la mejor serie de todas las jamás creadas, tampoco de las emitidas entre 1996 y 2004, pero quedarse en la crítica a las frases machistas del guion y no reconocer que rompió esquemas es un poco torpe: ninguna serie que yo recuerde de la misma época apuesta tan claramente, por ejemplo, por la vida en común. Estos seis amigos del Village traspasan los límites de la privacidad que la cultura de la propiedad privada ha establecido y comparten todos los espacios que habitan y los recursos que reúnen: desayunan, comen y cenan juntos, cocinan unos para unos para otras, tienen llaves de los pisos del resto, las puertas siempre permanecen abiertas. Friends no es la mejor serie de la televisión, no es un suspense, ni un thriller o un dramón con el que sientas la imperiosa necesidad de ver el siguiente capítulo para ver qué pasa. Friends no es La casa de papel, ni Breaking Bad, ni El cuento de la criada. Pero La casa de papel, Breaking Bad y El cuento de la criada no se ven más de un par de veces en la vida. Ver Friends es como meter la llave en la puerta de tu casa. No es la mejor casa, pero es tu casa. La masculinidad tóxica y frágil de Ross, las horas y horas de bar, las discusiones por ver quién elige canal en la televisión o el recurso humorístico de Chandler para escapar de situaciones incómodas y dolorosas son cosas que puedo observar también si saco la vista de la pantalla. Friends es cotidianidad, y, como tal, acompaña. No vamos a obviar que se trata de la cotidianidad de gente blanca de Nueva York que puede permitirse comer fuera el 80 por ciento de los días y que no a todo el mundo puede tocarle tanto la piel. A mí, a pesar de todo, me la eriza.

Menos justo en este momento en el que escribo sobre ella. Desde que empezó el confinamiento por el Covid-19 casi no he visto Friends. Desde hace un par de semanas, ni un solo capítulo. ‘So, no one told you life was gonna be this way’ (nadie te dijo que la vida iba a ser así). No imaginábamos que una pandemia iba a atravesarnos de esta manera el 2020 y quizá la vida. Ross tampoco imaginaba que su matrimonio de nueve años iba a terminar de sopetón porque su mujer era lesbiana y Phoebe se hubiera reído a carcajadas años atrás si le hubieran dicho que su marido gay le confesaría su heterosexualidad en la segunda temporada. El concepto de hogar me ha saltado por los aires varias veces durante mi vida: cuando el desahucio hace ocho años, cuando me fui de Murcia para estudiar, cuando decidí que no sería en mi tierra de nacimiento donde proyectaría mi vida, y ahora, que un virus se está dando la vuelta al mundo en 80 días en plan Willi Fog y estamos confinadas hasta no se sabe bien cuándo.

Las vecinas son el hogar que buscábamos y que ahora ni Friends consigue ofrecernos. Estoy deseando mudarme a mi nueva casa y abrir Netflix para mostrarle a mi nueva compañera mi antiguo hogar. No resumiré ninguna trama, no contaré nada. Ved la serie, joder.

 


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