Daniela Alcívar: decir lo indecible

Daniela Alcívar: decir lo indecible

La editorial Candaya publica en España 'Siberia. Un año después', obra que la autora ecuatoriana escribió tras la muerte de su hijo recién nacido.

26/02/2020
una mujer de medio cuerpo posa con una montaña al fondo

Daniela Alcívar. / Foto: cedida

La escritora y crítica literaria ecuatoriana Daniela Alcívar Bellolio (Guayaquil, 1982) pasó hace dos años por lo que ella llama “el hecho capital de su vida”. Tras una intervención de urgencia durante su sexto mes de embarazo, su hijo falleció y ella quedó, al borde de la muerte, ingresada en la planta de maternidad del mismo hospital en el que había tenido lugar la cesárea. Siberia. Un año después es el experimento literario de una mujer que comienza a escribir en un estado cercano a la agonía, consumida por un sufrimiento que, como ella misma asegura, pensó que jamás le daría tregua.

Quien no se haya introducido todavía en Siberia. Un año después, la imaginará como una lectura devastadora, terrible, oscura. Y es las dos primeras cosas, de eso no hay duda, pero sobre todo, de una forma inesperada que va encontrando su hueco conforme avanzan las páginas, es una obra luminosa e iluminadora, furiosamente tierna. Sus páginas nos trasladan de la planicie de Buenos Aires a las envolventes montañas quiteñas, de la depresión más honda a la exaltación de la amistad femenina, del cuerpo sufriente al cuerpo deseante, de la convicción del no retorno al primer avistamiento de la luz al final del túnel, de la exhibición de las pacientes diagnosticadas como histéricas por parte del Doctor Charcot en el hospital Salpetrière a la obsesión por el paisaje blanco de su hijo, el explorador polar Jean Baptiste Charcot. Del pozo más denso al horizonte más abierto.

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Señalada por los críticos como una de las grandes novelas ecuatorianas de la última década, y tras haber obtenido los galardones Premio Novela Breve la Linares y Premio Joaquín Gallegos Lara, Siberia, un año después acaba de ser publicada en España por la editorial Candaya. La gira de presentación por la península ibérica ha llevado a su autora a Madrid, Barcelona, Zaragoza, Murcia, Alicante y Valencia, conmoviendo a cada foro con su altura intelectual y su extraordinaria generosidad a la hora de hablar de su proceso de escritura.

Además de ser el nombre tras este singular fenómeno editorial, Alcívar es autora de la colección de relatos Para esta mañana diáfana y el libro de ensayos Pararrayos; trabaja como editora en la editorial independiente Turbina; forma parte del comité editorial de Sycorax, revista online nacida para visibilizar el pensamiento y la voz de intelectuales y artistas ecuatorianas y latinoamericanas, y está al frente del centro cultural Benjamín Carrión de Quito.

Hoy hablamos con ella de Siberia. Un año después, del duelo, del bálsamo de la amistad femenina y de los desafíos a los que se enfrenta quien trata de cuestionar las lógicas hegemónicas que rigen a menudo la gestión cultural.

En Siberia hay frases de una lucidez sobrecogedora. ¿Puede la escritura ordenar el trauma, mitigar el caos en el que éste sume a la persona que lo atraviesa?
Creo que puede intentarlo. El lenguaje es afásico, va detrás de la experiencia buscando representarla, pero la experiencia es irrepresentable. Por eso la comunicación humana es imposible o, más precisamente, es posible solo en los silencios entre las palabras, no por el significado sino por eso inmediatamente anterior o posterior, el gesto, que es lo fugaz y lo inasible: ahí es donde verdaderamente nos hablamos. El filósofo español José Luis Pardo se refiere a la intimidad en términos parecidos a estos: no el secreto que guardamos en lo más profundo, sino el misterio de lo que aparece en los intersticios del lenguaje, lo que el lenguaje quiere pero no puede decir. En el caso de la literatura esto se hace aun más evidente, que el lenguaje corre una carrera que nunca podrá ganar. Entonces yo creo que el fraseo de Siberia tiene el ritmo de esa desolación, de esa afasia. No importa cuánto lo intente, nunca podré contar la experiencia de haber parido a mi hijo y nunca haber visto el color de sus ojos. Puedo intentarlo, repetir una y mil formas de contarlo, pero la verdad está en otra parte. Para mí la literatura es la imagen de un fracaso, el fracaso del lenguaje para dominar al mundo, o sea para nombrarlo. El mundo es completamente indiferente a los nombres que le ponemos. Pensar lo contrario es puro cartesianismo rancio. Hay escritores y críticos que piensan así: que escribir una novela es fundar un mundo, dominarlo, dar cuenta cabalmente de él. Esas son escrituras que no me interesan. La experiencia del duelo por un hijo es una experiencia de impotencia y de indecibilidad, y Siberia es eso también, un empecinamiento, un deseo furioso por contar un mundo que se ha destruido y ver una y otra vez ese deseo insatisfecho, pero sabemos que el deseo solo existe en la medida en que nunca se satisface. Las narrativas del dominio son estériles, prefiero las escrituras dislocadas, las que saben que existe un mundo pero no lo pueden abarcar, o que ven nacer un mundo en una génesis caótica, que en su movimiento loco de expansión o retracción o aparición se lleva también el lenguaje y lo deja desnudo, en su momento de mayor crisis. Eso es, para mí, ordenar la experiencia por medio de la palabra, o lo más cercano en cualquier caso.

La muerte del hijo, tragedia inolvidable, da paso a un calvario impuesto cuando eres trasladada para tu recuperación a la planta de maternidad del hospital donde te intervienen. Habitamos una sociedad que se revela incapacitada para la empatía y la sensibilidad, una incapacidad a menudo institucionalizada, ¿cómo generamos protocolos que protejan la vida de quienes atraviesan un trance semejante?
Que te metan en un pabellón lleno de recién nacidos que lloran día y noche cuando tu hijo ha muerto y tienes una cesárea extremadamente dolorosa surcándote el cuerpo es una crueldad sin nombre. Aún lo pienso y no entiendo cómo sobreviví a eso. Pero en ese mismo hospital recibí el trato amoroso de enfermeros, enfermeras y médicos que me sostuvieron en los momentos más intolerables, por ejemplo cuando me trajeron a mi hijo para que me despidiera. No suelo demonizar al sistema médico porque sé todo lo que hicieron para salvar a mi hijo y para salvarme a mí, y porque, salvo excepciones, encontré un cuidado muy amoroso. Creo que es una cuestión del sistema, que es perverso, que no ve personas. No me cabe la menor duda de que el amor, si bien no puede borrar el horror de perder a un ser amado, si puede hacer más vivible, más transitable esas primeras etapas que son indescriptibles de tan horrorosas. Saber acompañar es un arte, quizá el más imprescindible. Esto lo entendí durante mi duelo, cuando para mí la humanidad se dividió entre quienes saben acompañar a una persona que padece y quienes no. Nunca olvidaré la compañía silenciosa y respetuosa, pero profundamente amorosa de mi pareja, que sufría tanto como yo, de mis amigos cercanos, de algunos familiares. Tampoco es fácil olvidar, aunque me encantaría hacerlo, las intervenciones por momentos violentas de quienes se desesperan de verte mal y para sentirse bien ellos te culpan o te presionan a estar bien, como si tu mundo no se hubiera terminado: ese daño es profundo, permanece, violenta un proceso incognoscible y arduo en el que la persona que sufre lucha por cada aliento y requiere la mayor delicadeza y el mayor cuidado. Ojalá enseñaran a todos los niños y niñas, desde pequeños, a acompañar a quien padece, políticas del cuidado, responsabilidad y no moral, creo que sería ese un aprendizaje esencial para el sostenimiento de la vida digna, cuidar al otro en su momento de mayor vulnerabilidad sin violentarlo.

Siberia es una obra que germina en el duelo, en ese hecho capital que es la muerte del hijo. Sin embargo, este momento traumático no aparece hasta la página 48; hay vida antes del hecho capital. ¿Cómo se retorna a esta, y con qué equipaje, cuando hemos transitado por algo así?
La vida también está presente en el duelo, y de qué manera. Un cuerpo convulso, que sufre hasta extremos inimaginables, es un cuerpo vivo, más vivo que cualquier otro. El tema es no asociar la palabra “vida” con valores morales. La vida no es buena ni mala, es una fuerza arrasadora, impersonal, como todas las fuerzas del universo, está empujada por sí misma, no tiene propósitos, lecciones ni cumple venganzas. Solo es. Es como la marea, también, es así de indiferente, eterna y ajena como el mar. Una de las cosas que pasan en Siberia es que la vida se manifiesta así, de estas formas tan contradictorias, y la protagonista hace con eso que le toca lo que puede. La vida está profundamente imbricada en el proceso del duelo, por eso se manifiesta también el eros, el deseo, en un duelo tan salvaje, por eso la protagonista se siente como una cucaracha post-atómica, por eso no teme morir: porque la vida la atraviesa de modo intenso en medio del sufrimiento más atroz. Y esto que digo, que la vida la atraviesa, es literal: no hay una valoración moral positiva de apostar por la vida o pensar que “no hay mal que por bien no venga”, no. la vida atraviesa a la protagonista y eso es para ella, incluso a veces, un castigo, porque sufre tanto que quisiera estar muerta. Pero la vida se empecina de ese modo, sin atender a lo que los sujetos quieran o no. Vivir es una fuerza, no un acto. Yo quería, lo pienso ahora retrospectivamente, dar cuenta de esa corriente salvaje de la vida en un momento en que la muerte parecía colonizarlo todo. Quería describir, de algún modo, esa corriente, esa marea, esa fuerza, porque me marcó mucho durante el duelo, la sentí muy materialmente y sentirla así, casi como un objeto que se puede tocar y mirar, me dejó muy perpleja, fue una experiencia de extrañamiento con respecto a mí misma y al mundo.

Mencionaste en la librería Bangarang, en Valencia, que pensabas que era necesario elaborar cada suceso de la vida, cada trauma, desde el afecto. ¿Cómo se llega a esa revelación desde un origen tan dramático?
Sobrevivir a un hijo es un contrasentido. No debería ocurrir nunca algo así. Pero ocurre. Entonces para quien tiene la desgracia de pasar por algo así, para quien se ve forzado a soportar algo así, la cuestión pasa a ser cómo se sobrevive. Cuando pude pensar un poco más claramente, supe que mi trabajo sería vivir amorosamente la ausencia de mi hijo, no reducir su vida a su muerte, como si sus siete meses adentro mío no me hubieran dejado nada bueno, como si no hubiera conocido en ese tiempo una nueva forma del amor que me cambió la vida y la hizo más potente. Yo conocí a mi hijo cuando ya había muerto. Me lo pasaron envuelto en mantas y cuando lo vi, a pesar del terror que me había invadido con la noticia de su muerte y que pensé que me iba a matar de un infarto cuando me lo dieran, lo que hizo mi cara fue sonreír. En verdad, nunca había visto a un bebé más hermoso. Eso duró un par de minutos, esa alegría extrema, ese amor nuevo. Se lo mostraba a mi madre y a mi pareja, que estaban ahí, y les decía: mírenlo, ¿pueden creer lo hermoso que es? Quería que lo miraran porque yo no podía creer tanta belleza. Parecía dormido, y era hermoso. Sentí un amor inédito cuando lo vi, y mi cuerpo sonrió. Me quedo con eso, con esa fuerza arrolladora que es el amor que mi hijo y yo nos tuvimos a nuestro modo, esa intimidad sin palabras. Esa es la experiencia capital de mi vida, su vida, y también su muerte, porque así pasó, tuvimos mala suerte porque su vida fue corta, pero fue vida, existió y de algún modo existe, es una presencia aunque no crea en nada sobrenatural, es un modo de la vida, un modo del ser. Mi hijo me enseñó a elaborar cada evento importante de la vida desde el afecto, a cuidar de lo que acontece, a estar a la altura de lo que acontece, aunque eso que acontece sea la desgracia. Una vez más, esto no implica una moralina de la positividad y el optimismo, para nada. Cuidar el acontecimiento es justamente cuidar que lo extraño de su aparición no se vea violentado por morales y valores trascendentales, es cuidar lo extraño de la vida, y hacerlo amorosamente. Es un trabajo arduo, de verdad arduo, y en mi caso creo que es un trabajo que nunca dejaré de hacer, cuidar el recuerdo de la vida de Benjamín desde el afecto, desde lo que provocó, una vida nueva.

Pese al dolor que empapa Siberia, de vez en cuando se nos lanzan lianas que nos sirven de asideros, que nos sacan de pronto de la oscuridad para dejarnos respirar, tomar fuerzas, incluso llenarnos de luz. ¿Tiene esta lectura un paralelismo con el propio proceso de la escritura?


La escritura fue uno de mis salvavidas. Siempre lo digo porque no encuentro un modo más exacto de describir lo que me ocurría: yo sentía que estaba en el fondo de un pantano de lodo, y que ahí me ahogaba. Cuando empecé a escribir los primeros fragmentos de lo que después sería Siberia, sentía que se abría un agujerito mínimo por el que yo sacaba la nariz y respiraba por unos segundos. Luego me volvía a hundir. Escribir fue sacarle pedazos de orden al caos total, poner una mínima estructura en un paisaje absolutamente desintegrado. Y la escritura me lleva siempre a la imagen, y la imagen poco a poco se va iluminando. Es una inclinación, nada más y nada menos. Escribir Siberia también me ayudó a mirar con más claridad mis inclinaciones.

Portada de ‘Siberia. Un año después’.

Podríamos decir que Siberia es una obra carnal, atravesada por el cuerpo de principio a fin. El cuerpo materno que queda sin poder ejercer la maternidad, el cuerpo sufriente del post-operatorio, el cuerpo que quiere despertar a la vida y lo hace de las formas más imprevistas. Escribir desde el cuerpo se toma a menudo como una elección pero, ¿hay algo en nuestras vidas que no pase por el cuerpo? ¿Somos más cuerpo las mujeres que los hombres?
Nadie no escribe desde el cuerpo. Para mí todo esto tiene que ver con nuestra educación cartesiana: “Pienso, luego existo”, eso nos enseñaron que es ser humanos. Pero como decía Severo Sarduy, escribir es un acto del cuerpo, no de la mente. Algunos se olvidan de eso, y ponen al cuerpo como un tema de eso que llaman literatura femenina, como un tema o incluso como una pose, pero lo cierto es que nadie escribe fuera de su cuerpo, o más claramente, no existe una escritura que pueda prescindir del cuerpo. Esto también es político. El sentido común estético (al menos en Ecuador) pone al cuerpo como una anomalía, como un intruso en un discurso que debiera ser “puro”, intocado, autónomo. Es el mito de la autonomía literaria. Entonces, ellos están allá, del lado de la pureza, eso a lo que también llaman acríticamente “calidad estética”, como si eso fuera una cosa absoluta, inmutable, esencial, y nosotras, las escritoras y los escritores que asumimos el cuerpo y la vida como esenciales para cualquier discurso literario (para la descomposición del discurso que debería ser toda literatura) estamos del lado de… no sé de qué. De algo impuro, contaminado. Entonces, el cuerpo, las escrituras que se asumen cuerpo, se asocian con algo ideológico. Lo cierto es que la ideología es un conjunto de normativas de la vida que siempre quiere pasar por natural, por verdadera sin más, como el mundo de las ideas de Platón o la religión. Algo así como eso de la “calidad estética”, algo altamente ideológico, fechable, histórico, pero que el saber hegemónico quiere hacer pasar por etéreo y eterno, curiosamente, un saber absoluto que ellos, las voces hegemónicas, y nadie más, sabe lo que es. Ahora, en qué medida asumimos esto y qué hacemos con este hecho es una cuestión de políticas estéticas. Están estas narrativas hipermentales, que ponen el centro en el lenguaje como abstracción, y que además consideran esa abstracción con respecto al mundo y al cuerpo como el deber-ser de la literatura. Hay otras, a las que me siento más afín, y que están más cerca, a mi juicio, de la poesía, que saben que las palabras también son cosas, y que las cosas no reemplazan a las cosas sino que construyen mundo, tienen materialidad propia. No es una cuestión de hombres y mujeres, aunque sí considero que es el feminismo el que en mucha medida ha venido a establecer estas discusiones que antes eran relegadas. Quiero decir que el feminismo, entre otros discursos, ha posibilitado que ciertas posiciones de enunciación tengan espacio y visibilidad, y en ese sentido que el cuerpo como dispositivo de escritura tenga una legitimidad más allá de esos espacios estereotipados a los que nos relegaron por mucho tiempo, como la “poesía erótica” o cosas así. Pero la relación cuerpo-escritura es ineludible, quieran o no aceptarlo. El tema es cómo se piensa, cómo se escribe, cómo se concibe esa relación.

En varias ocasiones a lo largo del libro se repite la idea de “equilibrio” entre el cuerpo y el estado mental. En el caso de Federico, personaje que aparece ya muy avanzada la lectura, su alcoholismo tiene origen en el deseo de pudrir el propio cuerpo, de sumirlo en un estado que lo ponga al nivel del desmoronamiento de su propia mente. ¿Buscamos ese equilibro, nos lo proporciona a veces el propio cuerpo? ¿La historia del Doctor Charcot, médico pionero en el diagnóstico de la histeria, viene a reforzar de alguna forma esa necesidad de sintonizar cuerpo y mente?
No pensaría tanto en equilibrio, que es una palabra asociada a ciertas corrientes entre esotéricas e higienistas que promueven muchas veces un ideal –en tanto que ideal, generador de culpas– de ajuste perfecto entre mente y cuerpo –otra dicotomía que debe ser discutida. Hablaba más bien de una compensación, y esa compensación no es positiva sino más bien destructiva. Quería explorar un poco un impulso que he visto muy cerca, que me ha invadido incluso en ciertas ocasiones, que en todo caso ha marcado mucho mi vida, un impulso de autodestrucción. Soy una persona con un sentido de los límites muy claro, aunque me sienta tan inclinada al exceso. Siempre me pregunté cómo sería no tener ese límite, que el muro de contención que nos hace vivir en sociedad se rompiera, qué pasaría entonces, qué pasa con un cuerpo que no se limita, que no se autopreserva. También me produce mucha curiosidad ese límite, artificial o difuso, entre el cuerpo y el mundo. Hay una novela de Sergio Chejfec que se llama Mis dos mundos, y que alude precisamente a lo extraño de la división entre afuera y adentro, ¿cuál es el límite, cuál es la frontera? La división entre objeto y sujeto es canónica y, una vez más, cartesiana. Ciertas experiencias límite, como las lisérgicas o las místicas, pueden poner en entredicho que, en efecto, el cuerpo y mundo sean dos cosas definidas o separadas. Supongo que hay mucho de esto en esa imagen de la compensación del afuera y el adentro.

Además de cuerpo, Siberia. Un año después es territorio, naturaleza, fauna. Los paisajes, los ríos, el horizonte inalcanzable de Buenos Aires, el abrazo acogedor de las montañas quiteñas, generan una cadencia escenográfica que constituye otro de los leitmotivs del libro. Los animales, desde los perros que sus dueños condenan a muerte mediante algo tan sencillo como atarlos a una estaca y esperar a que la inanición haga su trabajo, hasta la gaviota liberada por el explorador Charcot ante el hundimiento de su navío, protagonizan momentos de gran intensidad emocional.
Es que son pedazos de vida no estructurados por el lenguaje, o sea por el sentido. Lo fascinante del paisaje es que nada dice, que es una imagen sin significado. Nada más aburrido que un paisaje que transmita paz, o violencia, o lo que sea. Lo interesante de un paisaje es que no transmita nada que se pueda decir en palabras, mucho menos en valores trascendentales. Lo brutal de un paisaje es que permanezca mudo en su apertura, misterioso en su falta de secretos. Así, abierto, expuesto, a plena luz, siendo una presencia sin significados. Por eso también me atrae tanto la imagen del espacio infinito, del cosmos. Cómo puede existir algo así, tan ajeno a la medida humana. No dejo de preguntármelo y esa pregunta sin respuesta es ya una experiencia, una experiencia del no conocer, o de acercarme a algo que no puedo dominar, que nadie puede dominar. En un sentido es la imagen de lo que entiendo por escritura literaria, esa proximidad con lo desconocido de mí misma que aparece tal vez, por accidente, entre las estructuras pensantes de la lengua, en ese intersticio ajeno al significado que es lo único que hace que la literatura valga la pena. Con respecto a los animales ocurre algo similar pero no del todo. Los animales son puro misterio, porque no es posible siquiera imaginar cómo funciona una vida que no tiene palabras. Todo lo que está fuera de la lengua es un misterio para nosotros, como la infancia o lo animal. Y sin embargo son seres tan cercanos, nos entendemos de algún modo, nos producimos afectos mutuamente, es muy extraño. Los animales están en todo lo que escribo porque son parte esencial de mi vida. De ellos también se puede aprender mucho, de su modo de ver aparecer el mundo a cada instante, como decía Nietzsche, sin el corsé de la conciencia. Me pregunto mucho cómo nos ven ellos, por qué los alegra lo que los alegra, por qué reaccionan como lo hacen, en fin, cómo es eso de vivir sin narrativa.

La escritura biográfica supone siempre un riesgo. Es una apuesta por la honestidad cuyas consecuencias son muy positivas para las lectoras y a veces no tanto para las autoras. ¿Cómo conviviste con el repentino éxito de Siberia. Un año después?
Fue bastante duro. Cuando se publicó Siberia en Ecuador no había pasado ni un año desde el nacimiento de mi hijo, y lidiar con una exposición así fue un desafío emocional e intelectual. Muchas personas tienen una lectura mezquina o demasiado simple de lo autobiográfico, creen que las escrituras autobiográficas no son más que escribir “hechos reales”, ni siquiera sé qué significa eso, o te preguntan quién es tal personaje y tal otro. Para mí lo esencial no es la realidad sino la verdad: que Siberia logre hacer aparecer afectos verdaderos, algo de lo extremo, de lo innombrable que fue la experiencia de pérdida que relata. Que logre entablar las conversaciones infinitas que esa experiencia me hizo entablar, diálogos con nadie, es decir diálogos con otras intimidades, con otras im-personalidades. Eso es lo esencial. Luego también fue raro que algunos críticos convencionales valoraran la novela desde sus parámetros pacatos, como alguno que dijo que los personajes secundarios no son redondos o creíbles, cosas así. Pero en esos casos se trata simplemente de formas opuestas de entender la literatura: hay quienes, como estos señores, tienen un Excel con una lista de requerimientos que le hacen a la narración para saber si les parece aceptable o no, y hay quienes se permiten sentir un flujo de vida que intenta manifestarse entre las palabras. En cualquier caso, la publicación masiva de Siberia fue desafiante sin duda, aunque con el paso del tiempo he podido articular un discurso cada vez más consistente sobre ella.

La obra contiene una escena emocionante, cálida y jubilosa, protagonizada por un grupo de amigas. ¿Es la amistad femenina un bálsamo frente al infortunio? ¿Por qué tardamos tanto en elaborar las alianzas que nos acaban salvando?
La amistad es el afecto fundamental de mi vida. Y la amistad entre mujeres, uno de los mayores hallazgos. Aún no logro escribir algo que esté a la altura de lo que implica la amistad femenina en mi vida cotidiana, pero no dejo de pensarlo. Las primeras en salvarme del horror de la culpa tras la muerte de mi hijo fueron las mujeres de un foro de embarazadas al que yo pertenecía. Era un foro para compartir información sobre médicos y maternidades en Argentina. Cuando escribí mi historia en ese foro, a dos meses del parto, nunca imaginé que iba a recibir lo que recibí: cientos de mensajes de mujeres que me llamaban mamá, mamá leona, que agradecían a Benjamín por haberme convertido en esta madre fuerte, que abraza el amor de su hijo, que lloraban conmigo y me daban ánimos. Fueron las primeras en hacerme saber que mi fragilidad era lo que iba a sacarme adelante, las primeras en afirmarme que yo sí soy madre. No tengo palabras para agradecerles lo que me dieron esas mujeres a las que nunca conocí personalmente. Ahí empecé a comprender que hay algo muy poderoso en las alianzas femeninas, entendí que hay un tipo de contención, de amor, que las mujeres nos damos y que sana. Eso me hizo entender también, aunque este es un aprendizaje que empecé muchos años antes, que la sociedad nos educa para competir entre nosotras. Sé que es un lugar común esto que digo a estas alturas pero fue tan decisivo este aprendizaje que siempre lo repito: años de años escuchando eso de que las mujeres son muy conflictivas, que es mejor tener amigos hombres, que las mujeres se envidian entre sí, compiten entre sí, se sacarían los ojos por cualquier cosa, eso marca mucho. Como dice ese canto feminista: “Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven”… tenernos enfrentadas dio excelentes resultados a las sociedades machistas. Romper esa estructura no es fácil pero cuando lo haces te das cuenta de que estabas perdiéndote un mundo increíble. Para mí mis amigas son terapia y tengo un compromiso muy serio con ellas, un compromiso del goce y del cuidado, casi una adicción, una forma de ver el mundo.

Más allá del relato del duelo, en Siberia. Un año después advertimos un conflicto filosófico que se repite en varias ocasiones a lo largo del texto: esa inercia de los seres humanos a considerar la existencia como una entidad con voluntad propia, que se venga de nosotras cuando nos permitimos esperanzarnos, que nos quiere decir cosas, que actúa en función de nuestras expectativas. ¿Cómo se entiende la vida tras una experiencia que arrasa con todas nuestras ideas previas? ¿Se llega a nuevas conclusiones respecto a qué somos frente al mundo?
Depende de cada una, ¿no? Yo, por mi educación, mi cultura y por el nivel de dolor que estaba viviendo, podría haberme plegado a explicaciones tranquilizadoras acerca de lo que ocurrió, explicaciones religiosas o metafísicas que aseguraran un reencuentro celestial con mi hijo o algo así. Fue duro, pero decidí aceptar que mi hijo había muerto, y que no había ninguna razón para eso, ni para el modo tan cruel en que todo se desenvolvió. Que no había a nadie a quién culpar, ni siquiera a mí,esto es lo que más cuesta, y que no había una cadena de causalidades que había llegado a ese desenlace: suena fácil pero es lo más difícil que he hecho en mi vida, vivir sin narrativa. Aceptar que la vida no tiene sentido, y que eso puede ser algo bueno, algo alegre también, algo potente. Que la vida no va de un punto de inicio a uno de desenlace sino que recomienza a cada momento, eso aprendí. A no esperar un reencuentro supraterrenal sino abrazar el encuentro que sí se dio, y que dejó tanto a su paso. Cómo no agradecer un aprendizaje tan radical, que me libró de tantos afectos tristes, de tantas supersticiones y de tanto dolor, aunque esa libertad implique también una mirada a ratos descarnada que también puede herir.

¿Qué tiene en mente Daniela Alcívar para los próximos meses?
Estoy escribiendo algo, aún no sé bien qué es. Tiene que ver con unos documentos del padre de mi madre, que fue un escritor bastante importante en su época pero murió joven cuando fue a consagrarse a España, atropellado por un carro. Es una figura bastante oscura, que me genera inquietud, y que quisiera explorar desde esa lejanía que me imponen sus documentos, sus cartas, sus textos. Lo extraño es que cada vez que me pongo a escribir sobre eso, escribo sobre algo más. Quiero dejar que sea la escritura como ejercicio corporal lo que me vaya llevando por esos senderos que aún no forman ningún mapa. Hay algo con mi propia infancia, con una crisis matrimonial, no entiendo bien todavía. También estoy escribiendo un nuevo libro de ensayos, sobre imágenes, del que se publicó un adelanto a inicios de 2018, llamado El silencio de las imágenes. Será otra promesa que le cumpliré a mi hijo. Soy directora de un centro cultural en Quito, y mucho de mi energía se va allá. Lo que quiero es lograr afianzar ese espacio como un lugar de encuentro de nuevos modos de pensar y practicar la literatura, modos no autoritarios ni patriarcales de hablar de literatura, de pensar políticas estéticas heterogéneas, en eso ando.

Hablamos mucho de escritoras silenciadas, pero afortunadamente el mundo literario está plagado de voces de mujeres. Las mujeres editan, publican y leen, de eso no hay duda, y en los últimos años se han otorgado premios a mujeres que escriben muy al margen del canon masculino. Sin embargo, el reconocimiento a las mujeres, su situación en puestos de poder, siempre despierta suspicacias. En tu caso, te mueves en mundos culturales muy distintos y a menudo muy precarizados –el literario y el de la gestión cultural–, ¿cómo conviven ambas disciplinas?
Los espacios para las mujeres se han ido abriendo cada vez más, y eso es un logro del feminismo, sin duda. En Ecuador hemos visto esto muy claramente porque además las escritoras hemos empezado a ser publicadas fuera del país, es decir, a tener una visibilidad internacional. Algunas lo hacen, como dices, al margen del canon, y otras lo hacen como modo de ingresar al canon. Por supuesto me interesan más las primeras que las segundas, y procuro desarrollar mi trabajo siempre al margen de los discursos de poder. Ahora, en referencia a tu pregunta, creo que ocupar puestos de poder conlleva una responsabilidad enorme, en primer lugar la de no ejercer el poder como se esperaría en una sociedad machista como la nuestra. Es decir, no actuar patriarcalmente con la excusa de traer temas feministas. El feminismo es sobre todo una posición enunciativa: no importa cuánto hable de la violencia machista o cuántos temas supuestamente feministas traiga a colación si ejerzo violencia simbólica o sigo enarbolando valores patriarcales para legitimarme, como el dominio, la visibilidad colonial, etc. Es algo que procuro recordar siempre, y es un aprendizaje constante. Entonces, ahora que soy directora de un centro cultural que es importante para la literatura en Quito y en Ecuador, procuro estar a altura de eso. Afortunadamente mis colegas apoyan esta visión y son invaluables en la tarea de concretarla. A veces no es sencillo, porque muchos sectores a los que se les ha enseñado a odiar a los funcionarios públicos y que han crecido en una lógica feudal y gamonalesca pretenden que si eres funcionario no tengas postura política, ni defiendas valores. Me pasó muchas veces ya, y solo llevo siete meses en el sector público. Mi posicionamiento público a favor del paro indígena de octubre o en contra de las declaraciones machistas y misóginas de ciertos críticos literarios de renombre me han traído consecuencias, desde escraches con divulgación de mi sueldo hasta oscuros correos electrónicos en los que se me llama hasta fascista ante mis superiores para procurar que me despidan. Son tácticas de censura y amedrentamiento, justo de sectores que se han autoproclamado los guardianes de la libertad de expresión que usan la excusa de que soy funcionaria municipal. Pero si no estoy para cuestionar las lógicas hegemónicas, ¿para qué estoy? ¿Para seguir perpetuando dinámicas abusivas, inequitativas, acartonadas? No es lo que entiendo por gestión cultural y definitivamente no es algo que esté dispuesta a hacer. En el centro cultural donde trabajo hay un fondo editorial de más de veinte libros publicados a lo largo de una década, y ninguno de ellos fue escrito por una mujer. Esto a mí me parece inadmisible. Querer equilibrar esa balanza a algunos les parece fanatismo, extremismo: así estamos, así precisamente funciona la ideología. Son desafíos que me tomo muy en serio, porque los vivo en el cuerpo. Pero en cambio a la gente que visita el centro se la ve muy feliz, escuchando otras cosas, pensando con otros parámetros, intercambiando con otros referentes. Eso me pone muy feliz, posibilitar encuentros de este tipo, menos jerárquicos, menos verticales.

 


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