Amo a la reina Calanthe (The Witcher)

Amo a la reina Calanthe (The Witcher)

La popular serie 'The Witcher' se ha convertido en uno de los mejores ejemplos de que feministizar y modernizar un género tan tradicional como la épica fantástica no disminuye su esplendor, sino que lo quintuplica.

Reina Calanthe.

Qué verdad es que, cuando una se hace mayor, lo de no-me-hables-de-fantasía va haciéndose cada vez más grande, aunque no precisamente en el sentido que J. M. Barrie le dio en Peter Pan. Desde el último Harry Potter no veía nada de fantasía quizá porque con mi hija me lo tragué todo (…) y también quizá porque, gracias a ello, dediqué una tesis entera a hablar sobre el resurgimiento de lo mágico en la cultura popular y luego empezó la crisis y la transformación del mundo y la mía personal hasta la médula y, cuando la magia empieza a cobrar vida, ya no te apetece fantasear con ella.

Así que evadí la saga del brujo hasta que mi hija (de nuevo) me sacó de la apatía de referencias feministas en las series que ha seguido a unos años de constante frenesí, con ese ‘tienes que verla’ suyo que significa para mí más que la recomendación de cualquier laureado cinéfilo.

Abrí la caja de The Witcher, con todas las reticencias de su olor a oscuro videojuego de éxito para chavales, y descubrí lo que aquí vengo a contaros. Principalmente, que su creadora, Lauren Schmidt Hissrich, animada por Netflix y, sobre todo, por las novelas originales, ha conseguido una de las cosas más difíciles en la ficción: que el fandom eminentemente masculino del juego que batió todos los récords, tanto en ventas como en premios de la crítica, siga aplaudiendo ahora una serie más fiel a los libros y mutada en belladona en vena para nosotras, gracias a un elenco de personajes femeninos que son auténticas bombas terroristas en el género patriarcal de la épica fantástica, del oscuro medievo de aventuras y los héroes folladores destripa monstruos.

Actualización del género

Que el autor de las obras originales, Andrzej Sapkowski, sea polaco, no deja también de ser un plus de gran valor por su singularidad. Simplemente que no fuera Tolkien hubiera bastado, pero que la recreación de bosques, brujos, maleficios y encantamientos no fuera de origen germano, sino de un autor de tradición cristiana, no solo resulta algo inesperado sino también la razón de uno de los mayores encantos de la saga de Geralt de Rivia: la combinación sin complejos de un lenguaje entre contemporáneo y arcaizante y su sentido del humor. Solo un polaco (¿o quizá un español?) hubiera podido recrear un universo de mitos precristianos que se toman en serio solo en su justa medida, es decir, desmitificándose (hasta cierto punto). Esa composición, por otro lado, tan propia de la sociedad postmoderna capaz de hablar de lo sagrado sin inocencia o desde una inocencia consciente, pero quedándose solo con lo que interesa.

Por eso en la serie podemos ver que cuando su tiarrón mezcla de Ragnar y Clean Eastwood amenaza con tomarse a sí mismo demasiado en serio, salta de pronto una tonadilla infantil a lo mismísimo Disney (que dado el contexto, resulta un vacile y os aviso que, aunque no querías, se os pegará: “Lanza al brujo monedas, oh valle opulento, oh valle opulento, uoooó…” ) entonada por Jaskier, un trovador que es para el brujo lo que Miguel Maldonado para Buenafuente, o sea, insoportable, pero el contrapunto perfecto que lo salva de la vejez: eso, precisamente que ha conseguido esta serie con el género rey de aquellos que, no lo olvidemos, hasta tal punto se lo tomaron en serio, que hicieron de los juegos de rol una forma de vivir. Ahí es nada.

Esta modernización viene reavivando la fantasía desde los 90 (década en que fue escrita la saga), a pesar de que contexto tecnocientífico moderno y racionalista hiciera prever lo contrario. Pues bien está que cuando te dedicas a “hacer magia” cotidianamente para lidiar en este mundo, ya no requieras la dosis de hadas de los tiempos en los que carecíamos de capacidad de acción, pero el género persiste no por casualidad. Hasta el momento, sigue siendo el único que se recrea en eso del desarrollo personal, la transformación (y no solo crítica) de la sociedad, el único que convierte en épicos los viajes introspectivos, que enfoca y empodera realidades invisibles que nos parecerían descabelladas si no fuera porque se mantienen en esa distancia maravillosa del enchantment y el principal encargado de conservar el significado perdido en el neoliberalismo del todo vale. Por ello, lejos de pasar de moda, y superado el peligro de su anacrónica gravedad (pues en nuestros días, más nos vale no dar nada por sentado), del género dan buena cuenta exitosos cineastas como Del Toro, Cuarón o Bayona (qué curioso: todos ellos hispanos).

Pues eso, que si la historia se redujese a un macizorro brujo de ojos amarillos combatiendo y saliendo siempre indemne sería de una flojedad inaguantable, pero es que recoge con dignidad conceptos del género que nunca pasarán de moda como el de ‘el colegio de magia’, introducido por mi adorada Ursula K. Le Guin [1] y popularizado por J. K. Rowling y, mezclado con ello, está la risa y los mocos, las babas y la mala leche de los personajes guais y, por encima de todo, por encima de todo, están ELLAS: las imperfectas, reales e inmensamente potentes personajas de la serie.

Porque, en The Witcher, las brujas (figura ancestral a quien se recurre y a quien se culpa cuando las cosas van mal) son brujOS y los magos (personajes institucionalizados y cercanos al poder) son magAS. Ya era así en los libros originales de los 90 y lo es con más énfasis ahora adaptados por una mujer. Son ellas las encargadas de representar el late motiv de la serie, eso que llaman “ordenar el caos”, la capacidad de canalizar el poder o lo que, en el universo Witcher, significa hacer magia y transformar el mundo en su sentido más inmanente.

Hay ELLAS de todas las edades y como la serie por apariencia se filtra para adolescentes, la maga Yennefer ha acabado siendo la más popular, pero para mí, sin lugar a dudas, el descubrimiento sobrecogedor ha sido la reina Calanthe, también llamada la Leona de Cintra. ¿Habrase visto animal más rotundo y por ello errático representado con mayor belleza y potencia interpretativa por (para mí a partir de ahora y siempre) la diosa Jodhi May [2]? Cuando ella aparece se lo come todo. Pero ¿cómo no iba a ser así? Llega al afectado banquete (episodio 4) exhausta y obscenamente sucia, jactándose de la contienda con cara post-cópula, y no hay nadie que la aparte de lo que quiere, ni hay hombre que le vaya a impedir llevar su corona, ni creo haber visto nunca un personaje femenino que ame más su libertad, y además (atención) estar acompañada. Veterana también en el combate de la vida y el salto de obstáculos, astuta, recelosa, obcecada, odiada y amada intensamente, odiosa y amante intensamente, ella, más que ninguna otra de la saga, representa eso que hace crujir la tradicional ficción medieval: su desafío al destino, al grito de “¡no me inclino ante una ley hecha por unos hombres que jamás han parido un niño!”. Ahí sus ovarios.

Princesa Pavetta conjurando un hechizo para defender con quién quiere ella casarse.

Por favor, no os perdáis ni un solo segundo de esta interpretación (episodio 4) porque es de un placer inconmensurable.

Algo de ese poderío se respira también en todos los personajes femeninos: las dríadas del bosque Brokilón, su hija Pavetta, las magas Tisana o Renfri y las verdaderas protagonistas de la serie: Yennefer y Cirilla. Ninguna de ellas ha sucumbido al complejo de superheroína-mariperfecta del feminismo institucionalizado, son brillantes, poderosas y libres (deciden por sí mismas, y actúan en base a ello, pese a quien pese y se equivoquen o no).

Frente a ellas, el Lobo Blanco [3] queda en segundo lugar: catalizador sexual, hilvanador de las historias, pero no el que las cuenta ni el que las mira a ellas, ni tampoco el que es mirado. Su personaje tiene algo de Ka, el blade runner de Villeneuve, y no solo por su semblante hierático; encarna al tipo que no quiere implicarse y que por ello es errante y siervo, pero que acaba comprometido con su propia ética y recupera la dignidad; a mitad de camino entre el esclavo decadente y el héroe, entre el que no quiere creer y el que cree. Como el prototipo de joven postmoderno que compone el fandom de la serie y del juego.

La discontinuidad temporal narrativa que ha sido muy criticada, yo en cambio la aplaudo, pues moderniza y refresca una historia que, por su ambientación, estaba destinada a seguir el modelo de relato más tradicional y manido. Me da igual si confunde. Es capaz de generar una estado de extrañeza que afina la atención y el interés por la trama en todo momento. Además de que el relato de las novelas todavía no ha comenzado, esta temporada está destinada simplemente a presentar a los personajes. Mi episodio favorito es el 4, el corazón de la historia.

Así que sacudiros los prejuicios. La serie resulta un acierto sociológicamente hablando, una gozada para nuestro hambre de referentes femeninos fuertes pero no idealizadamente empoderados, original en su formato, potente en interpretaciones y muy entretenida.


[1] ¿Para cuándo una serie basada en Un mago de Terramar?[2] Premio a la Mejor Actriz en el Festival de Cannes de 1988[3] Sobrenombre del Geralt de Rivia, el brujo.


 

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