No hay espacio para la infancia

No hay espacio para la infancia

Uno de los hilos argumentales que guían el libro 'El vientre vacío', de Noemí López Trujillo, un relato de precariedad, son las personas que no tienen abundancia económica, pero que tampoco se asumen como clase trabajadora. Son quienes viven entre el limbo de tener y no tener lo suficiente.

11/12/2019

Portada del libro 'El vientre vacío' de Noemí López Trujillo que ilustra este texto sobre maternidad e infancia

Es difícil hablar del concepto de “España” sin tropezarme con alguna contradicción. Digo o pienso algo al respecto e inmediatamente me retracto: no puedo ser tan dura, no puedo ser tan condescendiente. ¿Qué España?, ¿qué país?, ¿desde qué perspectiva y por qué desde esa y no desde otra? Me devano entre el ensayo y error: sí, algo así es España, pero diferente. No todo es igual, aunque se le parece. Como allá (cualquier otro lugar), pero con sus variantes. “España” es lo que es, me decía un poco derrotada de no poder tener hoy una definición de lo que he aprendido desde que vivo aquí. Hasta que me topé con el libro El vientre vacío, de la periodista Noemí López Trujillo, un texto, que nos anuncia su portada, es un relato de una generación precaria sin hijos ni hijas.

Así que “España” es como un vientre vacío, pensé inmediatamente terminé de leer el libro. Y sí, puede que sí, porque inmediatamente me vinieron a la mente imágenes de las ciudades despobladas y sin planes de desarrollo económico que no se nombran en las noticias, o de los veranos, (porque, qué cosa, los veranos en los que que todo mundo desaparece de las ciudades) y de los espacios públicos que últimamente solo son capaces de llenarse mediante manifestaciones de mujeres.

Pero también hablo de otro tipo de vacío que percibo: no existen espacios para intercambiar ideas que no sean derrotados por quien grite más alto, o por el determinismo que otorgan los extremos: o sois todos unos imbéciles rojos o sois todos unos imbéciles amarillos. Se apela a que no hay nada intermedio. En este sentido, España vive, de acuerdo a los relatos recogidos por la autora, en un contexto en el que las mujeres no pueden quejarse porque ya está la respuesta reaccionaria que les increpa con un ¿qué más quieres?: “Las que vivimos en países no violentos solo debiéramos alzar la voz por aquellas que son ultrajadas en tierras pobres o de conflicto, dado que se supone que ya gozamos de nuestros derechos” (página 36).

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¿Pero acaso esto es verdad? Las mujeres que viven en un territorio denominado español, ¿no pueden quejarse porque hay otras que no gozan de sus derechos? He aquí la primera contradicción a la que me enfrento: es verdad que los derechos de las mujeres no son cumplimentados cabalmente, también es verdad que los actuales gobiernos se están encargando de desmantelar los logros simbólicos dentro de los espacios de poder que tantas décadas ha costado ganar. Ni un paso atrás, por supuesto. Pero, ¿qué pensar de declaraciones tales como las que recoge López Trujillo en su libro?: “Te afecta ver a amigos que lo están pasando mal, gente que se ha quedado sin trabajo, que tienen mucho patrimonio, pero que no lo pueden vender y que no tienen dinero cash para ir al supermercado. Porque el pobre de siempre está acostumbrado, lo peor es la pobreza en las personas que han tenido un trabajo y han vivido bien”.

Uno de los hilos argumentales que guían este relato de precariedad versa en personas que no tienen abundancia económica, pero que tampoco se asumen como clase trabajadora. Son quienes viven entre el limbo de tener y no tener lo suficiente. Lo suficiente.

Mi segunda contradicción, esa que va entre la sorpresa y el enojo de no saber posicionarme de un lado u otro, versa en el hecho de que, de acuerdo a lo que nos relata la autora, el deseo de ser madre o no es una cuestión individual, casi neoliberal: “¿Qué tendría que pasar para que decidieses ser madre?, le pregunto. Un trabajo fijo. Un trabajo fijo por el que no me pagasen una basura, claro -responde-. Es lo único que necesito porque ya incluso he descartado tener un hijo con una novia o un novio”.

¿De qué se trata un trabajo fijo, a qué se refieren con el adjetivo fijo, a la promesa de nunca perder un trabajo, a la sensación de que existe un futuro estable, a tener una pensión, a irse de vacaciones todos los años? ¿Qué esperan del trabajo fijo? Una parte de mí, que poco sabe de un trabajo fijo y no aspira a tener una pensión, entiende la preocupación de la incertidumbre económica, la comparte, abraza la idea de sentir que, como mujeres, como parte de una ciudadanía, aspiramos a ejercer derechos laborales. Sin embargo, me cuestiono con firmeza de qué va el deseo de maternidad, ¿hasta dónde vamos a pensar que todos nuestros deseos deben de ser cumplidos -incluso descartando- o que todo se traduce en un “derecho”? Y vuelvo a la frase “porque el pobre de siempre está acostumbrado”. ¿De verdad está acostumbrado? ¿De qué se trata esta costumbre?

Este hilo argumental en el que, por un lado, hay una queja de que las mujeres españolas no pueden quejarse y, por otro lado, se da por hecho que quien no se queja es porque está acostumbrada es parte del vacío que me da cuando quiero saber de qué va el lugar en el que resido. Me cuesta trabajo pensar que la exigencia de derechos siga siendo esa cosa anómala de la clase media venida a menos que desea seguir siendo clase media, y que además normaliza y da por hecho que deben de existir pobres, mientras no sean ellas. Que las cosas cambien para que nada cambie. ¿De eso se habla cuando se pide un trabajo fijo?

La tercera contradicción a la que me enfrenté mientras leía el libro es al hecho de que esta generación de mujeres que no saben bien qué hacer con la maternidad, (¿cómo solucionar el ser o no ser madres?), están esperando que el Estado deba proporcionar una certidumbre en donde “el fin último debería de ser mejorar nuestras vidas”. Contradicción que se centra en el hecho de que yo, de una u otra manera, también esperaría que la sanidad sea universal para todas las personas, que yo, y todas, pudiéramos ser autónomas y tuviéramos el control de nuestras decisiones, que no sintiéramos esta frustración de no saber si vamos a llegar bien a fin de mes y de lo que defiendo con todo mi ser: tener un derecho al ocio. Pero también me repele un poco esta posición, porque considero que la maternidad, tal y como están las cosas, debería de tratarse de compartir la posibilidad de estar viva: de respirar, de emocionarse, de aprender junto a otras personas. La maternidad no es fácil, por el contrario, considero que es de los roles sociales que más soledad te generan y que, además, debido al sistema patriarcal, ser madre te inserta en una sistemática violación de tus derechos como persona: te invisibilizas en pos de los cuidados del ser al que diste vida.

Y aquí es donde veo el punto de encuentro: si España es un vientre vacío que no puede concebirse como un espacio de certidumbre que se siente capaz de dar vida es porque pasa por un momento de reconfiguración en el que el objetivo en sí es “un mejoramiento”, como si el vientre simbólico, o nuestros vientres como mujeres, tuvieran un objetivo utilitarista al servicio de los deseos individuales y no por el hecho de establecer una sociedad más justa en la que puedan vivir nuestra descendencia. Noemí López Trujillo lo dice: “No sé estar sola, no sé ser sola. (…) quizá yo soy pobre por la ausencia. Siempre he sido muy familiar y siempre he pensado que mi vientre daría continuidad a ese núcleo que me ha provisto de bienestar y seguridad”.

La maternidad, ser madre, vivirse madres, es la incertidumbre constante, el recuerdo permanente de que nada es estático, que todo cambia, que nosotras cambiamos y nunca más seremos las mismas, que las hijas e hijos que sean nuestros, tampoco serán las mismas, nunca se estará en un idéntico lugar, y que por ello el miedo, ese miedo a no tener seguridad económica, es justo lo que el patriarcado quiere, que el temor nos mantenga inactivas, temerosas, fijas. Que les sirvamos como mano de obra barata, que vayamos en contra de nuestros deseos, que el deseo individual no nos permita sabernos en comunidad, porque la crianza es comunal, se alimenta de redes, de personas que nos acompañan en el desarrollo de la infancia y es ahí a donde tenemos que poner la mirada, no a la exigencia de que nos garantice algo a nosotras, como individuas, sino a todas, que la infancia tenga un lugar en el que pueda vivir sin miedo al futuro.

Esa es la cuestión: que ahora mismo en España no hay espacio para la infancia. Lo sabemos ya, pero hay actos que nos lo recuerdan con mayor precisión (la granada puesta en un centro de menores en Hortaleza, Madrid, es un terrible ejemplo, pero lo es). El libro de Noemí López Trujillo es un punto de partida para iniciar esta discusión, en donde pondría como primer tema no lamentarnos desde las carencias individuales, sino colectivas. Cuestionarnos las unas a las otras en qué problemáticas nos vemos reflejadas todas y en cuáles no. Habrá contradicciones, pero hay que empezar por algún lado.

¿Qué es España, de qué se trata vivir en el espacio que comparto con quienes son nombrados españoles y españolas? No lo sé, y no importa, porque no es algo fijo, porque es algo que se construye todo el tiempo y apelo a que no esté vacío.

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