“La reproducción asistida naturaliza que la vida no tiene límites”

“La reproducción asistida naturaliza que la vida no tiene límites”

La economista Amaia Pérez Orozco reflexiona en voz alta en torno al colapso del capitalismo, los cuidados y la renta básica, entre otras cuestiones clave para los feminismos. Asegura que “hablamos mucho de los límites, pero en el fondo no nos los creemos. Y cuando el límite te ataca a ti, prefieres no verlo”.

Imagen: J. Marcos
11/12/2019
Amaia Pérez Orozco con pelo corto y camisa de cuadros habla detrás de una mesa con las manos sobre la mesa sobre la reproducción asistida. Al fondo,una estantería con libros

Amaia Pérez Orozco, durante la entrevista.

Afuera, las obras de un edificio con algunos pisos en venta. Un par de fotos rápidas porque en el balcón hace fresco. Bilbao, y otro día gris. Adentro, una habitación reciclada en oficina. Con decenas de libros apilados en la única estantería de la sala. Y una mesa que cumple su función. La puerta cerrada. Tres vasos de cristal y una jarra de agua del grifo. Hasta que la feminista Amaia Pérez Orozco va rellenando la escena con verbos que se quedan flotando en el ambiente como brechas por las que seguir discurriendo.

Alguien que piensa es alguien muy difícil de controlar. Quizá por eso y con una tesis de doctorado en Economía bajo el brazo, Pérez Orozco dejó la Academia, “un sitio que expulsa bastante. Los criterios de excelencia son los que son, hay que estar dispuestas a cubrirlos para hacerse un hueco”, afirma. Hoy forma parte de la Colectiva XXK. Feminismos, pensamiento y acción, un proyecto de dos compañeras que, con las herramientas de la investigación, la formación, el acompañamiento y la incidencia social, “intenta aunar eso de ser esclavas del salario con hacer algo que para nosotras tenga un sentido vital y político”.

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No rehúye ninguna de las preguntas. Las aborda desde las dudas (“¡Qué voy a contar yo!”, responde inicialmente ante la petición de esta entrevista). Encara con pausa cada planteamiento. Y retuerce una y otra vez las palabras, descubriendo nuevas aristas a cada giro. Estas reflexiones subversivas son los posos de más una hora de conversación.

Comenzar por lo más actual obliga a detenerse en la cumbre del clima de Madrid: siguiendo los debates de la COP25, da la impresión de que la receta vuelve a estar en manos del mercado, por ejemplo, con la propuesta de la compraventa de emisiones de carbono. Con el diagnóstico en la mano de una crisis climática sistémica, ¿queda sitio para las resistencias y para las alternativas al capitalismo?

Lo de Madrid me parece otro evento más de esos que son casi un sarao bienintencionado por parte de una gente, carnavalesco por parte de otra. Desde luego, este tipo de cumbres no atacan los problemas estructurales porque eso significaría cambiar las relaciones de poder. No van a ir donde están los problemas estructurales porque sería cuestionarse a sí mismos. Pero hay algo distinto en las cumbres de medio ambiente porque lidian con problemas que son comunes para el conjunto de la humanidad, tanto para quien hace negocio como para quien ve su vida explotada por esos negocios. Y no hablaría de unos países frente a otros países, sino que de dónde reside el poder corporativo. Ese gran poder hegemónico global se siente afectado por el colapso ecológico, pues ataca justo lo que ha sido su modo de funcionamiento: la energía barata.

Como telón de fondo, aparece un sistema biocida que vuelve a atravesar una profunda crisis. Pero el capitalismo ya ha demostrado en reiteradas ocasiones que se retroalimenta e incluso que sale fortalecido de estas situaciones. ¿Volverá a pasar?

No creo que el capitalismo salga fortalecido de esta crisis. Estamos viendo su declive, lo cual no significa que en el plazo inmediato no encuentren nuevas vías para hacer negocio. Pero esas vías son cada vez más difíciles y por eso estamos viviendo una auténtica guerra entre capitales. A nosotros nos da un poco igual que gane más el capital chino o el capital estadounidense; la cuestión es que gana el capital frente a la vida. Con lo que plantean, a medio plazo no frenan el colapso ecológico, que va a significar grandísimos problemas también para el capitalismo. Está significando ya, pero más va a significar. El capitalismo verde no va a arreglar la pérdida de biodiversidad, ni el cambio climático, ni el agotamiento de materia, ni nada.

Que el capitalismo esté en declive ¿es una buena noticia?

Es lo que diría Yayo Herrero de celebrar el fracaso. Aunque tampoco me pondría en una vertiente marxista optimista de que el capitalismo se va a autodestruir a sí mismo. La cuestión ahora es: si el capitalismo se recupera, es a base de explotar la vida de la gente y del planeta. Si se hunde, en la medida en que no logremos espacios emancipados del capitalismo, nos hunde también. Se trata de cómo aprovechar este momento de hundimiento.

En tus escritos y reflexiones mencionas que el capital paulatinamente privatiza esferas vitales como la del sostenimiento de la vida. ¿Cómo explicar que la privatización del sostenimiento de la vida es negativa per se?

Se podrían poner ejemplos, que hay miles. Con el tema de la atención a la dependencia es clarísimo: puede venir bien una residencia de ancianos a quien la pueda pagar, pero siempre queda gente excluida y el negocio se hace sobre a la explotación de las personas trabajadoras, y da servicios desiguales en función de la capacidad de pago. Otro ejemplo, ahora en auge, es el de la reproducción asistida. Si la sanidad pública no te quiere atender en tu proceso de reproducción asistida porque eres bollera, te puede venir bien que haya una empresa privada que lo haga; pero esa empresa privada está jugando con tu cuerpo, con tu salud, con el cuerpo de otras mujeres mediante la donación de óvulos. Aparte, privatizar significa que alguien va a hacer cargo de cualquier dimensión de tu vida solo en la medida en que haya un negocio. Solo se te escucha si tienes cara de euro, por decirlo de alguna manera. Dependes de tu poder adquisitivo para que se te reconozca como un sujeto con necesidades, deseos y derechos.

En las jornadas feministas de Euskal Herria, desde Trabajadoras No Domesticadas reclamaron una colectivización de los cuidados. ¿Cómo te suena esa reivindicación?

Como feministas no tenemos claro lo que queremos hacer con los cuidados y tampoco tenemos claro de qué hablamos cuando hablamos de cuidados. Necesitamos un debate más a fondo para aclararnos. Ante lo que yo llamo ‘cuidados’, colectivizarlos significaría cambiar por completo el eje vertebrador del sistema socioeconómico, construir una responsabilidad colectiva sobre el sostenimiento de la vida que pudiera articularse en distintos tipos de instituciones y estructuras, significaría desterrar el ánimo de lucro como eje vertebrador del sistema. Para mí, colectivizar los cuidados sería una manera de llamar a la revolución económica. Pero entiendo que cuando se dice colectivizar los cuidados se hace en un sentido más restringido, de que no se trata de que estén metidos en las casas o en manos del estado, sino que tienen que que involucrarse todas las personas. Y esa línea está bien, pero nuestra apuesta es más de fondo: cuando hablamos de cuidados no hablamos de atención a la dependencia o de la atención a menores, sino que hablamos de la cara b del sistema, de todo lo demás necesario para que la vida funcione. Colectivizar los cuidados es colectivizar la responsabilidad de sostener la vida y eso es cambiarlo todo.

Precisamente en torno a los cuidados se teje el concepto de ‘cuidadanía’. Una palabra con potencial transformador, ¿por qué no figura en la primera línea de batalla de los feminismos, más si cabe en una época que se mueve mediante eslóganes o conceptos fuertes?

Por un lado, está vinculado a que, desde los feminismos, hemos logrado que el tema de cuidados entre en todos los lados, pero al mismo tiempo ha perdido perspectiva de conflicto. Para cuidar hay que romper las relaciones de poder, hay que redistribuir los recursos, los tiempos, los trabajos, los espacios. También se ha perdido la perspectiva de conflicto con los hombres y, en el ámbito global, se ha perdido con el capital. Por otro lado, el de ‘cuidadanía’ ha sido un concepto que se ha tendido a idealizar, en vez de sacar las relaciones de violencia, de control que hay ahí. Se ha quedado superreducido: hablas de cuidados y parece que estás hablando de gente mayor, de niños, como mucho, de quién cocina en casa, un poquito de tareítas domésticas y a veces de empleo de hogar… La apuesta de mirar el sistema desde otro lado y poner la vida en el centro no se está haciendo. Y para que cale la idealizada, casi mejor que no haya calado.

Amaia Pérez Orozco, con pelo corto y camisa de cuadros, a la que se ve de medio cuerpo y con los brazos cruzados. Al fondo, difuminado, se ven edificios y azoteas. Reproducción asistida.

Amaia Pérez Orozco posa en un día gris de Bilbao. 

Otro concepto con el que reflexionas es el de ‘deseseidades’, englobando aquellas cosas que hacen que la vida valga la pena. ¿Cómo se lidia desde los feminismos con esa categoría?

Es una manera de escapar del debate sobre inmanencia y transcendencia, de si hay cosas que son pura necesidad y cosas que son deseo, de si hay necesidades básicas, de primer nivel, o de segundo nivel. Es una manera de escapar ese debate y al mismo tiempo de decirnos que tenemos que hacernos cargo de él. Está también vinculado a cuando se dice que el capitalismo es una economía superior porque satisface deseos y no solo necesidades, y juega a prometerte que te va a satisfacer deseos que te genera constamente y luego no te lo satisface. María Jesús Izquierdo decía que el capitalismo es droga pura porque te promete que te va a dar lo que nunca te termina de dar. Y lo de cómo hacernos cargo de la dimensión del deseo se está proponiendo más desde los planteamiento feministas del psicoanlálisis. Cualquier apuesta política que hagamos tiene que lograr sobrevivir y también seducir a la gente con que la vida va a merecer la pena.

Bajando de la teoría abstracta a la realidad cotidiana, se ha subido el salario mínimo interprofesional. Una medida que puede parecer positiva de inicio, a muchas empleadas de hogar les ha vuelto a dejar fuera del sistema; a las precarias y las que se dedican a los cuidados las ha dejado del margen.

Me parece duro afirmar eso directamente, pues puede haber empleadas de hogar a las que sí se les ha subido el salario. El problema no está en la medida en sí, sino en que en que ninguna medida en sí misma va a ser revolucionaria de nada. Todas las medidas van a tener siempre claroscuros. La cuestión es prever esos efectos negativos, estar dispuestos a responder y acogerlos, a no desantenderse de ellos, es decir, ser responsable de lo que sucede después de aprobar una medida y de quién se queda fuera. Las medidas clásicas, y subir el salario mínimo es una medida superclásica, van a dejar fuera a la gente que clásicamente nos hemos dejado fuera, entre ellas, las empleadas de hogar, porque la normativa laboral no está pensada para el empleo del hogar y no está pensada en general para los empleos feminizados. Lo malo es cuando pones una punta de lanza y crees que con eso estás cambiado todo el mercado laboral.

Siguiendo con el tema del empleo, en obras como Subversión feminista de la economía subrayas que, “frente a la crisis, no queremos empleo, no queremos salario, no queremos estado del bienestar. Queremos cuestionar la relación salarial misma, la estructura capitalista en su conjunto”. ¿Cómo hacer pedagogía a esa profundidad, teniendo en cuenta que la cuestión del empleo parece intocable y más si cabe en situaciones de precarias?

Lo fundamental sería volver a la idea marxista de que el problema con el empleo es que somos esclavas del salario. Vivimos en un mundo donde, si no tienes dinero, no puedes vivir y donde el dinero es capitalista, pues se consigue poniéndolo a circular en los circuitos de acumulación de capital. No existe una responsabilidad colectiva para que la gente pueda vivir; en última instancia, eres tú quien tienes que conseguir un dinero individual para vivir y para consumir en un determinado mercado. Y metería aquí la renta básica como la panacea que nos va a liberar de la esclavitud del salario, la cuestionaría totalmente, y desligaría el empleo de cualquier forma de trabajo remunerado. Lo que haría sería replantear el trabajo que hacemos y el sentido social del trabajo que hacemos. Hay que recuperar el sentido colectivo de los trabajos. Esa desmitificación del empleo tiene que hacerse entendiendo el rol que juega el empleo en este sistema, volviendo a la idea de la esclavitud del salario, a la de expropiación de los medios de reproducción de la vida, poniendo en cuestión instituciones del capitalismo como la propiedad privada y el dinero capitalista. Hay que sacar la cara oculta del empleo, que necesita una bolsa de trabajos invisibilizados. Una cosa es que en el momento inmediato necesitemos un empleo determinado porque somos esclavas del salario y otra cosa es que eso sea un horizonte que no podemos cambiar. Hay que trabajar a distintos niveles: resolver las urgencias ahora y pensar en modos de organización socioeconómica distintos de cara al futuro.

Rescatando el ejemplo que mencionas de la renta básica, eres muy crítica al respecto. ¿Por qué? 

Hay un punto inicial de sospecha: si el FMI [Fondo Monetario Internacional] y la gente del G-7 [Grupo de los Siete] lo están promoviendo… a lo mejor es que hay un algo. Los compañeros de viaje que salen tienen que hacer sospechar. La renta básica es un dinero individual para consumir individualmente en un mercado que sigue siendo capitalista. Puede romper la esclavitud del salario en el sentido de que no necesites un empleo para consumir, pero al final tu bienestar depende de tu consumo individual en un mercado que sigue siendo capitalista. Es una manera de socializar la reproducción de la mano de obra: en vez de que las empresas paguen más, el estado te reproduce la mano de obra. Problemas hay muchos. Por ejemplo, la renta básica puede reforzar la división sexual del trabajo actual. Y podría tener otros efectos, tanto inflacionarios como, si me apuras, que se paguen salarios menores porque la gente va a tener una parte cubierta por el estado. La renta básica es dinero y el dinero en el capitalismo se genera mediante el expolio de la vida, la desigualdad y el despojo. Además, puede ser desmovilizadora y concentrar fuerzas, tanto las políticas como colectivas, en un sitio, a mi juicio, bastante erróneo. El problema es cuando va como medida única, estrella, la que se lanza para revolucionarlo todo, para romper con la esclavitud del salario, para ser libres y poder construir otros espacios de intercambio no mercantilizados, para hacer con nuestro tiempo de vida cosas socialmente interesantes. La renta básica, en determinados contextos donde hay fondos públicos sólidos y amplios, donde no va a significar recortar otro tipo de servicios públicos, donde se piensa dentro de otro conjunto más amplio de medidas, como una más dentro de un paquete de ruptura mucho más grande, puede estar bien.

Toda esa reflexión, la concepción del salario como esclavitud, se sitúa claramente en una posición ideológica o, dicho de con otras palabras, ubica al feminismo en un paradigma abiertamente anticapitalista. En ese mismo escenario aparecen compañeras de viaje que afirman ser feministas y liberales, o feministas y conservadoras, o que reivindican un feminismo sin ideología. ¿Cómo lidiar con esto?

Yo no me siento nada cómoda definiendo los límites del feminismo y diciendo quién entra o quién sale. No soy capaz de decir que quien es liberal no es feminista, pero sí puedo decir claramente que, para el mí, el feminismo no es liberal y que el feminismo no puede ser muchas otras cosas. Estamos en un momento de política superagresiva. Más que repartir carnés, necesitamos una política del cuidado del común que no sea buenista y que sea capaz de abordar el conflicto. Yo no quiero decir que las liberales no son feministas, pero sí quiero marcar el conflicto con el capitalismo. Cómo podemos marcar un feminismo anticapitalista que aborde los conflictos de clase y los neocoloniales sin decir al mismo tiempo que Ana Botín no puede ser feminista… si nos encontramos con ella en alguna cuestión, pues nos encontraremos… Estamos en un momento donde demasiada gente está diciendo qué no es lo bueno, quién está en el sitio del mal, quién no está en el sitio del feminismo. Me parece mejor que hablemos desde los sitios concretos y no desde el establecimiento de las fronteras de quién se queda dentro y quién se queda fuera todo el rato.

La fuerza del feminismo en las calles ha sido clara con las dos huelgas del 8M. ¿Qué te parece el uso de la huelga como medida feminista?

Superpositivo. Recuperas una herramienta histórica de lucha de la clase obrera bastante masculinizada, con una gran división sexual del trabajo detrás, pero la das por completo la vuelta y la resignificas por entero, partiendo de no llamar ‘trabajo’ a lo que se ha llamado históricamente ‘trabajo’, sino a más cosas, y partiendo de que, usando la huelga, hablas de otras dimensiones de la vida, como el consumo. Es interesante porque los modos de hacer huelga rompen con la centralidad del empleo, pues el contenido de la huelga no era una reivindicación en términos laborales. Toda la estructura de diálogo político en nuestras sociedades está construida en torno a los mercados y la idea de huelga lo estallaba. Y, por otro lado, ha abierto un montón de debates, aristas y resquicios por los que tendríamos que seguir trabajando, aunque existe el riesgo de que se queden ahí: desde cómo revisar el mundo sindical desde el feminismo, a cuál es el papel de los hombres cuando no están en el centro de los procesos de movilización, a qué tiene que ver la lucha con cuestiones relativas al cuerpo…

Hablando de cuestiones en las que seguir trabajando, abogas por reinventar los espacios urbanos, señalando que la ciudad está construida entorno a la lógica de la acumulación. ¿Se han olvidado los feminismos del ámbito rural?

Es verdad que muchos feminismos tenemos una mirada superurbana, que no tenemos para nada la mirada campesina ni la mirada de vinculo campo-ciudad. Igual que decimos que muchos feminismos tenemos una mirada muy blanca y tradicionalmente muy hetero y de clase media, también tenemos una mirada urbana, clarísimamente. Por ejemplo, cómo se está enfocando el debate sobre el veganismo es bastante elocuente, porque no se está dando protagonismo a las mujeres que ocupan el campo; no se está haciendo desde el protagonismo de los feminismos rurales, se está haciendo desde la centralidad del feminismo urbano. Y es uno de los ejes clave. También diría que el campo no es solo el sur global, también hay baserritarias, payesas, jornaleras… Campo es pensar también desde las periferias del norte global.

Se cumple una década de las jornadas feministas estatales de Granada, en las que estuviste presente. Fue la primera vez que en un escenario semejante se hablaba de economía feminista. ¿Qué valoración haces de estos diez años?

Hay cosas que han calado y se han asentado, y la huelga es claramente una de ellas. Y la propia extensión de la idea de cuidados. Y la idea de la precariedad de la vida, del conflicto capital-vida.
Como problema está el hecho de que haya ido perdiendo esa perspectiva de conflicto. En estos diez años, que han sido los años del estallido financiero, las políticas se han desviado de cuestionar el capitalismo a cuestionar el neoliberalismo; y el problema no son las políticas neoliberales puestas en marcha en las últimas décadas, sino el sistema capitalista de fondo, en su vertiente neoliberal actual o en las pasadas. Si hace diez años, con la crisis de los cuidados, estábamos cuestionando el estado del bienestar, ahora el estado del bienestar parece ser una especie de panacea. La evolución puede ser un poco problemática. Otra debilidad es que, de tanto hablar de la economía desde la base y desde lo micro, hemos perdido la perspectiva de todo el sistema socioeconómico; no tenemos un discurso sobre el euro, sobre la Unión Europea y el tema de tratados de comercio e inversión no es un tema para el feminismo.

La precariedad de la vida humana que mencionabas sí aparece permanentemente sobre la mesa, aunque no se pueden obviar las posturas, incluso desde horizontes feministas, a favor de lo cyborg ni las promesas de una vida eterna a través de la técnica y la ciencia, de una hibridación entre los seres humanos y las máquinas que promete terminar con la finitud y el dolor humanos.
Eso me parece la locura.

Pero es una corriente importante y con cierto peso, quizá cada vez mayor.

Sin irme tan lejos, abriría un planteamiento: cómo podemos normalizar en nuestras vidas la reproducción asistida o la congelación de óvulos. Hemos empezado a normalizar la ovodonación. Hemos retrasado la maternidad, pero qué nos ha pasado para que, luego, de repente, nos ataque un deseo de maternidad que parece que se lo come todo y, sin cuestionárnoslo demasiado, entramos de repente en manos de empresas privadas con ánimo de lucro que juegan a esa idea de que los límites no existen. La idea de que vamos a vivir eternamente y lo cyborg nos suenan muy raras a muchas, pero la reproducción asistida y la congelación de óvulos nos suenan supercercanas. ¿Qué estamos naturalizando ahí? Que la vida no tiene límites. Desde los feminismos hablamos mucho de los límites, de la vulnerabilidad de la vida, de la ecodependencia y de la interdependencia, pero en el fondo no nos los creemos. Y cuando el límite te ataca a ti, prefieres no verlo.

Plantear una crítica a la reproducción asistida ¿es siquiera planteable desde un paradigma feminista o supondría todo un cisma ahora mismo imposible de gestionar?

Sara Lafuente plantea la diferencia entre las técnicas de reproducción asistida y una transferencia de la capacidad reproductiva. Esa diferencia es fundamental. La donación de óvulos o de embriones no son lo mismo: en la de óvulos metes a una mujer más, pero en la de embriones, no. La cuestión no es que la reproducción asistida sea mala o buena per se, sería pensar en qué condiciones, cuándo, para resolver qué desesidades… ¡Cómo voy a decir yo que las bolleras no puedan acceder a reproducción asistida! Pero entre no decir eso y no problematizar en absoluto que con 42 años me pueda entrar un deseo loco de maternidad y me vaya a una clínica de reproducción asistida… Yo soy bollera, pero si a los 30 años quiero tener un crío, a lo mejor es distinto que si lo quiero tener a los 42, a lo mejor es distinto si lo puedo hacer con mi propio cuerpo o si tengo que implicar el cuerpo de otra persona. En todo caso, estoy hablando de mi deseo de maternidad. ¿Un deseo es un derecho?, ¿un deseo que se tenga que cubrir colectivamente?, ¿y por la sanidad pública siempre? Otra cosa es que, si una pareja hetero tiene derecho, cómo no lo va a tener una bollera; ¿pero eso es un derecho para garantizar colectivamente? No lo tengo claro. No es cuestionar la coherencia personal de la gente, es cuestionarnos juntas por dónde va nuestra apuesta política. El tema de la reproducción asistida no se está abordando nada bien.

 

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