Feminismos imparables

Feminismos imparables

Si bailan en Santiago de Chile la onda expansiva llega a tu ciudad. Gracia Trujillo analiza las claves de un movimiento imparable, que también convive con debates internos. Las críticas a la teoría queer y la apropiación del concepto 'feminista radical' son algunos de ellos.

04/12/2019
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Imagen de las últimas jornadas feministas del Estado español, que se celebraron en Granada en 2009.- Gaelx

Imagen de las últimas jornadas feministas del Estado español, que se celebraron en Granada en 2009.- Gaelx

El pasado 25N, en Santiago de Chile, se hizo una performance genial en la calle, pensada por el colectivo feminista ‘Las tesis’, en la que un grupo numeroso de mujeres bailan y cantan ‘Un violador en tu camino’. Creo que estos días más de una andamos tarareando la canción, la llevamos en la cabeza sin poder hacer mucho para evitarlo. Desde ese día, se ha ido replicando en otras ciudades del cono sur y europeas, acabo de leer que también en Australia (!), y ahora mismo es un grito de guerra que nos planta a muchas una sonrisa cómplice al ver los videos que se van subiendo a las redes. Hoy he abierto Twitter y veo que cientos de mujeres y sujetos feminizados están compartiendo sus historias siguiendo el guión compartido: y la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía. El violador eres tú. La denuncia feminista es global, y qué subidón verlo. Mientras escribo estas líneas estoy escuchando el “violador remix”, que se está distribuyendo como la pólvora: El patriarcado es un juez juez juez. Mi enhorabuena desde aquí a ‘Las tesis’ y a todas las que se han sumado a esta intervención callejera. Este tipo de acciones son infinitamente más efectivas que mil campañas institucionales a la hora de evidenciar que las violencias que sufrimos son algo estructural, sistémico, y que hay que denunciarlas.

El feminismo, los feminismos, tienen esta fuerza hoy en día. Podemos ser un ciclón imparable cuando nos ponemos a ello. En otro tuit una chica decía ayer, compartiendo el video de la perfo chilena, que “el feminismo va a salvar el mundo”. En esas andamos en los últimos años: los feminismos (junto con la movilización lgtbi, queer, y antirracista) están siendo el mayor dique de contención frente al auge del neofascismo en muchos contextos. Recordemos el #EleNão de Brasil, las manifestaciones contra Trump, o nuestros últimos 8M y las huelgas, que han sido más que multitudinarias.

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Echando la mirada atrás, a las jornadas de Granada de 2009 donde, entre otras cosas, se leyó el Manifiesto transfeminista, tengo varias sensaciones encontradas. Por una parte, pienso en cuánto hemos recorrido desde entonces; por otra, asistimos al enésimo revival de algunos debates que pensábamos ya más o menos superados. En el 2009 el transfeminismo, o los transfeminismos, aglutinados entonces en torno a la campaña STOP patologización trans del 2012, (nos) dieron un empujón brutal a la lucha feminista cuir. Cuando andábamos en aquellas, de jornada en jornada transfeminista, llegó el tsunami del 15M, la creación de las asambleas feministas y transmaricabollos en muchas ciudades, las mareas ciudadanas de diferentes colores dependiendo de qué estuviéramos defendiendo de los zarpazos de las políticas neoliberales durante la crisis- estafa (la sanidad, la educación, el derecho a la vivienda o los servicios sociales) y las innumerables protestas a las que nos fuimos sumando, haciendo frente a una represión policial que iba en aumento. Lo de acabar corriendo no era nuevo, pero sí el especial ensañamiento contra nosotres, había demasiados focos de protesta social que reprimir. Aún así, o quizás por eso precisamente, “dame con la porra hasta que me corra” ha sido uno de nuestros eslóganes más coreados. Si no es con humor no es nuestra revolución.

Desde 2011, algunas nos empeñamos (y seguimos) desde asambleas como la Transmaricabollo de Sol, del 15M, en defender que teníamos que estar en todas las concentraciones, manis, huelgas, etc., y que había que hacerlo con nuestras plumas bien visibles. O, dicho de otra manera, poniendo nuestros cuerpos generizados, sexualizados, racializados, diversos, en las calles. Que los recortes también eran (y son) asunto nuestro, la defensa de la República, la denuncia de los desahucios, la violencia en los CIEs o los bombardeos en Gaza. Luego el día del Orgullo crítico salimos a manifestarnos, claro, o el del Octubre trans, o el 8M, pero nuestra lucha no son sólo esos días. Con los activismos feministas cuir, transmaricabollos, venimos desbordando desde hace tiempo las políticas identitarias (y los sujetos homogéneos, unitarios, de las luchas), movilizándonos no tanto en función de una identidad sino de unos objetivos compartidos. Es una manera de cuestionar la política identitaria de compartimentos estanco según la cual el aborto es una lucha de las mujeres, la despatologización trans es de los colectivos trans, y así sucesivamente, evidenciando que comparten muchos elementos entre ellas: que nuestros cuerpos son nuestros y que queremos decidir qué vidas queremos vivir. A esto sumamos nuestra demanda de poner los cuidados en el centro, siendo conscientes de nuestra interdependencia (y ecodependencia), condiciones fundamentales en nuestra pelea por unas vidas vivibles.

Este desbordamiento del sujeto de la lucha y de la política identitaria ha sido, creo yo, clave en nuestro éxito movilizador de los últimos años. Los últimos 8M, especialmente el de 2018, en que muches secundamos todas las huelgas posibles (de consumo, laboral, educativa y de cuidados, esta última casi la más complicada) han sido impresionantes. Varias razones lo explican. El entonces ministro Gallardón puso su granito de arena en 2014 movilizándonos para frenar la modificación de la Ley del aborto y el retroceso que nos quería colar. Aquello lo paramos gracias a estar en la calle, muchas, miles, con toda la gente aliada que se sumó. Y esto hay que seguir recordándolo, fue un éxito nuestro, colectivo, del movimiento feminista. Pero aquello no venía de la nada, el 15M nos había hecho reencontrarnos a muchas que veníamos de espacios y colectivos anteriores y que nos juntamos con toda la gente que se sentó en las plazas (muchas mujeres jóvenes, entre otrxs). Las acampadas finalizaron semanas después de aquel mayo de 2011 pero las redes, los contactos, los afectos continuaron. Después de Gallardón, el caso de la “manada” nos volvió a sacar a la calle, hermana, yo sí te creo, y desbordamos otra vez la convocatoria de una manifestación en la que compartimos nuestra indignación y rabia colectiva. #Niunamenos, #NosQueremosVivas, basta de violencias contra las mujeres (todas) y sujetos feminizados, basta de acosarnos en el trabajo, por la calle, de violarnos, de asesinarnos. Si tocan a una nos tocan a todas. Y, finalmente, a las huelgas del 8M se sumaron varias generaciones y muchas voces desde diferentes ámbitos: periodistas, profesoras, juezas y abogadas… El éxito fue gracias a esa suma, a la confluencia, a la fuerza colectiva.

Los debates que pretenden dividirnos

Vamos ahora a la segunda parte, la de los debates y las cuestiones que nos dividen, o eso pretenden. El pasado junio en un curso sobre temas de género un alumno me preguntó qué pensaba yo de las TERFS (Trans exclusionary radical feminists), si me parecían muy peligrosas o no. Le contesté que no son tantas, pero que las oímos bastante por las broncas que generan y la difusión que les dan las redes sociales. Le expliqué que el movimiento feminista en el Estado español no tiene una historia de transfobia como sí ha sucedido en otros contextos (uno de los más conocidos es el de Estados Unidos). Puede haber habido casos puntuales, comentarios, etc., pero no es este un tema que haya generado división, históricamente hablando, ni mucho menos. Las mujeres trans se incorporaron al movimiento feminista a mediados de los 90 y llegaron para quedarse. Con mi alumno (y la clase) también compartí algo que sigo pensando, y es que tenemos que disputar la etiqueta de feminismo “radical” a este sector tránsfobo. Que se llamen de otra manera pero no radicales. El feminismo radical tiene una genealogía muy potente que también es nuestra; es cierto que tuvo una deriva, el denominado feminismo cultural, que tenía unos tintes esencialistas tremendos, pero la corriente radical continuó, y muchas de las grandes activistas y teóricas que leemos y que admiramos formaron parte de ella (Shulamith Firestone, Kate Millet, Gayle Rubin, Monique Wittig, por mencionar algunas). Estas tránsfobas no son radicales, que se inventen otra etiqueta para su feminismo excluyente. Para radicalas, nosotras.

Unas semanas después de aquella clase, ironías del destino, sucedió lo de la Escuela de verano de Rosario Acuña, en la que vimos a varias de las feministas con más poder, más asentadas en las instituciones desde hace años, decir cosas que no sólo no tienen ningún fundamento sino que son puro lenguaje del odio contra las personas trans (y qué peligrosas cercanías tienen con los discursos de la extrema derecha). Nos quieren hacer volver (¡otra vez!) al debate sobre el sujeto político del feminismo como si nada hubiera pasado en todos estos años. Ese sujeto monolítico (“la mujer”, es decir, blanca, hetero, de clase media, etc.) hegemónico en los discursos y representaciones feministas, lo venimos cuestionando y desbordando hace mucho tiempo: las lesbianas desde los ochenta en adelante, las jóvenes, las migrantes, las trans, las trabajadoras domésticas, y continúan con la batalla las compañeras racializadas, las gitanas, y las trabajadoras sexuales. En los últimos años muchas compañeras nos han hecho reflexionar y pasar a la acción en temas como la diversidad funcional, la gordofobia, las no monogamias y el poliamor y tantas otras cuestiones. Hacernos volver ahora a los discursos sobre la diferencia sexual entre mujeres y hombres, a los binarismos, a la política identitaria “mujeril”, como la llama una amiga activista argentina es, cuando menos, alucinante. Sobre todo, después de tantos años ya de activismos y teorizaciones queer, o cuir, como queramos llamarlos, que han contaminado y atravesado al feminismo para hacerlo más inclusivo, más crítico, y más divertido.

No está de más recordar que el activismo queer arrancó en el Estado español a comienzos de los noventa en el contexto de la pandemia del SIDA y de la crítica lesbiana a la invisibilización de la lucha lesbiana en el feminismo. La lucha queer nació en las calles como un activismo radical, autónomo, anticapitalista, antirracista, orientando su acción a las micropolíticas maricas, bolleras y trans en los barrios y los centros sociales, y a trabajar junto a otros sujetos y luchas subalternas (okupas, por ejemplo, o movimientos vecinales). Los activismos queer son críticos con la construcción de las identidades (“mujer”, “lesbiana”, “gay”) como algo excluyente pero no prescinden de ellas de un plumazo: defienden su uso estratégico también, al tiempo que se reapropian de la injuria para darle la vuelta. Defender que la teoría queer es, así, en general, sexista o misógina, como ha aparecido en un artículo hace poco, es bastante sorprendente. Esto no significa no hacer una lectura crítica de “lo queer”, que en ocasiones es demasiado blanco, anglo y academicista. Esa crítica la compartimos y la hacemos muchas, pero estos argumentos anti-queer son diferentes, no entienden de matices, al tiempo que intentan enfrentar al feminismo con la teoría queer. Dónde nos dejamos entonces aportaciones como la de Cherrie Moraga y Gloria Anzaldúa, feministas lesbianas chicanas, que nos hablan desde la frontera, desde su ser mestizas y estar atravesadas por la clase, la raza y una sexualidad diferente. Dónde nos dejamos a Barbara Smith, Audre Lorde, Teresa de Lauretis, Judith Butler o Eve Kosofsky Sedgwick, entre otras muchas, que escriben desde esa intersección, política y vital… En fin, la intersección entre feminismos y teorías y prácticas políticas queer ha dado para mucha reflexión, escrita y compartida en mil lugares, y tiene un recorrido de muchos años ya.

Pensando en los activismos locales, los feminismos queer llevan en marcha desde los inicios de los noventa en adelante, casi tres décadas. ¿Por qué entonces este ignorar de manera premeditada, esta aversión, este desprecio? En realidad, nada de esto es nuevo, a algunas nos suena de hace bastante tiempo. El rechazo a los planteamientos cuir, transfeministas, tiene que ver con que suponen una crítica a un feminismo institucional, blanco, aposentado en sillones académicos y de otras esferas del poder, que no deja paso, que instrumentaliza la lucha para conseguir réditos electorales (y de otros tipos) y que ahora se revuelve para defender sus privilegios. Que fue bollófobo, como dice una amiga, y, como eso ahora ya queda regular, es tránsfobo, y continúa con su putofobia. Mientras tanto, las teorías queer nos han brindado herramientas para pensar, en clave interseccional, más allá de los binarismos y abrir horizontes para esos (nuestros) otros cuerpos, identidades, expresiones de género, deseos, prácticas, vidas, que queremos que sean vivibles… difícil echar esto atrás ahora, por no decir imposible. Además de que intentar enfrentar a movimientos (el feminista frente al lgtbi- queer) no es nada estratégico en el contexto actual, con la que está cayendo.

El feminismo es la casa de todas, de todes, o no es. Yo creo que nuestro éxito arrollador como movimiento tiene que ver con esto precisamente, con haber ampliado el sujeto de nuestra lucha, con pensar y actuar en clave interseccional, con articular alianzas, con empatizar, con estar al lado lxs unxs de las otras, escuchando, sin robar la voz ni victimizar ni violentar a nadie (y sí, estoy hablando de nuestras compañeras las putas, y sí, qué vergüenza el acoso y señalamiento que se les está haciendo, a ellas, a sus aliadas, y a todo el movimiento pro- derechos, ya está bien!). El feminismo tampoco tiene una tradición punitivista, no caigamos en defender estas ideas que nos pueden acabar haciendo un flaco favor.

Diez años después de las jornadas de Granada (cómo pasa el tiempo) nos encontramos frente a una reacción cis heteropatriarcal fascista, a nivel global, contra los avances de la lucha feminista, lgtbi y antirracista. Nuestras resistencias, por otra parte, cada vez tienen más carácter internacionalista. El caso del feminismo está siendo paradigmático en este sentido: si bailan en Santiago de Chile la onda expansiva puede llegar hasta tu ciudad. Estos últimos años hemos aprendido colectivamente mucho, sobre nuestras vulnerabilidades y sus potencialidades políticas. Juntes somos poderosas. En el momento actual de auge de las ideas fascistas no deberíamos dividirnos y debilitarnos sino, como escribió Audre Lorde, reconocer y celebrar nuestras diferencias para seguir caminando. O, como defendía la activista brasileña Marielle Franco, a la que seguimos recordando: “diversas pero no dispersas”.


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