Branquias y pulmones

Branquias y pulmones

Los peces no pueden vivir en el agua y fuera las cosas no están mucho mejor. Alicia Ramos reflexiona sobre la emergencia climática y sobre cierta resignación que parece que nos abruma. Rezar no es una opción.

Texto: Alicia Ramos
11/12/2019
Ilustración de Señora Milton: un pez mitad con escamas mitad solo las espinas.

Ilustración: Señora Milton

¿Alguna vez has visto a un pez suicidarse? Yo sí. Y lo hacía con una determinación envidiable. Se lanzaba a la orilla a toda velocidad, desde las últimas fuerzas que fue capaz de reunir en la inmunda charca eutrofizada en la que se había convertido su hábitat, como una Alfonsina Storni a la inversa pero con menos poesía y más urgencia. Me estremeció muchísimo. Es algo que jamás creí que llegaría a ver. Los peces tienen que permanecer en su mundo acuático y los animales terrestres en nuestros ámbitos rocosos. Es un mandato fundacional, una constante como la velocidad de la luz o el incremento de sus facturas. Está bien que los salmones salten a la desesperada hacia arriba por los rápidos de los regatos gélidos de Escandinavia (o Alaska, o donde quiera que sea que desoven los dichosos salmones), así como también está muy bien que los hipopótamos se recreen obscenamente en las charcas verdes de la sabana, pero un ratito, a ver qué va a ser esto. Luego cada cual a respirar a su espacio predeterminado por el orden natural de las cosas. Hay un mundo para las branquias y otro para los pulmones. Cualquier otro planteamiento es un sindiós.

Se me dirá que tengo la mente muy estrecha, que al principio todo eran branquias y que, si no fuera por unos peces emprendedores que empezaron poco a poco a colonizar los espacios entre charcas cada vez más pequeñas, y quién sabe si eutrofizadas, jamás hubieran existido los pulmones, y yo estaría tecleando otro artículo diferente con mis aletas húmedas y viscosas. Pero los pulmones ya existen, no necesitamos que ningún pez suicida venga a inventarlos. De efecto disuasorio debieran haberle servido los miles de cadáveres, hasta tres toneladas de cuerpos inanes de pececitos y crustáceos, que se amontonaban en las orillas y con los que irremediablemente tuvo que impactar varias veces en su viaje de estrella fugaz del mundo de los peces moribundos al de los peces muertos bien muertos.

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Hay una alarma en algún lugar, probablemente en Georgia (en la otra Georgia, la de Estados Unidos), sobre la proliferación de un pez al que llaman “cabeza de serpiente”, aunque yo he visto las fotos y no tiene nada de cabeza de serpiente, tiene cabeza de un pez que recuerda remotamente a una serpiente. Pero ya sabemos cómo son los de las alarmas, tienen que buscar algo que sea alarmante, que contribuya a justificar la alerta en el subconsciente de sus destinatarios: araña vampiro, mosquito tigre, qué se yo, armonización salarial. Pues este pez al que tendré que llamar “cabeza de serpiente” no es original de la zona, sino que ha sido introducido por gente que es muy aficionada a los animales exóticos pero muy inconstante también, se cansan enseguida y los sueltan al medio natural, pobrecitos, para que medren. Y tanto que han medrado. Y deben su éxito adaptativo al hecho de que no solo tienen branquias, sino que además tienen una especie de saquito o vejiga de aire que funciona como un pulmón rudimentario, lo que les facilita ir arrastrándose, con mucho garbo, eso sí, de un laguito a otro, infectándolos todos con su superadaptativa presencia. Las autoridades piden a la población que cuando vean uno lo maten y lo congelen con doble bolsa. Las autoridades son muy suyas para sus cosas.

Pero eso no tiene la fuerza estética del pez que, como un rayo, agota sus últimas fuerzas en salir disparado de un sitio en el que ya no puede respirar a otro en el que sabe por instinto que no va a poder respirar tampoco. Hay algo de “acabemos con esto de una vez”, una agonía, una desesperación, que parece poco propia de peces a priori. Aunque tal vez sea un prejuicio propio de quienes tenemos pulmones el creer que los seres con branquias no son capaces de tirar la toalla. Porque ¿para qué quiere un pez una toalla?

No fui la única a la que estremecieron esas imágenes que encerraban en sí mismas un mensaje tan diáfano que nuestras mentes corrompidas no van a ser capaces de entender cabalmente ya. Se escuchaba en la grabación la voz de una niña que gritaba horrorizada, mientras una voz adulta la tranquilizaba, “no pasa nada”. ¿Cómo que no pasa nada? ¡Pasa todo! Y esa niña es la única que lo entiende porque la gente adulta ya, mal que bien, para lo que nos queda en el convento nos seguimos cagando dentro, pero esa niña va a tener que vivir el resto de su vida en un planeta en el que los peces saltan fuera del agua porque allí dentro no hay ya quien viva. El caso es que fuera tampoco.

Hemos visto llover ranas, y no sé si al final se ha demostrado que los lemmings no se suicidan realmente, pero durante mucho tiempo convivíamos con la idea de que sí que se suicidaban. Pero si ya nos dolían los primeros delfines, luego orcas y finalmente inabarcables ballenas, que venían a morir a nuestras playas, siempre, de forma inconsciente, podíamos pensar “bueno, esta gente tiene pulmones, tiene un pase lo de que vengan a morir a la orilla”. Pero los peces… No sé. Es como si las personas nos lanzáramos en cápsulas fuera de la atmósfera con el oxígeno justito para llegar y salir a dar un paseo espacial a cuerpo gentil. Es una señal del puto fin del mundo. “Y los peces escaparan del agua echando hostias” (Apocalipsis 2, 23). Es un punto de inflexión, una señal de “última gasolinera en 1.236 km”, un alarido de dolor de un cuerpo torturado que al fin se quiebra. Nada bueno viene después de algo así.

La policía detuvo en unas acciones de resistencia a la crisis climática en las puertas del Ministerio de Transición Ecológica a un tipo que era filósofo. El señor contó en algún sitio que estaba a mi alcance, no sé si en twitter o dónde, que intentaba convencer al policía que lo custodiaba de la urgencia de esa lucha, de lo cerca que estábamos de un punto de no retorno en el deterioro del medio (o de las condiciones del medio que permiten la vida de nuestra especie y la del pez que inspira estas líneas, porque el planeta está estupendamente, si se tiró cien millones de años congelado y otros tantos medio fundido, si se infectó de esta enfermedad que llamamos vida hace más de cuatro mil millones de años y sigue de una pieza…). El policía le respondió con una resignación abrumadora que era imposible ya cambiar nada y que solo nos quedaba rezar. Rezar. Parece la última opción antes de salir como una flecha de la atmósfera y acabar con todo de una vez. Va a ser que los peces no rezan.

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