Nuevos diálogos de seguridad

Nuevos diálogos de seguridad

La concepción clásica de seguridad ha tenido como estructura histórica la defensa militar y el cuerpo policial, pero las nuevas propuestas tampoco aportan una transformación radical del concepto. Es urgente una revisión feminista.

27/11/2019

Ilustración de Señora Milton donde aparece una pistola con un cañón que es un semáforo, evocando la idea de seguridad mediante violencia.

La seguridad se invoca diariamente, en parte, porque es un concepto muy elástico. Si bien suele afirmarse que es una condición necesaria para el funcionamiento de la sociedad y uno de los principales criterios para garantizar la calidad de vida, adopta su significado según el contexto de uso: seguridad personal, seguridad social, seguridad vial, seguridad ciudadana, seguridad nacional… Esta condición de adaptabilidad puede ser una oportunidad, pero también resulta un riesgo.

En general, la seguridad es protagonista desde su dimensión externa; se reconoce como derecho y su garantía es una responsabilidad indelegable del Estado, interpelado como proveedor de protección. Entendida así, la seguridad no puede ni debe desligarse del aparato judicial, legislativo, ejecutivo y, en definitiva, –ideológico– del Estado.

Por otro lado, la dimensión interna de la seguridad contemporánea se concibe casi exclusivamente como una reducción del riesgo a ser víctima de un delito, lo cual legitima a su vez la propia actividad del Estado para intervenir in prima ratio como garante del orden. Este despliega sus herramientas, generalmente reactivas, para hacer frente a aquellas cuestiones que son definidas como problemas sociales por los grupos de interés. Es decir, lo que se entiende hoy en día por seguridad surge de una priorización que se impone de arriba hacia abajo: el Estado hablará y actuará en su nombre si la problemática en particular atenta contra la suya propia. La seguridad así atribuida no podrá desligarse de su carácter intrínsecamente clasista, nacionalista, patriarcal y racista.

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La concepción clásica de seguridad ha tenido como estructura histórica la defensa militar y el cuerpo policial, considerando la soberanía, la integridad territorial y el orden público como bienes a proteger frente a las amenazas externas. Bajo este paradigma, el Estado debe perseguir su propia seguridad a través del incremento de su dominio político y militar. Sin embargo, esta idea de seguridad resulta extremadamente limitada porque no se corresponde a las necesidades actuales, ya que las violencias no siempre acontecen entre Estados. Además, los poderes locales y las personas unidas en acción colectiva, dibujan un panorama político disruptivo. Esta noción, aunque todavía es la imperante, es restrictiva porque desvía del foco de atención a las personas como sujetos de derechos y porque deja de lado la posibilidad de tener en cuenta otras fuentes de (in)seguridad, tanto de origen global como interno, tanto físicas como simbólicas.

Esta perspectiva estatocéntrica ya empezó a replantearse a partir de los años 60 y, desde la publicación del Informe de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 1994, se promovió la adopción de una noción más integral, el de seguridad humana. Esto supuso una novedad porque las personas y las comunidades se ubicaban en el centro de la seguridad, más que la integridad física del Estado. La seguridad humana propone una manera de pensar la seguridad desde su complejidad, abordándola desde distintas dimensiones interrelacionadas: económica, alimentaria, sanitaria, medioambiental, personal, comunitaria, política e incluso de género. Este enfoque apuesta a su vez por estrategias fundamentales como son la prevención y la resiliencia. No obstante, no es un concepto carente de críticas. Las detracciones de su uso suelen poner de manifiesto su vaguedad y falta de operatividad. Esto se debe principalmente a que cada país le otorga un significado distinto dependiendo de la propia agenda política. Al mismo tiempo, la ampliación de las fronteras de lo que puede ser asumido como amenaza, complejiza enormemente definir lo que es propio de la seguridad y diferenciarlo del campo del desarrollo humano y de los derechos humanos. Esto puede alimentar una paradoja: en nombre de la seguridad humana, se promueve un orden socioeconómico justo donde las fuerzas militares y policiales tienen el mandato de garantizarlo; de este modo, las amenazas a la seguridad son nuevamente militarizadas.

La principal dificultad es que el concepto de seguridad humana no reemplaza ni subvierte las condiciones clásicas de la seguridad, más bien las complementa. Por esta razón, es prioritario modelar un desarrollo conceptual que cuestione los pilares que sustentan el actual. Los aportes feministas responden a esta necesidad. Se debe entender que el feminismo implica una perspectiva de análisis y de acción que nos permite reajustar y proponer alternativas a las formas que encarna la masculinidad más tóxica y que están enquistadas en los operadores institucionales y, en consecuencia, en las políticas públicas.

El feminismo no solo deconstruye paradigmas limitándose a la crítica. Desde su enfoque pacifista también ha reconceptualizado históricamente palabras centrales, tales como Estado, violencia, guerra, paz y, también, seguridad. El hecho de considerar el género como un tipo particular de relación de poder ha facilitado nuevos conocimientos en cuestiones como el papel de la masculinidad en la militarización, la securitización de los espacios y las relaciones, la violencia sexual como herramienta de guerra o la necesidad de apostar por la participación de las mujeres en los procesos de mediación y construcción de paz. El punto aquí clave es que la criminología crítica y feminista ha evidenciado cómo el poder patriarcal, clasista y xenófobo y el poder coercitivo van continuamente de la mano, reafirmándose mutuamente. Dicho de otro modo, la existencia del poder punitivo y su constante amenaza como estrategia de control social son elementos centrales para comprender cómo las relaciones de poder y privilegio se imponen en la cotidianidad.

La amenaza más evidente a este giro conceptual y de abordaje que requiere la seguridad, es que la securitización y el militarismo se extienden alrededor del mundo. Se activan dispositivos de control para identificar e intervenir riesgos, adoptando medidas de emergencia para hacer frente a todo aquello considerado un peligro o enemigo de la estabilidad. Se aplican estrategias que, en un pretendido marco de excepcionalidad, vulneran derechos humanos y ambientales. Es un ejemplo de esta tendencia la política migratoria de la UE que se ha redefinido en clave de control fronterizo al considerar que las personas migrantes y refugiadas son una amenaza. También resulta un ejemplo muy representativo el hecho de que las transferencias internacionales de grandes armas hayan aumentado y que el gasto militar global haya logrado el nivel más alto -un 76% más- desde el mínimo logrado en la posguerra fría en 1998, según el último informe del SIPRI.

Las respuestas meramente reactivas y punitivas parten de una visión restrictiva de asuntos muy complejos y asumen que los retos que plantea la seguridad no tienen nada que ver con el género. Asistimos así a una nueva incongruencia: se consolida –o agrava– el cuestionamiento al statu quo patriarcal que se pretende afrontar. Una política criminal meramente punitivista reafirma la masculinidad normativa, y viceversa; esta, que se caracterizada por la dominación, la coacción, la represión, la competitividad, la fuerza, la impulsividad, la individualización, la falta de empatía y el control y neutralidad de las emociones, construye -o, más bien, destruye- una sociedad que resulta más violenta para todas. Es por ello que, entre el simplismo y el idealismo, hacen falta otro tipo de visiones que abran nuevas vías de diálogo hacia una verdadera reconceptualización de la paz y de la seguridad. Estas deben partir de los pensamientos alternativos que se construyen desde los márgenes y que apuestan por cuestionar la masculinidad como eje: el objetivo es desmilitarizar los espacios y las relaciones y acercarlas a enfoques antirepresivos. Este es un reto que tendría grandes implicaciones en la humanización del otro y, al fin y al cabo, de la vida.

Los discursos de “mano dura” se sitúan muy lejos de este desafío, pues se caracterizan por un lenguaje belicista, acciones cortoplacistas, estigmatización en base a la persecución y homogeneización de los colectivos, reformas legales regresivas, endurecimiento del código penal como respuesta, despliegue y ocupación territorial de las fuerzas de seguridad y represión violenta de la disidencia social. Esta es una tendencia global que refuerza un populismo punitivo y asienta las bases justificativas del extremismo violento. Bajo estos paradigmas, todo “conflicto” o “problemática social” se aborda mediante una visión securitizadora, masculinazada, que alimenta y, a la vez, sobrevive, gracias a la cultura de la violencia. Estos modelos se sustentan por un derecho penal del enemigo: aquella persona que no ofrece las mínimas expectativas necesarias y esenciales para la vida en sociedad, debe ser tratada por el sistema de forma diferente y apartada del ciudadano “hegemónico”, aquel que sí es capaz de cumplir con sus deberes de diligencia y de respeto a los derechos ajenos.

Encontramos ejemplos de este modelo político-criminal en la “guerra contra el narco” y la “lucha contra el terrorismo”. Estas llamadas nuevas amenazas habilitan una política de control social de “tolerancia cero” que se cuela en cada una de las rendijas de nuestra vida diaria. El problema es que esta pérdida de libertad no tiene retorno social: los índices de criminalidad y de vulneración de derechos aumentan con este modelo de gestión. Las evidencias señalan que las políticas “manoduristas” son resultado de un análisis muy parcial de los conflictos y de sus causas, y de una extralimitación del objetivo primordial de las políticas públicas. Al fin y al cabo, el punitivismo se basa en la falacia de que es la única y más eficaz forma de resolver las inseguridades que generan las violencias. Sus enfoques y narrativas se centran así en el control y en el castigo, más que en afrontar las causas estructurales y las necesidades de convivencia pacífica y desarrollo que se encuentran entre las causas profundas de los conflictos.

Es importante que desde el feminismo se apueste por un enfoque antipunitivo generalizado y que cuando se hable de seguridad se haga a partir de una ampliación y un protagonismo de su dimensión interna: poniendo en el centro los intereses y necesidades que subyacen de las posturas de las personas o comunidades directamente afectadas y apostando por una política de humanización, de abajo hacia arriba. Urge desarrollar políticas que pongan sobre la mesa el hecho de que el miedo y, por tanto, la seguridad, tiene referentes y significados de género, clase, nacionalidad y raza distintos. Si acudimos a su etimología, estaremos más cerca de acabar con la crisis del concepto y de proponer soluciones allá donde más se niegan: la palabra “seguridad” proviene del latín sine cura, esto es, sin cuidado, sin preocupación. Se pone en el centro la percepción de confianza y libertad de la persona, desde su lugar subjetivo y situado. Más que poner énfasis en la seguridad como derecho, se destacaría el término como una consecuencia en relación a unas condiciones previamente satisfechas y acumuladas. Se cumple así una paradoja: para vivir sin cuidado (despreocupada), se debe politizar el cuidado.

Las soluciones a una cuestión tan diversa como compleja, tal y como es la seguridad, necesitan ser integrales. Es preciso seguir generando diálogo desde el feminismo y defender la seguridad como una consecuencia cotidiana personal o colectiva cuando todos los otros derechos –sociales, culturales, económicos, civiles y políticos- se han garantizado. La represión debe transformarse desde los cuidados, poniendo la vida digna en el centro. En materia de seguridad, todas deberíamos retomar un rol de activas y entretejer solidaridades que nos humanicen y nos alejen de la naturalización de la violencia sobre los cuerpos, las mentes y los territorios.

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