No mires a los ojos de la gente

No mires a los ojos de la gente

"Ernesto y yo nos hemos mirado a los ojos, nos hemos reconocido y ahora no hay vuelta atrás (...) Orgullo, compañero. Le recomiendo un acompañamiento emocional, le derivo al centro LGBTI de Barcelona, a diferentes asociaciones, le facilito llegar hasta otras orillas amables. Encontrar alianzas, afecto y comunidad es básico para reconstruirnos", escribe la autora.

Texto: Txus García
Ilustración Sonia Lazo.

Ilustración Sonia Lazo.

Id, canciones mías, al solitario y al insatisfecho,
id también al desquiciado, al esclavo de las convenciones,
llevadles mi desprecio hacia sus opresores.
(…)
Salid y desafiad la opinión,
Id contra este cautiverio vegetal de la sangre.
Id contra todas las clases de manos muertas.

Ezra Pound

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Estoy buscando un nuevo empleo más acorde a mis deseos y que alegre mi magra cuenta corriente. Pero mientras no asoman oportunidades, mi encargo consiste en impartir talleres y brindar herramientas para la inserción sociolaboral desde la dinamización comunitaria y las TIC. Suena bien, pero el día a día es complejo, trabajo sola, y mis medios son limitados. Tengo que tirar de mi buena voluntad y hasta aquí puedo leer, que me juego el parné. Escamoteo rigideces con cierta habilidad, y me centro en cubrir las demandas que se me plantean, que tienen mucho que ver con la llamada segunda brecha digital: es relativamente sencillo disponer de acceso a las tecnologías, pero sigue siendo un privilegio su uso de manera resuelta debido a la ausencia de habilidades y competencias en el desempeño por cuestiones de edad, clase o género. Para la mayoría de nosotras es muy fácil movernos entre múltiples y obligadas gestiones online, pero la realidad de miles de personas es un absoluto desconocimiento, lo que causa frustración, desamparo y cronificación de la precariedad. Cada día observo cómo instituciones relacionadas con los servicios sociales imponen cursos vacuos que generan una impotente dependencia y dilatan el momento de incorporarse al mundo laboral. Exceso de contenidos teóricos y nula adaptación a las situaciones concretas. La experiencia, pues, me urge a priorizar una acogida personalizada y sin empaques institucionales. En momentos difíciles todas necesitamos escucha activa y orientación para restaurar la confianza en nuestras potencialidades, recolocar expectativas y tener herramientas reales de lucha en esta maldita selva profesional y vital en la que imperan machetes y machotes. Como yo he estado ahí, esa es mi fortaleza y mi currículum oculto, así que cada día antepongo el contacto humano a la programación. Aparco conocimientos, ordenador y currícula para tender la mano, dar espacio y, la mayoría de las veces, simplemente acompañar. Como escribía Fito Páez: “Quién dijo que todo está perdido? / Yo vengo a ofrecer mi corazón.”

Pero esta mañana he sentido un auténtico crujido dentro del pecho. Ha llegado a mí una persona, derivada de otro servicio, para aprender a manejarse con el correo electrónico, el procesador de textos y las bolsas de empleo online. Ernesto tiene mi edad. Es un hombre atractivo, de aspecto juvenil y con una mirada sorprendentemente tierna. La entrevista inicial empieza como siempre, le pregunto qué conocimientos tiene, qué ocupación busca y si, aparte del tema informático, necesita alguna información más. Me cuenta que es usuario básico con el móvil, que es cubano y que hace dos años que está en Barcelona. Es enfermero, pero no puede ejercer porque el reconocimiento de su titulación en España tiene un coste económico muy elevado. Que vive con su hermano y su cuñada, pero debe hacer uso de los comedores sociales mientras rasca algunos trabajos miserables. Se siente desubicado, y le cuesta mucho adaptarse a un entorno cultural que no acaba de comprender; crear lazos es difícil cuando sientes que no tienes nada que ofrecer salvo la derrota y la miseria. El perfil es el habitual en personas que buscamos una vida mejor lejos de casa, pero hay algo en su modo de moverse, mirarme y hablar, que me emplaza a intentar que se comparta más. Subyace una historia que no cuenta a las trabajadoras sociales, en el centro de salud o a las personas que va conociendo en su cotidianidad. Atesora una narración oculta que ni siquiera su familia quiere escuchar. Pero a mí me resulta fácil hablar con él, y casi sin reparar en ello, nuestras energías conectan. Le puedo leer más adentro y se abre, repentinamente, como una flor rara. Siento su dolor y el desamparo que le escapa de las pestañas, húmedas cuando le miro a los ojos. Le pregunto por qué hace tan poco que está aquí, me extraña que a su edad haya decidido vivir este cambio. Y entonces su voz deviene sombra: “Me he escapado de Cuba, aquí puedo empezar una vida en libertad”. Con un gesto suave le invito a que siga, y se abandona. Él y yo sabíamos que pasaría esto desde que ha entrado por la puerta.

Ernesto es un refugiado LGBT. Soy lesbiana, le digo, no hay nada que temer y sí mucho que compartir. Y entonces se produce el milagro y nos reconocemos como parte de una comunidad. Somos hermanos, porque el sufrimiento, el rechazo y el estigma hermana como no lo hace la sangre. Conocemos diferentes versiones de opresión hacia lo que somos, y eso nos hace semejantes, a pesar de los abismos, a pesar de mis privilegios. Su mirada se empaña de nuevo. Me cuenta su angustia desde niño, cuando le pillaron muy amigo de otro compañerito y le humillaron hasta que renegó de sí mismo. Maricón, faronalla, desaguacatado, pájaro, cherna, yegua, bajito de sal, pato. Hijo de militar, era un crimen terrible. Me explica que siendo joven, también se amigó con un milico y que, cuando se enteraron los oficiales, le obligaron a declarar delante un improvisado tribunal militar que era marica, y firmar un documento que decía que no se relacionaría nunca más con su amigo, que debía proteger su prometedora carrera. Me explica que ha cuidado de su madre enferma, de su abuelito hasta cerrarle los ojos, de su padre. Que lo ha tenido que hacer en silencio y escondido en la casa familiar. Que a pesar de verter tanto amor y cuidados, su propia familia le niega y le aparta, le dejó sin hogar. Que ha recibido insultos, vejaciones y golpizas y no ha sabido defenderse. Le han alimentado un autoodio que no le deja vivir sin la costra de la vergüenza ni siquiera ahora, que se supone que está a salvo. No parezco gay, no tengo pluma, me lo dicen, siempre he sido muy hombre. Recuerdo entonces los versos de Pedro Lemebel en su manifiesto, y le recito, acunándole: “Mi hombría fue morderme las burlas / Comer rabia para no matar a todo el mundo / Mi hombría es aceptarme diferente / Ser cobarde es mucho más duro / Yo no pongo la otra mejilla / Pongo el culo compañero / Y ésa es mi venganza”. Y entonces le acojo con dulzura en este espacio de homofobia interiorizada a cachetadas, entro en su armario con mis plumas y hacemos nido. Me siento a su lado para jugar una partida a corazón abierto: sostengo su miedo, su rabia, su dolor, y él intenta no dañarse con mis privilegios, que con torpeza y cariño espero que sirvan para algo.

Mi cerebro rescata ahora una canción de Golpes Bajos: “No mires a los ojos de la gente / Me dan miedo, siempre mienten / No salgas a la calle cuando hay gente / ¿Y si no vuelves? ¿Y si te pierdes? / Escóndete en el cuarto de los huéspedes / Solos a oscuras, no pueden verte / Seguro que en la calle anda la gente / Alguien te busca, alguien lo siente”. Pero Ernesto y yo nos hemos mirado a los ojos, nos hemos reconocido y ahora no hay vuelta atrás. Le intento transmitir serenidad, confianza, recordarle que su poder está en su voluntad de crear felicidad para sí mismo desde lo que es en esencia. Que amarse tras tanta fractura es difícil pero posible. Orgullo, compañero. Le recomiendo un acompañamiento emocional, le derivo al centro LGBTI de Barcelona, a diferentes asociaciones, le facilito llegar hasta otras orillas amables. Encontrar alianzas, afecto y comunidad es básico para reconstruirnos.

En nuestra conversación no hay términos académicos, ni asistencialismo, él es Ernesto y yo soy Txus (ha ido todo tan rápido que ni le había dicho mi nombre). De repente este frío espacio de trabajo se convierte en cámara secreta, en búnker, en refugio para ambos. Porque los dos compartimos, desde diferentes espacios, este miedo terrible de mirar a los ojos de la gente y sentir su desprecio, su risa, su asco, su terror a la diversidad. Escóndete, que no se te note, que nadie sepa, no ridiculices a tu familia, no les pongas en evidencia, no te signifiques, no muestres tu cuerpo, tu amaneramiento. Y eso que él era el más revolucionario de la revolución, el más marcial de todos los potros de su quinta. Siempre arrastrando ese sucio secreto: deseo hacia otros machos, latiendo su sexo a oscuras. “Me gustan los hombres y jamás voy a ser suficiente para la revolución”, gime Ernesto. Ahora releo las declaraciones de Castro cuando vociferaba que “una desviación de esa naturaleza choca con el concepto que tenemos de lo que debe ser un militante comunista”. Además, también consideraba que debido a nuestra “patología”, debemos ser apartados de los niños y los jóvenes, “para que no pudiesen corromperlos.” Y el acoso sigue, a pesar de pequeños amagos de pinkwashing.

Él se emociona, me agradece con palabras enormes este encuentro. No quiero reproducir aquí lo que me dice porque siento mucho pudor. No soy tan maravillosa como me ha visto, sólo he sido carne atravesada por emociones compartidas, en vez de una simple curranta cumpliendo con unas funciones asignadas. Nos hemos mirado a los ojos, sin miedo ni mentiras. Hemos salido de nuestro escondite, de la oscuridad del cuarto de los huéspedes. Para despedirle, le canto en silencio el resto de la canción: “Quédate a mi lado / No te marches más”. Le cito en unos días, yo me encargaré del tema informático, claro. Y le derivaré a tantos servicios como precise, le acogeré e intentaré ser un puente hacia la autonomía que ya ha empezado a trabajarse. Y blablablalascosasdemitrabajo hasta que me abraza fuerte, llorando como un niño. Se despide, avergonzado de su desnudez: “Desde que estoy aquí es la primera vez que me tratan tan dulce”. Yo cierro la puerta, apago las luces, los ordenadores, los párpados. Necesito entrar dentro de mí para seguir abrazando a Ernesto, a tantos Ernestos, Amalias, Claras, Juanas, Migueles. Abrazarme a mí. Llorarnos a todxs. Después, seguiré levantando el puño, la pluma, la tecla, la voz. Tenemos mucho trabajo todavía.

 

 


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