La esquina que evitamos

La esquina que evitamos

A Mar Gallego le gusta caminar por su pueblo, pero se le hace muy difícil no tener encontronazos constantes con sujetos con quienes ha tenido alguna relación violenta. ¿Cómo de efectiva es una orden de alejamiento cuando los espacios son tan pequeños?, se pregunta.

Texto: Mar Gallego
Imagen: Núria Frago
20/11/2019

Dibujo de Núria Frago para ilustrar un espacio pequeño y hablar son la orden de alejamiento.

 

Todos los días hago un largo recorrido a pie por mi pueblo. Me viene tan bien hacerlo, que he convertido esta caminata en un acto sagrado y en mi momento del día. Me gusta la sensación de libertad y avance que experimento al andar: cómo fluye el pensamiento con cada paso, cómo se limpia y se depura. Caminar es uno de los actos cotidianos que más nos permiten ser sabedoras del espacio que nos rodea y de nuestra forma de habitarlo.

Para poder llevar a cabo estas caminatas, diseñé de manera totalmente inconsciente una ruta personalizada con el objetivo de evitar incluir en el trazado ciertos rincones y calles que simbolizan violencia en mi historia familiar y personal.

Los pueblos, como las ciudades, tienen sus dinámicas plurales y diversas. Las violencias de género son estructurales en todos los espacios. Sin embargo, las formas de vivenciarlas resultan muy distintas en cada uno de ellos. En los pueblos se hace muy difícil, por ejemplo, no tener encontronazos constantes con sujetos con quienes hemos tenido alguna relación violenta. Es casi imposible no encontrarlos en un evento local o en las pocas calles que el municipio considera “centro”. La cercanía siempre es aquí una probabilidad que puede resultar angustiosa.

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Cuando los agresores forman parte de tu historia familiar, los recorridos se heredan también. Empiezas entonces a entender por qué tu madre nunca te llevó de la mano por aquella zona. Por qué jamás volvió a entrar a aquella tienda. Por qué hay barrios prohibidos. Por qué tú misma has interiorizado rodeos enormes y automáticos a la hora de dirigirte hacia un punto del pueblo. No te das cuenta hasta que alguien te dice: “¿Y por qué no acortamos por aquí?”. Tu cuerpo empieza entonces a rumiar sensaciones desagradables. No sabes por qué pero aquel camino se te hace muy largo: sudas, te encojes, lo pasas mal…

No me fijé en esto hasta hace muy poco cuando caí en la cuenta de que había una parte del pueblo que era totalmente ajena para mí, a pesar de que me permitía acortar un camino que usaba semanalmente. Miraba siempre de lejos aquella zona como si estuviera mirando a Mordor. Aquella calle, totalmente céntrica, en mi imaginario no lo era. Había dejado de pertenecerme. Yo era una intrusa allí. Supe que estaba respetando, con mi gesto, el espacio vital del agresor. Reconocía aquella zona como “su zona”.

Dicen que en el pueblo somos menos anónimas pero últimamente me pregunto quiénes. Como en todo, las dinámicas del reconocimiento tienen también su nota diferenciadora de género. De hecho, los agresores disfrutan aquí de un eterno anonimato.

Hoy, por ejemplo, volví a evitar en mi recorrido la calle donde uno de estos agresores vive después de años y años evitando la calle donde solía vivir. No sirvió. Al pasear hoy por el centro, allí estaba. No es tan mayor, pero sabe que aparentarlo y abrazar la vejez le da un aspecto vulnerable que le sirve. La misma vulnerabilidad que sabe que despierta cuando enferma o se hace el enfermo o incluso la víctima. He visto a tantos agresores exagerar sus dolencias… Siendo cuidados por las propias mujeres a las que le han hecho la vida imposible…

Después de identificarle, lo miro de lejos y veo cómo interactúa con otra vecina que, por supuesto, se muestra amable. Se encorva ante ella y me resulta curioso cómo a los hombres les beneficia todo: la masculinidad hegemónica y esa potencia cuando no son tan mayores. La apariencia de debilidad cuando lo son. Están bendecidos por el respeto social y por cierto halo de autoridad que muta en cada nueva circunstancia.

Toparme con hombres con quienes me une una historia de violencia –más de uno en mi historia familiar- me vuelve a recordar toda la historia violenta en mi entorno. Cuando el encuentro ha sido frontal con alguno de ellos, los miro fijamente a los ojos para que sepan que hay alguien, en el pueblo, que sabe quiénes son y lo que han hecho. A veces me ven de lejos y se esconden en la primera casapuerta que encuentran. Que el miedo cambie de bando resulta grato. Puede suponer incluso el único alivio simbólico en estos casos.

Al agresor nunca lo vemos al completo. Tampoco en los pueblos se quiere. Se piensa, quizás, que hay muy poco espacio para tanta verdad. Que puede que no convivamos tan bien. Que, bueno, también ese vecino se lo encontrará por la calle. Es mejor no saber para poder saludarlo a gusto. Se piensa, quizás, que hay que hacer sacrificios para mantener el orden. Sacrificios que, por supuesto, suelen hacer siempre las víctimas. A veces tus propios familiares eluden el tema para no quedar mal con el agresor. Otras les hacen incluso favores. Que no cese el buen rollo… El “sujeto vecino” también se impone con fuerza en nuestro imaginario. Tiene mucho más peso e importancia que él que nosotras, como vecinas, tenemos.

Cuando me pregunto a mí misma “¿qué espero?” definitivamente no quiero que los pongan a los machistas en medio de una plaza y los señalen con el dedo. Lo que de verdad me gustaría es que quienes ejercen violencia de género experimenten el relato de la verdad a enteras porque las partes que los pueblos no quieren ver en ellos son las partes que se nos niega a las mujeres.

Pido que esos capítulos de violencia no sean negados de manera sistemática por los pueblos. Que la cercanía espacial y la camaradería con los agresores no sea una circunstancia más que niegue el dolor de las víctimas. Evitar abordar esa cuestión, no tener conversaciones con ese vecino para manifestarle en el bar o donde sea que no apruebas lo que ha hecho, hace que nosotras también evitemos esos rincones que no nos reconocen. Esa acción de eludir de manera constante genera los recorridos que las víctimas nos vemos obligadas a anular, las partes de los pueblos que desaparecen, una y otra vez, para nosotras.

Para ser buena conciudadana o incluso buena persona, la masculinidad hegemónica sólo tiene que saludar al pasar. Con nosotras no ocurre lo mismo. Lo que, como buenas vecinas, se nos exige es que seamos ejemplares guardando silencio. Que no seamos cotillas, marujas, cotorras, maris, entrometías… Todos ellos son los nombres que recibimos en los pueblos las mujeres que hablamos o que tomamos la palabra en los espacios públicos. Castigadas por alterar el orden que nuestro silencio garantizaría.

Se no pide, en definitiva, que sigamos dejando que quienes ostentan la masculinidad hegemónica sigan siendo buenas personas en un entorno donde ser buena persona es muy importante. Que sigamos garantizando vuestro anonimato a costa de nuestra verdad. Y que sigamos evitando esas esquinas que los agresores tienen para saludar a sus vecinos.

Reconocer cómo de diferentes son las dinámicas de violencias según los espacios que ocupamos resulta indispensable e ineludible a estas alturas. Abordar la diversidad de circunstancias que nos envuelven y dejar de creer que ser víctima de violencia de género implica vivir las mismas dinámicas simplemente porque se trata de una violencia que tiene una misma raíz. Cómo afecta ese pacto invisible entre hombres, por ejemplo, cuando se le añade el pacto de buenos vecinos. Cómo vive una mujer que ha sufrido esta violencia la cercanía del agresor con otros miembros de su familia por este pacto vecinal. ¿Cómo de efectiva es una orden de alejamiento cuando los espacios son tan pequeños? ¿Quiénes acaban viviendo en una cárcel y huyendo a espacios donde el encuentro no sea probable?

Se llama sexilio a todas aquellas migraciones que se producen de los pueblos a las ciudades por discriminaciones causadas por orientación sexual o identidad de género. ¿Qué nombres reciben los exilios por violencia de género? ¿Qué ganamos silenciando las particularidades en torno a las violencias? ¿Estamos construyendo nuevas dinámicas violentas al insistir en una única vivencia como víctimas? ¿Qué ocurre con todo aquello a lo que no damos nombre? ¿Negamos a los pueblos su necesidad de resignificarse y de construir estrategias? ¿Estamos asumiendo que los pueblos no merecen ser explicados porque, por estructura y definición, son más cerrados y más machistas? ¿Estamos asumiendo que el hito fundacional del machismo es un hombre de pueblo? ¿Hemos naturalizado el machismo en los pueblos? ¿Hemos asumido que no tienen los pueblos remedio o es éste un pensamiento urbanocentrista?

 

 

 

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