Con un ojo en el cielo y otro en la tierra: astronomía campesina y Henrietta Leavitt

Con un ojo en el cielo y otro en la tierra: astronomía campesina y Henrietta Leavitt

Como muchas mujeres agricultoras, Henrietta Leavitt pasó gran parte de su tiempo mirando al cielo. En la Universidad de Harvard le pidieron la ingente tarea de contar y catalogar estrellas, pero ella fue más allá y descubrió las cefeidas, toda una revolución para la astronomía de la época ya que desplazó la Tierra a un humilde lugar de la Vía Láctea.

Vane Calero Blanco

Una mujer sentada escribiendo

Henrietta Leavitt. / Foto: Wikipedia Commons

Nadia mira al cielo: hay algunas nubes y, aunque el sol se intuye de forma tímida, se prevé que algo de lluvia caerá. Puede que mañana sea buen día para la siembra. Consulta las previsiones meteorológicas, confirmando así su intuición y su saber aprendido en estos años. Un saber heredado de sus ancestras y acumulado por años y años de trabajar la tierra.

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Nadia es baserritarra (campesina en euskera), en la zona de Zeberio (Bizkaia), y para su trabajo mirar al cielo es fundamental. Me cuenta que, con la climatología de esta zona, la cantidad de lluvias condiciona mucho lo que puedes hacer y lo que no. Así que mira al cielo para conocer ver si se avecinan lluvias, pero sobre todo, mira a la tierra para ver si está bien para ser trabajada.

Aunque no sólo desde la climatología nos habla el cielo. Al levantar la vista, Nadia también tiene en cuenta que cada tarea para cada especie y variedad se realiza en una época del año o en una orientación solar concreta, las cuales requiere comprender. Las fases de la luna también son fundamentales, ella las sigue principalmente para las podas de los árboles frutales. Según me explica, estas se suelen hacer en luna menguante, en invierno, porque es cuando la actividad del árbol está más detenida y la savia está en las raíces. Así el árbol sufre menos al ser podado. Para ello, consulta las fechas de luna menguante entre los meses de enero y marzo, cuando el árbol está sin hojas y en reposo.

La astronomía cultural y los saberes baserritarras

El ser humano ha mirado a los cielos desde el inicio de los tiempos, tratando de comprenderlo y ordenarlo, al percatarse de la relación entre el movimiento de los astros y el discurrir del tiempo y su vida cotidiana. Aunque en las sociedades occidentales actuales el cielo y sus movimientos cíclicos ya no son vitales para la vida de las persona, sí lo eran en las sociedades antiguas, donde el ciclo vegetativo tenía una importancia central. Y es que de ello dependía su subsistencia: cuándo debían sembrar y en qué momento recolectar el fruto de casi un año de trabajos y cuidados.

El ciclo vegetativo, de prácticamente todos los seres vivos, está regido por las estaciones. Éstas, a su vez, se determinan por los movimientos cíclicos de los astros. Conocer los cielos, el devenir de los astros y su transcurrir, permitió la creación de los calendarios, los sistemas de regulación del tiempo, fundamentales para la organización de las sociedades. Así, no cuesta imaginar la importancia que los cielos y lo que ocurría en ellos podían llegar a tener en las antiguas culturas.

La cosecha era uno de los principales elementos que regía multitud de sociedades, de ahí, no es de extrañar que a ella se vinculasen diversas festividades y celebraciones. Es interesante pararse a analizar cómo cada pueblo ordena e interpreta el cielo, todo un ritual que revela las diversas cosmovisiones existentes, aunque desde la ciencia legitimada sólo se consideren “válidas” unas concretas.

Henrietta Swan Leavitt y su método para medir el universo

Henrietta Swan Leavitt (1868-1921) también pasó gran parte de su tiempo mirando al cielo. Poco se conoce de la vida de esta mujer nacida en 1864 en un pueblo de Massachusetts (Estados Unidos), algo más de sus logros científicos (gracias a investigaciones posteriores con perspectiva de género, ya que muy pocas publicaciones científicas tienen su firma como primera autora). Como tantas otras científicas, en vida no obtuvo el reconocimiento que merecía, ni siquiera pudo leer la carta que cuatro años después de su muerte, sin saber que había muerto, le envió el matemático sueco Gösta Mittag-Leffler para nominarla a los premios Nobel.

Tras graduarse en la Universidad de Radcliffe, en la década de 1890 llega al Observatorio de Harvard. Allí, junto con un grupo de mujeres (conocidas como las computadoras de Harvard o calculadoras de estrellas), le encomendaron la ingente tarea de contar y catalogar estrellas de las placas cristalográficas que se obtenían de los dos telescopios del observatorio: uno situado en Estados Unidos, en la misma Universidad de Harvard, y otro en el hemisferio Sur, concretamente en Arequipa, Perú.

Debía anotar los datos de cada estrella, incluyendo su tamaño (relacionado con el brillo) y compararlos con los obtenidos del mismo sector espacial pero en diferentes momentos del año. Y en esta labor se encontraba, catalogando una placa cristalográfica de la Pequeña Nube de Magallanes que venía del observatorio de Arequipa, cuando descubrió la presencia de estrellas variables, estrellas que varían su luminosidad en un lapso de tiempo concreto.

Varias mujeres trabajando en una sala, en los primeros años del siglo XX

Las calculadoras de estrellas de Harvard. / Foto: Harvard College Observatory

En los siguientes años, se dedicó con ahínco al análisis de estrellas variables y publicó los resultados de sus observaciones en 1908 en un artículo (eso sí, firmado por Edward Pickering, el director del observatorio) titulado Las 1777 variables de las Nubes de Magallanes en los Anales del Observatorio de Harvard. En ese trabajo dedicó un apartado especial a 16 de esas estrellas, catalogadas como cefeidas, un tipo de estrellas variables cuya variación de luminosidad es constante en el tiempo. Es decir, las cefeidas son estrellas que modifican su brillo según un periodo de pulsación constante, periodo que Leavitt determinó de manera absolutamente precisa, estableciendo de esa manera conclusiones científicas a través de sus observaciones y mediciones de años, saliéndose así del papel de mera “computadora” que se le había asignado. Ella misma comentaba, entre sus tablas de cálculos que adjuntaba en el trabajo anteriormente mencionado: “Es destacable que, en esta tabla, las estrellas más brillantes tienen los períodos más largos”, frase que delata una enorme intuición y que, de hecho, terminaría revolucionando totalmente la ciencia astronómica.

Pero ese trabajo no quedó ahí. En 1912 se publicó el Informe sobre los periodos de 25 variables de la Pequeña Nube de Magallanes, de nuevo firmado por Pickering, en el que la única mención a Leavitt era la siguiente frase: “Este trabajo ha sido preparado por Miss Leavitt”. El artículo terminaba concluyendo que las cefeidas que tenían el mismo período de pulsación tenían, también, la misma luminosidad. Y con esta sencilla correlación entre periodo de pulsación y luminosidad establecía la gran regla que permitía poder comenzar a medir el universo: comparar la luminosidad calculada mediante esta regla con su brillo aparente en el cielo.

Hay que recordar que en aquel momento el concepto de “galaxia” era desconocido y se pensaba que nada había más allá de la Vía Láctea. De ahí que el descubrimiento de Henrietta Leavitt supusiera toda una revolución para la astronomía de la época, desplazando definitivamente la Tierra a un humilde lugar de la Vía Láctea. Ello sirvió para que, años después, Edwin Hubble pudiera afirmar que el universo estaba formado por millones de galaxias como la nuestra, una más entre tantas.

Sólo les pedían contar, pero…

El Observatorio de Harvard, con Edward Pickering a su cabeza, quiso hacer un trabajo colosal, catalogar todas las estrellas del firmamento, pero una vez embarcados en la labor se dieron cuenta de la magnitud de tal tarea. Así surgió la idea de contratar a mujeres (quienes hasta el momento tenían vedado el acceso a las instalaciones universitarias) para anotar y examinar cada una de las estrellas de las placas que iban amontonándose en las mesas de Pickering y sus ayudantes (hasta el momento todos varones). A este grupo de mujeres (conocido peyorativamente como el “harén de Pickering”) se les contrató a cambio del salario mínimo (en aquellos momentos 25 centavos por hora, algo muy por debajo de lo que cobraban sus compañeros varones) para hacer un trabajo rutinario, mecánico, en el que la creatividad, el descubrimiento o disfrute, en definitiva, el hacer ciencia, quedaban teóricamente fuera. Pero este hacer ciencia está implícito en nuestro hacer, con independencia del sexo que se nos asigne al nacer, y esto queda claramente demostrado con el trabajo de Henrietta Leavitt. Sólo le pedían contar, pero encontró relaciones. Y desde luego que no fue la única, nombres e historias de vida como las de Cecilia Payne, Antonia Maury, Williamina Fleming o Annie Jump Cannon nos lo dejan claro.

La observación, la recopilación o la sistematización de datos son tareas fundamentales sin las cuales pocos avances científicos se habrían logrado. Sin embargo, son tareas con poco reconocimiento social, al tiempo que (no por casualidad) son tareas que tradicionalmente se han asignado a las mujeres. Por eso no es de extrañar la cantidad de mujeres que hubo en sus inicios en disciplinas como la botánica, la informática o la misma astronomía, como el ejemplo de nuestras calculadoras de estrellas.

Estas tareas también son fundamentales en el día a día de Nadia y tantas otras mujeres baserritarras. Para trabajar la huerta necesitas observar (como nos decía ella, el cielo pero sobre todo la tierra), plantearte hipótesis, experimentar, analizar los resultados (de tu cosecha, de las semillas que obtienes,…), para así obtener conclusiones replicables. En definitiva, necesitas aplicar el método científico. Pero también necesitas cualidades como la intuición, la constancia, la visión global o el hacer colectivo, cualidades, de nuevo, asociadas a lo considerado femenino y, por tanto, poco valoradas en todo aquello que rodea a la ciencia, y que sin embargo son imprescindibles para su buen hacer. Al menos una ciencia que tenga en cuenta las distintas miradas, la experiencia de vida, el bien común.

Las astrónomas de Harvard tuvieron su particular habitación propia, que diría Virginia Woolf. Tuvieron acceso al espacio universitario así como al instrumental científico necesario para leer los cielos, y además de forma grupal (trabajaban todas juntas en una sala destinada a ellas). Se les relegó a un trabajo meramente mecánico, tenían que leer el cielo para que los astrónomos pudieran descifrarlo, pero se saltaron el guión y les adelantaron.

El trabajo de Nadia (como ejemplo del de tantas y tantas mujeres agricultoras) supone poner en acción el saber acumulado por años de experiencia comunitaria, fundamental para la sostenibilidad de la vida, la nuestra y la del planeta. Un saber con mucha ciencia implícita en su hacer que es preciso resignificar.

Tanto las pioneras de la astronomía del pasado como las campesinas del presente merecen nuestro reconocimiento y valoración. Gracias a sus saberes podremos avanzar hacia una ciencia que ponga la vida en el centro.

 

 


BIBLIOGRAFÍA
– Antequera, Luz; Aparicio, Antonio; Belmonte, Juan A.; Belmonte; José Ricardo; Estéban, César; Hoskin, Michael; Rebullida, Amador (2000). Arqueoastronomía hispana. Equipo Sirius, S.A. Madrid, 2ª edición
– Bernardo, Ángela (2014). Henrietta Leavitt, la astrónoma calculadora que contaba estrellas. Blogthinkbig.com
– Delgado, Miguel A. (2016). Las calculadoras de estrellas. Editorial Planeta, S.A. Barcelona
– Delgado, Miguel A. (2015). La desconocida que reveló el Universo. Blog Mujeres con ciencia.
– Johnson, George (2009). Antes de Hubble Miss Leavitt. Antoni Bosch, editor. Barcelona
– Villanueva, Juan Pablo. Visitando a los antiguos “astrónomos” peruanos. Network for astronomy school education, CSIC.
– Sorkin (2018). ‘La ciencia que se esconde en los saberes de las mujeres‘. Guía didáctica.

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