El marero y yo

El marero y yo

Publicamos el epílogo del libro 'Buscamos refugio. Nuestra guerra son las maras', de CEAR Madrid, elaborado por la periodista Patricia Simón.

08/05/2019

Marfizmart

 

Ilustración de CEAR Madrid para el libro ‘Buscamos refugio. Nuestra guerra son las maras’.

El marero y yo

Ahondar en la memoria puede ser el sendero más inquietante, ahora lo veo. Hay palabras que no me atrevo a pronunciar por miedo a que revivan esos días y me obliguen a tener que volver a encauzar mis emociones. Lo más valioso que tengo ahora es mi paz y no quiero perderla. Quizá un día consiga que los recuerdos no me aterren, como he logrado que perdonar, olvidar, superar, controlar vuelvan a ser palabras en las que creo.

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Hace poco, de madrugada, un ruido en la calle, aquí en Madrid, me transportó a aquella tarde de abril en El Salvador.

Eran alrededor de las tres de la tarde, había ido a la tienda a comprar una bebida, estaban dos chicos hablando con la señora que atendía. Me dejaron paso para que entrase cuando, a unos cinco metros de nosotros, vi a dos hombres vestidos de negro. Me alerté demasiado tarde. La certeza de que iban a asaltarnos me invadió cuando uno de ellos ya estaba a un metro de mí. Sacó un revólver y, sin pensarlo, disparó al joven que estaba a mi lado. Descargó las seis balas en su cabeza y después hirió al otro. Recuerdo haberme lanzado a correr mientras escuchaba el cuarto disparo, esperando el mío por la espalda. Todo ocurrió tan rápido. La gente gritaba, me senté en el piso mientras esperaba el ardor que me habían contado que se siente tras haber sido alcanzada por un proyectil. Las voces se escuchaban tan ajenas en ese momento, tanto como ahora que lo estoy reviviendo. Cuando mi pareja y su hermano me encontraron no sabían por qué estaba en shock, desconocían que acaba de ver trozos de cráneo volando por el aire. Cuando por fin volví en mí y me percaté de que estaba bien, que me habían llevado a casa, abracé a mi novia y al niño y caminé hacía la calle. Debía constatarlo, debía enseñarle a mi psique que había sido real y que el peligro había pasado. No era el primer cadáver que veía, pero era la segunda vez que la muerte me saludaba tan de cerca que parecía que quisiera reírse de mí. Las demás se había quedado a un par de metros, como respetando las distancias: hay una gran diferencia entre ver la muerte a diez metros y a uno.

No era el muerto lo que me asustaba, era la rabia de verme envuelta en una situación que no había buscado; la impotencia de no poder decir nada a los que se suponía que debían hacer justicia. Cuando llegó la Policía, llamaron a nuestra puerta. Les dijimos que acabábamos de llegar, que no habíamos visto nada. En ese mundo, no estar, la ausencia, es la única forma de salvarte; y si alguna vez se te olvida, para eso está ahí el miedo, un miedo que, mezclado con el dolor, hicieron una fiesta en mi interior. La resaca de ese festín sigue dentro de mí hasta hoy.

Intento respirar profundo, ese hombre me salvó la vida, ¿qué pude haber hecho para que no le matasen? Mis compañeros de la mara creerán que lo vendí. Me siento perdido, estoy herido y sé que no puedo correr por ayuda así sin más. Quisiera que mi jefecita estuviera viva, mi abuela querida; no soy lo que esperó de mí, mi amá. No soy el abogado que soñó, pero dígame: ¿Qué le hizo creer que yo podría? Cuando usted murió, la que se dice ser mi madre no hizo nada de lo que usted le enseñó: tantos hombres, tantos tragos, el humo del cigarrillo que me despertó el interés porque se veía tan bien. Pero no me dijo lo que vendría después. Y si el ‘homeboy’, el líder de mi pandilla, no me salva, ¿dónde estaría yo ahora, amá? Aquí he tenido gloria y poder, me he hecho respetar; qué bueno que usted no vio cómo pasó, jefecita. Arde, quizá me estoy muriendo esta vez. No como aquel día que me tocaba morir. El día que fui salvado por mi familia, la clica, la pandilla Keysa.

«Decime, ¿qué hiciste con el dinero? No me digas que lo perdiste, qué desgracia haberte tenido. Y todavía me jodés más la vida, todavía me perdés dinero, estúpido. No sos más que un inútil, ¡ándate! ¡Ándate y no regreses hasta que encontrés el dinero!». Sus patadas en mis piernas, sus gritos, me duele la cabeza, tengo hambre, veo a muchos niños con sus madres sonriendo. ¿Qué sentirán? ¿Por qué ellos sí y yo no? ¿Por qué yo tengo que aguantar hambre y golpes y otros no? Más me vale regresar. Quizá, si espero que duerma, pueda entrar a casa a escondidas.

¿Qué diría Doña Marta si le agarro un pastel? No me lo va a querer regalar, mi madre le debe mucho, pero no aguanto más, quizá alcance a correr lo suficiente.
– Doña Marta, ¡después se lo pago!
– ¡Ya vas a ver, bicho mañoso!

Corro y corro. Un callejón, más vale que los de la MS-13 anden ocupados porque si me agarran pensarán mal, eso dice mi primo. Quisiera ser como él, todos le temen, mi tía jamás le pega porque también le tiene miedo. Cuando crezca quiero que me enseñe, ojalá supiera quién le entrenó para conseguir darse duro y ganar siempre. Apenas tengo nueve años, me faltan ocho para los quince; uno, dos, tres, cinco, seis, ocho, ¡así no es! No me acuerdo, no debí dejar la escuela. «Ey, ¡vos, bicho cerote!». Joder, corro y corro y me falta el aire, no se cansan, esa señora los mandó. «Que te pares ahí, sólo queremos que nos digas porque andás robando». Bueno, si les explico que no he comido desde ayer, quizás me perdonen: «Calavera, tenía hambre», «¡Ya no, por favor!». Sus golpes duelen más que los de mamá. «¡A mi suegra nadie le roba, pendejo!». Escucho pasos corriendo, ellos ya no están golpeándome, pero no puedo moverme. «Ven, tienes que salir de aquí, niño. Va a correr sangre, vete si no quieres morir». No sé quién es, no puedo verlo, me duele el rostro, me duele todo.

Desperté en un cuarto, ya de noche. «Cálmate, ya te vas a mover», me dijo el ‘homeboy’. Te vamos a tener aquí. La Yolanda ya sabe que estás con nosotros, pero no le importó. Así que con esa vieja no te vas a volver. ¡Comé!».

Esa noche empecé a tener una familia, una familia por la que lo haría todo, mucho más de lo que ya he hecho.

 

* * *

 

Epílogo

Marfizmart es el nombre artístico de una joven escritora salvadoreña que llegó a España hace un par de años tras ser amenazada de muerte por las maras. En este texto describe una de las experiencias que más le han marcado para, a continuación, ponerse en la piel de otro de sus protagonistas: uno de los mareros responsables de que lo haya perdido todo. Todo, salvo su memoria, su talento para escribir y sus ganas de salir adelante.

Con este generoso ejercicio de empatía que nos regala Marfizmart cerramos este libro con el que queríamos invitarle a entender por qué las personas centroamericanas que llegan a España se ven forzadas a abandonar sus países. El escritor José Luis Sampedro solía decir: “Nunca me interesó juzgar, sólo quiero comprender”. Con ese espíritu hemos escrito este volumen en el que queríamos recoger la complejidad del fenómeno de las maras como quien construye un caleidoscopio: con testimonios que conversasen entre sí, enriqueciendo con varias miradas una misma vivencia o parecidas; con datos que explicasen un contexto tan convulso como extrapolable a otros territorios; y entrevistas a profesionales del Derecho y la Psicología que nos diesen claves a la ciudadanía para practicar una hospitalidad de calidad.

Hemos huido del maniqueísmo que divide el mundo entre buenas y malas personas y de los argumentos en blanco y negro. Recuperamos los grises y los matices para abrazar la complejidad porque, además de ser mucho más fiel y justa con los hechos descritos, nos obliga a pensar, el primer paso para caer por la suave pendiente de la empatía: la imprescindible capacidad de ponernos en el lugar de la otra persona.

Eso es lo que hace Marfizmart en su escrito. A ella y al resto de las personas que han compartido generosamente sus vivencias, análisis y sentimientos para este libro, gracias. No sólo tenéis derecho al refugio y a la protección internacional, sino que también sois muy bienvenidas. No lo dudéis.

 


Este extracto pertenece al libro Buscamos refugio. Nuestra guerra son las maras, elaborado por la periodista Patricia Simón y editado por CEAR Madrid, en el que se visibiliza la situación de personas que sufren desplazamiento forzado a causa de la violencia de las pandillas, a través de sus propios testimonios.


 

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