Un diálogo con James Baldwin
Chaimae Essousi aún recuerda la primera vez que la llamaron "mora de mierda". Hoy se apoya en la obra de James Baldwin para mantener la esperanza en un futuro sin racismo.
Preguntas y respuestas para diluir la ira
“Nouvel Observateur: ¿Qué le diría al francés racista que tiene miedo?
James Baldwin: Le diría: buenos días” (Entrevista, abril de 1983) [1]
Hablar de racismo no es fácil, sobre todo cuando lo vives cada día; sobre todo cuando forma parte de quien eres. Te acompaña allá donde vayas, allá con quien hables, allá como vistas. Sería algo así como una sombra, de la que una no puede escapar, ni siquiera apagando la luz. Pero se acaba interiorizando, normalizando, aunque ni siquiera se entienda en qué consiste. ¿Es un sentimiento? ¿Una circunstancia? ¿Es una culpa?
Aún recuerdo la primera vez que me llamaron “morademierda”. No debía de tener más de diez años. Corría por una de las calles de mí pueblo un día de verano, sola, hacia algún lugar. Puede que estuviera haciendo algún recado para mí madre, o simplemente tenía ganas de correr. Un hombre, blanco, ya mayor, con una voz ronca y grave decidió gritarme violentamente. Mientras yo le miraba fijamente, no entendía qué le sucedía, aunque era consciente de que lo que decía no sonaba a flores. Seguí corriendo y el señor desapareció detrás de mí. Pero lo que no desapareció fue el recuerdo de aquel momento. Aún hoy día me persigue. Aún hoy día escucho a ese hombre gritarme con odio. ¿Qué le molestaba? ¿Mis chanclas rosas con una flor amarilla? ¿Mi coleta de caballo? ¿Mi cara? ¿Mis ojos negros? ¿Mi existencia?
Ese episodio no fue aislado. En varias ocasiones me sentí violentada de la misma manera en el espacio público, algunas veces más sutiles que otras. De hecho, tengo guardadas demasiadas historias similares, que no deberían ni siquiera existir. Pero existen. Igual que existo yo y mis circunstancias. Pasaron varios años hasta que pude comprender algunos de esos episodios, como una revelación. Se me aparecían de tanto en tanto, a veces sin ni siquiera venir a cuento. Y de ahí, me empezó a surgir la rabia, me arrebataba la ira. ¿Qué narices os pasa? ¿Qué narices queréis de mí? Primero, nos colonizáis, con vuestros ejércitos y caballos; luego nos neo-colonizáis, con vuestras empresas deslocalizadas y vuestra hegemonía política y económica; y, después, cuando existimos en tanto que somos, no nos aceptáis.
De la misma forma, James Baldwin cuenta que cuando era joven odiaba a los blancos.
“Odiaba a los blancos porqué les tenía miedo, porqué me hicieron sufrir. Y, hasta donde yo sé, continuaron haciéndome sufrir a mí y a los de mi alrededor por nuestro color”. [2]
Mentiría si no reconociera que yo también me he sentido igual. A él, por ser negro, pobre y homosexual, también le insultaron por la calle, como mínimo. Tristemente, es inevitable no dejar florecer una rabia interna ante aquellos que te oprimen. Cuando te violentan por quién eres, pasas de la culpabilidad propia a la culpabilidad ajena. Porque cuando la aceptación por parte de los demás, o la ansiada “asimilación” es fallida – en tanto que es ontológicamente imposible – sólo queda gritar. Se trata de la reacción a la acción que conduce a la completa desesperación, a un desorden no sólo mental sino también físico. Las ideas se descomponen, no hay ninguna relación la una con la otra y colocar un hilo conductor se convierte en algo tremendamente difícil, como encontrar tierra firme en una fría noche sin faro. Se trata de una rabia que ciega los ojos ante un mundo que nos ha escupido por no ser blancos.
No obstante, Baldwin continua y afirma:
“Pero este odio es inútil, es básicamente autodestructivo. Se gira contra la persona, se gira contra ti” [3]
Aunque sea un odio justificado, es un odio insostenible. Las personas con las que se convive el día a día – incluso aquellos que nos han violentado, gritado, insultado con o sin paternalismo – no son monstruos. Como Baldwin defiende, “sería mucho más fácil si lo fueran, pero no lo son”, porqué son condenados inconscientes de su propio sistema, de su propia jerarquía racial, social, política y económica. Ejercen su privilegio, se sostienen sobre él, se mecen y se columpian. Pero no son capaces de ver un privilegio que les es completamente invisible, porqué su sistema les ha rebatado incluso eso.
El autor nos explica que aceptar el odio implica aceptar también lo que ello conlleva, es decir, implica asumir un sistema que pretende destruirte. ¿Por qué me iba a dar rabia que alguien me llamara “morademierda”, si no hay una parte de mí que acepta que eso es verdad? Implicaría que una parte de mí desearía no serlo, porqué serlo no es lo “normal” y “mejor”. El odio que se genera como reacción a este sistema es también la reafirmación de su propia existencia. Baldwin nos enseña que la respuesta al odio con otro es un laberinto sin salida y solamente entender a los seres humanos como solo y únicamente seres humanos es la forma de liberarnos a todos nosotros y a los demás; así como romper su dinámica. Según Baldwin:
“Hay un sufrimiento que no se admite y que, por lo tanto, es aún peor, porqué crea una piedra en el corazón. A mi parecer, no se trata de evitar el sufrimiento, o las deformaciones inevitables al que uno se enfrenta en la vida; sino de usarlo; de usar el sufrimiento de uno para entender el sufrimiento de los demás. Y entender que, aunque hayas perdido algunas cosas por haber nacido donde hayas nacido o cuando hayas nacido o por lo que te hayas convertido, has ganado en otras. Es una lección, pienso, en mirar atrás y querer haber sido diferente, pero tienes que hacer lo que es más preciso de lo que ya es.” [4]
Y de esto se trata; se trata de entender que nuestra posición en esta estructura no es en vano, sino que accedemos a un aliado imprescindible: la información. Todo el malestar en querer asimilarnos, en no encontrar nuestro sitio, en la discriminación por nuestro color de piel, por nuestro nombre: es información. El simple hecho de que nuestra propia presencia nos delate como “alienígenas”: es información. Desde nuestra postura podemos identificar, sentir y respirar las complejidades de estos privilegios, más que nada porqué, muchas veces, incluso nos cortan la respiración; la riqueza de nuestras perspectivas, de nuestras miradas…ese es nuestro privilegio. Así, la mejor autodefensa es transformar nuestra energía en estrategias de emancipación, ya que es cuestión de supervivencia en un mundo que nos ahoga. Desde la creación y desarrollo de nuevas epistemologías o de alianzas entre comunidades hasta una tienda de pastitas marroquís o una librería de tus libros favoritos, desde la danza hasta el canto, desde el drama hasta el humor. El abanico es muy amplio, diverso y variado; así como lo somos nosotras; así es como podemos hacer “lo más preciso de lo que ya es”.
Esta mirada de Baldwin, tan puramente humana, es imprescindible ante el desorden que nos acecha por nuestras condiciones, tanto físicas como mentales. Pero aún no puedo evitar recordar a esa niña, de chanclas rosas y una flor amarilla, de su coleta de caballo y de sus ojos negros, que no comprendía qué sucedía. Me gustaría volver atrás en el tiempo y agacharme a su altura; solamente darle un cándido abrazo, decirle que todo saldrá bien. Que después de la rabia, vendrá la comprensión y de allí florecerá la lucha. Que somos muchos y muchas las que hemos sufrido. Porque somos millones y porque existimos, todos nosotros y nosotras y nuestras circunstancias.
[1] Bouteldja, H. (2016). Ustedes, los blancos. Tabula Rasa, (25), 253-263. [2] Baldwin, J. (1989). Conversations with James Baldwin. Univ. Press of Mississippi. Pág. 46. [3] Baldwin, J. (1989). Conversations with James Baldwin. Univ. Press of Mississippi. Pág. 47. [4]
Baldwin, J (1963). Bookshelf. (BBC, Entrevistador) Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=dNd1xh-BNbE