Resituarnos como especie: mirar el mundo desde la huerta

Resituarnos como especie: mirar el mundo desde la huerta

La autora analiza la relación con su huerta y la importancia de nutrir el suelo con abonos naturales, provenientes de la ganadería extensiva.

03/04/2019
Una mujer camina de espaldas con un carretillo por su huerta ecológica.

La autora del texto en su huerta.

Soy agricultora por decisión propia y por la memoria histórica que arrastran mis células. Agroecológica, ecofeminista y, aunque suene redundante, anticapitalista. Hace ya trece años que ligué mi trabajo a cultivar tierras, y a intermediar entre las necesidades de los grupos humanos donde me inserto con las de un territorio complejo donde siempre me he sentido poca cosa; sobre todo, con pocos conocimientos para controlar nada. Siendo mujer en un entorno patriarcal, he ocupado mucho tiempo en controlar que el patriarcado se quedara lindes fuera de mi huerta.

Desde bien chiquita creo que me puse las gafas feministas y comencé a darme cuenta de lo que significaba ser mujer entre cultivos de patatas y maíz: en verano los chicos se dedicaban a cambiar aspersores mientras las chicas recogíamos la mesa. Yo quería mojarme entre el matorral de patatas y llenarme de barro, no fregar y quedarme aburrida delante de la tele.

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Las gafas ecológicas me las puse después. Mi primera acción desde la ecología política fue negarme a comer los pollos y los huevos de las gallinas que criaba mi padre. Yo ya sabía que en el mundo había granjas enormes de gallinas que no veían la luz del sol, a las que alimentaban exclusivamente a base de piensos y que su vida terminaba cuando no ponían suficientes huevos. También sabía que en las granjas de pollos se trataba a los animales como carne y no como seres sintientes. Pero ver aquello dentro de casa de repente, acostumbrada a verlos sueltos en el campo, me despertó algo que tenía que empezar a sacar: a través de mi consumo podría presionar para cambiar las cosas. Después de muchas peleas y boicot, mi familia dejó de vender huevos. Pero mi guerra ya había comenzado: me hice vegetariana política para atacar las mimbres del sistema agroalimentario y hablar sobre la insostenibilidad ecológica y social de alimentarnos a base de la producción intensiva de animales.

Un día mis padres sembraron todo de olivos. El mercado les dijo que con los herbicidas trabajarían menos y que con el abono químico el suelo no se agotaría y produciría más. Así que vinieron veinte años de herbicidas, suelos desnudos y abono químico. Un suelo originalmente profundo, rico y bien equilibrado, ha sido erosionado por las lluvias tras tantos años de estar desnudo. Y, lo más importante, los abonos químicos que se le han echado han ido a parar en su gran mayoría a una gran balsa de agua que hay en el subsuelo, con la que riego ahora mi huerta ecológica. Después de quitar los olivos hemos ido reestableciendo la biodiversidad que cultivaban mis abuelos y el suelo se está recuperando.

Desde mi mirada ecofeminista actual miro esta trayectoria productiva de mi familia y veo un sistema donde todo está cruzado por las jerarquías y el poder. El poder de querer tener control sobre los ciclos naturales colocándonos siempre como especie en un lugar de superioridad respecto a “otras” que son diferentes y susceptibles de ser explotadas, expoliadas, sometidas (y lo nombro en femenino porque efectivamente la naturaleza ha sido nombrada como femenina y al homo sapiens como masculino). Nos hemos creído con el poder y el derecho de modificar el medio para generar dinero intercambiable en un mercado en el que creemos se verán satisfechas nuestras necesidades. Pero vemos que no es así, al contrario, el mercado aumenta las brechas sociales y es fuera de él donde encontramos los cuidados necesarios para sustentar nuestra vida: ¿están valorados en el mercado los trabajos afectivos que dan las mujeres cuidando a enfermas, la importantísima función de polinización de las abejas o la enorme tarea de hacer suelo de los microorganismos? Somos seres eco e interdependientes y esto nos hace estar al mismo nivel en cuestión de jerarquías que todos los seres vivientes de este planeta. Mirar un ecosistema pequeño como la huerta histórica de mi familia me ayuda a ver cómo se priorizó la producción para el mercado sobre el cuidado de la tierra y del grupo humano-animal-vegetal que se insertaba en él. Y no puedo evitar poner en cuestión la palabra “producción”, porque ¿realmente producimos algo? Los seres autótrofos son las plantas, son los únicos que pueden crear algo mediante luz del sol, gases, agua y minerales. El resto de hervíboros y nosotras, las personas, las que hemos aprendido a comerlo todo, las necesitamos irremediablemente. Mirando la huerta me veo pequeña ante la enormidad creativa, siento que soy una intermediaria, a lo sumo una facilitadora entre el suelo, las plantas y la gente con la que me relaciono.

Tengo que tomar decisiones y esto es lo difícil: puedo disculparme ante las plantas por ponerlas en fila, regarlas según creo y cortarlas cuando me parece que van a estar mejor para su consumo; no me culpo demasiado por matar caracoles, babosas o las orugas de la col, que acaban en pocos días con cultivos enteros, he interiorizado que junto con los pájaros mantenemos la población a raya; he decidido comer conejos pues la población se ha disparado por falta de depredadores por culpa de los químicos y los cultivos intensivos. Pero la decisión más difícil es cómo nutrir el suelo, el abonado; ese que siempre fue el gran problema de mi padre, de mis tíos… ahora es el mío.

De mi hectárea de tierra comemos más de 200 personas. Esos nutrientes que le quitamos al suelo hay que restituirlos y solo hay dos formas: con el estiércol de los herbívoros o con el abono químico producido a partir del petróleo y extraído de la roca fosfática. Mi padre decía que las patatas sabían mejor si se criaban con estiércol. Yo he decidido que no quiero químicos, no porque la comida sepa mejor sino porque tras los químicos que se usan en la agricultura hay una larga lista de guerras, violación de derechos humanos, expoliación de recursos y maltrato a seres vivos en general. Por ejemplo, la extracción de la roca fosfática para producir abonos para la agricultura industrial es uno de los grandes focos del conflicto saharaui. Estudiando en Huelva viví de primera mano lo que significaba la industria química de transformación de esta roca, porque el residuo, el fosfoyeso, se acumula en balsas a pocos kilómetros de donde vivía, junto al río Tinto. Aún está por reconocer que sean residuos con radioactividad.

Y qué decir del petróleo, en el que se basa todo el sistema alimentario industrial (transporte, maquinaria, abonos de síntesis química, etc.). El petróleo ha supuesto que modifiquemos nuestro medio a una velocidad de prácticamente no retorno. ¿Cómo puedo poner en peligro la alimentación de las personas con las que me relaciono confiando en el petróleo? En quien confío, como lo han hecho millones de familias campesinas en todas las culturas y tiempos, es en la vida de mi suelo, en fomentar la complejidad que conforman millones de seres vivos interrelacionados para generar aún más vida. Gracias a esa complejidad, a ese trabajo invisible, me siento segura y formando parte de algo más grande, que me sobrepasa y me sobrecoge.

Pero hoy mantener la vida del suelo se torna difícil. ¿De dónde saco el estiércol? El de la industria cárnica, aquella que boicoteo desde hace años, evidentemente no lo quiero, porque, entre otras cosas, está cargado de antibióticos que matan a los microorganismos del suelo. Esta misma industria, que ha inundado el mercado de carne barata, ha ido acabando con los ganados extensivos tradicionales, que no pueden competir con ella. La ganadería extensiva es la que aprovecha de forma sostenible los recursos existentes en cada territorio porque ha ido evolucionando con las comunidades locales, generando beneficios ambientales y sociales. En el territorio en el que estoy antes había rebaños de cabras que pastaban por los rastrojos después de la cosecha y de recogida pasaban por la calle donde yo jugaba en el pueblo. También había una granja de vacas, pocas y libres, a la que íbamos a por leche que después hervíamos. El estiércol de esta pequeña granja iba para las huertas vecinas. Los ciclos de descomposición de la materia orgánica se han ido cumpliendo durante siglos gracias a las diversas formas de vida (incluyendo la humana) y a sus interacciones.

Pero nos hemos desconectado de los ciclos naturales. La vida en las ciudades, el consumismo o nuestro egocentrismo como especie ha hecho que se rompan los equilibrios y que pensemos que podemos sustituirlos por tecnologías. ¿Tecnologías en manos de quién? ¿Para el beneficio de quién? Apostar por sistemas sostenibles para la vida supone cuestionar el poder que nos da colocarnos en nuestros centros: antropocentrismo, androcentrismo, urbanocentrismo, etnocentrismo.

Hay que ser realistas. No creo que puedan recuperarse esos equilibrios sin la ganadería extensiva, una ganadería que esté en relación con un sistema más complejo y con las necesidades de otras formas de vida, vegetales y animales, presentes en un agrosistema donde nos insertemos las humanas con el respeto que se merece cualquier ser. Sin duda tenemos que cambiar radicalmente nuestra forma de relacionarnos con los animales y dejar de comer carne industrial (lo que haría que se redujera radicalmente su producción). Esto ya supone un enorme reto y es un paso que hay que dar urgentemente: la industria agroalimentaria no respeta ninguna vida, tampoco la humana. ¿Van a ayudarnos las instituciones en la transición a otros modelos? No lo creo. ¿Cómo hacemos la organización y el movimiento social para presionar y acabar con el modelo agroalimentario capitalista y patriarcal? ¿Cómo hacemos desde el ecofeminismo, la agroecología y el animalismo, para actuar sobre los puntos en común que tenemos y proponer nuevos modelos de consumo reales y sostenibles donde quepamos todas: las urbanas y las rurales, humanas, animales, vegetales…?

 

 

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