Reconciliarse con el cuerpo

Reconciliarse con el cuerpo

Pol Galofre escribe sobre cuerpos trans: olvidados, injuriados, menospreciados. "Nos hemos creído el relato de que, si cambiamos de cuerpo por completo, podremos ser felices y dejaremos de sufrir transfobia".

27/03/2019

Ilustración de Cynthia Veneno.

Hace unos años, en las paredes de la exposición +Humanos, del CCCB, se proyectaba el vídeo de una performance. No recuerdo su título, no recuerdo el nombre de la performer, pero, de todas las cosas sorprendentes que había, ésta me quedó grabada. No porque me sorprendiese, no es que me explicase nada que no supiese ya, sino porque aun sin que así fuera, de vez en cuando sigo volviendo a ella. Como hoy.

En la imagen aparecía una mujer desnuda, delgada, con un cuerpo muy ajustado a las normas actuales del deseo, plantada en medio de una plaza. Un hombre vestido de cirujano revoloteaba a su alrededor dibujando las marcas de todos los retoques quirúrgicos que le haría. Era un cirujano plástico. Cuando finalmente dejaba de marcarle el cuerpo y se apartaba, la mujer había quedado manchada por todos lados. No quedaba ni un trozo de cuerpo donde este escultor de la belleza no hubiese querido hacer algún retoque.

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Hoy quiero hablar de los cuerpos trans: de los cuerpos olvidados, injuriados, menospreciados. Aquellos cuerpos que podemos maltratar porque hemos aprendido que no nos son propios, que están equivocados, que la solución a nuestro malestar es cambiarlos. Por completo, a poder ser. Para que no quede ningún rastro de nosotros, para ser invisibles, para desaparecer.

Vivimos en una época en la que parece que ser trans es cada vez más posible: se habla de nosotras en los medios y no sólo como fenómeno exótico, hay políticos de todos los colores que hacen como que nos escuchan, aparecemos en películas y series que se cuelan en las salas de estar de todo el mundo y no sólo en aquellas que tienes que buscar bajo las piedras del cine más underground. Tenemos más facilidades para modificar nuestros documentos oficiales y cada vez hay más gente para quien “trans” ya no es una palabra extraña. Hasta hay unos cuantos médicos que están dispuestos a arreglarnos el problema sin que tengamos que presentar ningún justificante de trastorno mental, como sí requerían hace escasos años.

Vivimos en una época en la que parece que arreglar nuestro problema quiere decir cambiar nuestro nombre legal y, sobre todo, nuestro cuerpo. Marcarlo por completo. Nos hemos creído el relato de que, si cambiamos de cuerpo por completo, podremos ser felices y dejaremos de sufrir transfobia, cuando en realidad ni todos los cuerpos pueden ser invisibles, ni se pueden borrar todas las huellas de los tránsitos. Pero, en concreto, nos hemos tragado el relato de que el problema somos nosotros, que son nuestros cuerpos y no la sociedad que los rodea. Los tránsitos corporales son respuestas individuales a un problema colectivo: la construcción social del género como algo constringente y regulador de los cuerpos que lo pueden habitar.

Como sociedad nos hemos creído que los cuerpos que tienen pene y son planos son cuerpos de hombre y que los que tienen vulva y pechos son cuerpos de mujeres. Siempre digo que las personas trans evidenciamos que eso no es así y, en parte, es cierto, pero también es cierto que muchas personas trans intentamos a lo largo de nuestras vidas aproximar nuestros cuerpos a estos patrones. Lo hacemos para poder vivir sin que nos importen demasiado los costes o sin ser muy conscientes de ellos, porque es difícil habitar cuerpos que escapen a ese patrón. Pero si no visibilizamos nuestros cuerpos preciosamente trans, si los modificamos, los escondemos y los negamos, no desmontaremos nunca el patrón. No serán nunca habitables. ¿Quién lo va a hacer sino nosotras?

Hoy quería escribir sobre mi cuerpo y he recordado la performance. He recordado ese cuerpo prácticamente perfecto a mis ojos y todas las marcas de cosas que modificar. He recordado la presión social de la construcción del género femenino, representada en las manos de ese hombre cirujano marcando nuestros cuerpos para adecuarlos a sus patrones; y he recordado que puede que el malestar que nos genera esta construcción social del género sea más palpable en las personas trans, pero que nadie está totalmente libre de él.

He decidido reconciliarme con mi cuerpo, porque no quiero pelearme más. Llevo 20 años enfadado con él: lo odié cuando le salieron estrías por todos lados, cuando le salieron los pechos, cuando se engordaba, cuando le crecían los muslos, cuando hacía que la gente no me tratase como yo quería, cuando la ropa no bastaba para esconder que no tengo una figura esbelta y recta. Lo odié cuando se notaba que no tenía paquete, cuando se notaba que llevaba binder [camiseta que comprime los pechos], cuando simplemente se notaba. Pero también lo he odiado sólo por ser gordo, por no ser lo suficientemente alto, por tener granos, por tener pelos en algunos momentos o no tener suficientes en otros. He decidido reconciliarme con mi cuerpo y dejar de esconderlo. Primero porque se me ha hecho demasiado evidente que todo el mundo tiene problemas con su cuerpo y que a mí ya me venían bastantes de serie; y después porque creo muy firmemente que no podremos resolver la transfobia social que aún vivimos si invisibilizamos constantemente los cuerpos que la generan.

No podemos aguantar ni un sólo adolescente más para quien la muerte sea preferible a vivir en un cuerpo visiblemente trans. Su (nuestro) malestar no se soluciona cambiando el cuerpo, se soluciona haciendo que ser visiblemente trans sea motivo de orgullo, de deseo o, incluso, que no sea relevante.

Pero para ello debemos romper los patrones; y no es un trabajo exclusivamente nuestro. Las presiones corporales nos machacan a muchas y puede que suframos en silencio o puede que hagamos bromas constantes sobre la dieta del verano o los cuerpos de las famosas en Instagram, pero lo que deberíamos hacer es dejar de mirarnos la piel toda marcada y empezar a señalar las manos que nos esculpen a su gusto.

 


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