Quitarse el condón a mitad: violencia sexual no admitida

Quitarse el condón a mitad: violencia sexual no admitida

Meltem Naz Kaso Corral Sánchez

Ilustración de Mónica Quesada

Existe una narrativa muy limitada sobre la mujer que es agredida sexualmente. La víctima suele presentarse como alguien débil, desprevenida, rindiéndose a la fuerza corporal del hombre o de los hombres en plural. Por eso cuando escuché la […]

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27/02/2019

Meltem Naz Kaso Corral Sánchez

Ilustración de Mónica Quesada

Existe una narrativa muy limitada sobre la mujer que es agredida sexualmente. La víctima suele presentarse como alguien débil, desprevenida, rindiéndose a la fuerza corporal del hombre o de los hombres en plural. Por eso cuando escuché la historia de mi amiga Irene, una mujer liberada sexualmente, a sus veintitantos, con independencia económica y con un Máster en Administración de Empresas, tuve que redefinir mi concepto de violación para añadir ciertos matices que generalmente no se aceptan como agresión sexual. La no aceptación de dichos aspectos produce una situación de gran vulnerabilidad incluso para las mujeres mas valerosas.

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Irene nació en un pequeño pueblo de Alicante y desde hace diez años vive en Barcelona. En agosto, se fue de viaje a Italia con una colega soltera, quien se separó recientemente de su pareja de hecho, así que principalmente quería conocer nuevos chicos para olvidarse de su ex, relajarse y divertirse. En un bar de Trastevere, Roma, donde habían ido a tomar algo, conocieron a dos chicos y rápidamente su colega se llevó a uno a su habitación. Irene no se molestó en absoluto, aun sabiendo que compartía habitación con ella. Se quedó a solas con el otro. Aunque no se sintió particularmente atraída por él (me dijo que no hubieran tenido una relación sexual en otras circunstancias), pensó: “¿Por qué no ? Uno más, uno menos… no importa mucho porque no será mi primer ligue de una noche. Estoy de vacaciones.” Por lo que entendí, abordaba el sexo con sentido del humor y curiosidad, de una manera aprobada por la cultura occidental contemporánea.

Irene estaba borracha pero no lo suficiente como para olvidarse de pasar por una farmacia y comprar condones. Después, se dirigieron a la habitación de él. Todo el rato, Irene le seguía el juego. En los últimos dos años, debido a las horas extra de trabajo y al estrés, engordó casi 10 kilos por lo que se sentía insegura y prefería tener relaciones sexuales con la luz apagada. Pero antes del acto sexual, se aseguró de que se hubiera puesto el condón y comprobó que estaba colocado correctamente. Unos minutos después, al cambiar de posición, se dio cuenta de que ya no lo llevaba puesto. Resulta que lo tiró a un lado cuando estaba de espaldas a ella. Estando sin luces y borracha, Irene no lo había notado.

Ella gritó y lloró.

Él solo dijo: “Lo siento”.

Irene decidió irse a su habitación a buscar a su amiga. Afortunadamente, el chico con quien su colega salió ya no estaba allí. De todas formas, ya no importaba. Cuando le contó a su colega lo que le pasó, ésta parecía confundida y contestó “Y qué, podrías haber continuado”. Ella no entendía el problema que esta situación le suponía a Irene: corría el riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual (ETS) y tener un embarazo no deseado. Pero lo peor fue que violaron su autonomía corporal.

Los profesionales sanitarios a los que acudió, siendo de confianza porque se visitó con ellos durante años en Barcelona, no eran mucho mejor que su colega a la hora de comprender su trauma. Todos los profesionales involucrados, después de enterarse de que Irene no sabía nada más que el nombre, la nacionalidad y el hotel del ofensor en Roma, le dijeron que tuviera cuidado la próxima vez. Para ella fue tan desoladora la violación que sufrió como el hecho de que nadie le dijera: “Siento mucho lo que te pasó”. Ni su amiga ni el personal médico dieron importancia a lo que sucedió y no la ayudaron a recuperarse.

Parece demasiado difícil buscar comprensión y ayudar a personas como Irene, cuando la discusión pública sobre la violencia sexual está dominada por preguntas absurdas como que si los ojos de la mujer estaban abiertos durante la violación o si ella gritaba. Parece que no es una violación sexual según los estándares de nuestra sociedad a menos que una mujer esté caminando por una calle, cruzando un parque o entrando en una estación de metro y un hombre salte desde detrás de un árbol y la viole. Pero Irene todavía no podía recuperarse de la violación que sufrió y la falta de empatía de quienes estaban asignados para consolarla. Si continuamos definiendo “sexo consentido” solo como “consentimiento para comenzar a tener sexo” sin considerar las condiciones con las que ambas partes han dado su consentimiento, no vemos que pudiera ser una violación después de que hubiera un consentimiento inicial. Entonces, la única etiqueta que se pone a aquellas mujeres que no son violadas bajo la forma “socialmente aceptada” de violación, es la de ser unas zorras que deberían tener cuidado la próxima vez.

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