Los normales
Danny Chia | natillas
Marisa Mañana
Los normales nos creemos tan normales que pensamos que a todo estamos acostumbrados —o que nos acostumbraremos—, que todo lo comprendemos. Pero no es así. ¿Qué sabremos? De algo sí estoy segura: tus piernas consistentes me recuerdan a unas natillas caseras. Cuando […]
Marisa Mañana
Los normales nos creemos tan normales que pensamos que a todo estamos acostumbrados —o que nos acostumbraremos—, que todo lo comprendemos. Pero no es así. ¿Qué sabremos? De algo sí estoy segura: tus piernas consistentes me recuerdan a unas natillas caseras. Cuando llevan un buen rato en la nevera después de haber sido cocinadas por la mañana, están fresquitas, pero aún conservan en el centro la tibieza de la cocción. Las natillas se comen frías, pero a mí me gustan así, como ahora en el metro, zampándote sin cuchara, a bocados. Y me dejo la galleta —lleva la inicial de tu nombre— para lo último. En esto pienso a estas horas, en el metro, justo antes de desfondarme entre algunas preguntas y el primer sueño. ¿Qué sabré yo de ti además de repostería y de Despentes?
Algo sé de tus piernas. Y de informes literarios, también. Por ejemplo, que una chica hetero puede escribir relatos eróticos protagonizados por lesbianas y pensar que es muy tolerante. Luego rascas un poco y te das cuenta de que en casi ninguna de sus historias la chica acaba con la chica: en una de ellas sufre mucho, en otra parece que tiene alguna tara y en la de más allá se le nota de lejos que lo que le gustan son los hombres —los hombres de verdad—. ¿Más ejemplos? Un hombre hetero escribe un relato erótico protagonizado por una mujer que, en realidad, es un hombre disfrazado de mujer —de hembra—. O como dice Despentes, a quien conocí gracias a ti: una mujer que quiere que se la metan por todos los agujeros a la vez, hasta en la nariz, si es preciso, y en cualquier momento. Me pregunto si ese hombre al que le encanta escribir conoce el temblor de un cuerpo cuando las cavernas se lubrican sin saliva —como mínimo, hasta su hembra inventada intuirá que los verdaderos humores quizá provengan de otro lado—. Es posible que este hombre no sepa que algunos agujeros necesitan más tiempo. Puede que desconozca la palabra mioma, o que el sangrado a veces se registra en un calendario para detectar irregularidades, o que, según el día del mes, el fluido que desprende esa caverna puede parecerse a la clara cruda de un huevo o a las natillas.
La postura del perrito es de las más productivas. Segrega humores y arranca jadeos imposibles de normalizar, doy fe —tú y yo, pronto, muy pronto, también daremos fe—. Pero esa postura está muy vista cuando las fronteras son las de siempre. Quiero decir, por seguir con los ejemplos, que también tú y yo parecemos incapaces de imaginar hombres que se follan a hombres con tripa cervecera y unas nalgas cubiertas de un vello abundante, rizado, y preciosas, sí, como un par de manzanas Fuji. Tampoco escribimos sobre sexagenarias que dan rienda suelta a su deseo, aunque, en realidad, existan, doy fe. Ni, mucho menos, somos capaces de escribir sobre una mujer árabe que lleva velo y que, en secreto, desea al imán de su comunidad; o sobre una subsahariana o una india que se cuestionan si lo que sienten hacia una mujer que vive en su mismo poblado es brujería, un castigo o simple y puro deseo. Y las historias de protagonistas trans que aman, padecen y gozan como tú, como yo, como todo ser deseante, dime, ¿por qué no las vemos en los libros de las grandes editoriales? ¿Dónde las podemos leer?
Por eso, a mí lo que me encantaría no es escribir, trabajar, comer o follar desde la necesidad. Yo lo que quiero es perderme y temblar, inventarte mientras saboreo estas natillas, levantarme de este asiento, disfrutar del jadeo que me produce correr hacia ti. Por eso, en el traqueteo de este vagón, o luego, cuando pise la hierba recién regada del parque o me sumerja en el agua demasiado fría de la piscina, o quizá en ese momento algo lampiño de la siesta, o de la madrugada, en el que las fronteras de las preguntas se mezclan con los sueños, por eso, digo, va para allá, donde quiera que estés, este orgasmo. Ojalá te llegue hoy, ahora, aunque yo no me entere nunca. Ojalá te llegue cuando por fin nos reencontremos. Ojalá, aunque me mires a los ojos y te preguntes de dónde narices provenía ese temblor. Lo que no sé es qué haré en cuanto estemos a solas, si comerme tus nalgas como manzanas, si empezar a mostrarte desde el principio, por fin, que me gustas tanto como las natillas.