Hanane, el cuerpo en el que se estrella la islamofobia

Hanane, el cuerpo en el que se estrella la islamofobia

La islamofobia es una serpiente que se manifiesta a través de las miradas de desconfianza o rechazo, que se enreda en los pies de las mujeres que cubren sus cabellos cuando van a una entrevista de trabajo, que se sienta en el asiento vacío de al lado cuando viajan en autobuses y trenes. Hanane la intenta esquivar cada día, como cuenta en este relato, que forma parte del libro 'Mujeres que se mueven', editado por Médicos del Mundo y escrito de forma conjunta por la periodista Patricia Simón y sus protagonistas.

05/09/2018
Hanane, dibujada por Verónica García Ardura

Hanane, dibujada por Verónica García Ardura

Es raro el día que alguien no me mira mal, que no escupe a mi paso, que no me insulta, que no me dice ‘mora’, que no se abanica cuando me ve con el pañuelo y dicen “qué calor”; o que no dudan si cruzar el paso de peatones cuando se dan cuenta de que quien conduce soy yo. Ahora ya no me hiere tanto, de hecho, hace que me sienta mejor persona que ellos. Eso cuando voy sola. Cuando me acompañan mis hijas, sí que me hace daño.

El día que llegué al aeropuerto de Madrid en 2006, recién casada con mi marido en Marruecos, nos dimos cuenta de que incomodábamos, de que mi pañuelo incomodaba. Mi marido me pidió que me lo quitara. Me indigné. Le dije que si me iba a dar órdenes me volvía en ese mismo instante a mi país. Me respondió que no, que era mi decisión. Las miradas recelosas continuaban. Fui al baño. Me lo quité por decisión propia.

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*

De repente, me vi casada y en un país al que yo no quería venir. Mis padres habían concertado el matrimonio. Eran tiempos de Hassan II, antes de que llegase el nuevo rey y se relajasen las costumbres. A mis hermanas ya no les han elegido sus maridos. De todas formas, cuando me lo presentaron, me gustó. Yo quería ser libre y él era un hombre abierto. Además, mi padre, que había vivido en varios países europeos y que tiene una mentalidad más moderna, acordó que primero nos conoceríamos y que la boda se celebraría cuando consiguiéramos los papeles para venir. Eso ocurrió ocho meses después.

Mi marido había venido a España él sólo cuando tenía apenas 13 años. Fueron sus padres, vecinos en Tánger, quienes llegada la edad de casarse, contactaron con mi familia para proponerles la boda. Pero él, en la práctica, ya era español. Hablaba mal árabe y yo no hablaba castellano. Así que me encontré aquí, en Asturias, sola, sin entender nada, forzada a ser inmigrante en un país donde lo que se consideraba positivo en Marruecos, aquí era negativo. Y viceversa. De repente, no sabía quién era yo, ni quién debía ser.

Él pasó su adolescencia en un centro de menores, donde se formó como carpintero. Es muy trabajador, así que ahorró y ahorró hasta que compró un piso en un pueblo. Ahí fue donde empezamos a vivir.

Pronto me di cuenta de que no iba a ser fácil tener amigos españoles. Así que, para no quedarme sola, busqué a marroquíes en el pueblo donde vivíamos. Pero eran más cerrados que nosotros. En Tánger llevamos una vida de estilo europeo. Es una ciudad donde hay gente de todas partes, extranjeros, judíos… Pero las mujeres que conocí aquí empezaron a decirme que tenía que vestir con ropa más ancha, ponerme el pañuelo, que no podía ir con mi marido a los bares a ver el fútbol los fines de semana… Por seguir haciéndolo, me llamaban ‘mujer fresca’ y me hicieron el vacío.

Un día fui a un curso de español y unas marroquíes dijeron que tenían que separarnos por sexos con una mampara. Pasé tanta vergüenza. ¡Era rídiculo, era volver atrás, yo no había vivido eso en mi país! Nos distanciamos, empezamos a ir a bares lejanos para poder seguir viendo el fútbol juntos, volví a vestir como ahora, con vaqueros, sudaderas…

*

Me quedé embarazada de mi primera hija, pero llegó la crisis y mi marido perdió su trabajo. Nos desahuciaron. Perdimos los 50.000 euros que él ya había pagado por la vivienda, lo perdimos todo. Y después de que hubiera estado cotizando durante quince años, cuando se quedó desempleado nos dijeron en el médico que teníamos que pagar por los medicamentos para nuestra niña.

Nos costó mucho conseguir un piso en alquiler. Cuando mi marido llamaba por teléfono, como tiene acento español, le decían que claro, que fuese a verlo. Pero cuando llegábamos y veían que éramos marroquíes, nos ponían todo tipo de excusas para justificar su repentino cambio de opinión. Y eso que yo no me ponía el pañuelo. Ahora es más habitual encontrarse con mujeres con el pelo cubierto, pero cuando yo llegué a Oviedo, no veía a ninguna.

Me he sentido como una cabra rodeada de leones. Mientras no tuvieran hambre, no me comerían. Pero, en cuanto les entrara apetito…

*

Quiero contar mi historia para ver si así, intentando contármela a mí misma, consigo entender por qué, teniendo todo lo necesario para ser feliz –mis dos queridas hijas, un buen marido, una casa, una buena vida– me siento muerta desde que llegué aquí. Es verdad, desde que llegué a España me siento muerta, aunque cada día actúe como si siguiese viva: me levanto, cuido a mis hijas, las llevo al colegio, trabajo, las recojo… Pero es como si estuviese en un nido, un nido de oro, pero un nido que no es el mío. Desde que me puse el vestido blanco y salí de mi casa con mi padre del brazo, la alegría desapareció. Estoy bien, pero la chispa esa que es más que la felicidad, ya no la tengo. Sólo quiero recuperar ese sentimiento. Pero para tener esa chispa necesitas tener gente que te dé ese algo especial que te hace sentir así. Tú sola no puedes celebrar una fiesta, aunque tengas un hotel de cinco estrellas.

Cuando cada día que coges el autobús, hay gente que se levanta del asiento de al lado de malas maneras, que te insulta o te mira mal, aunque no quieras escucharlos, aunque te hagas la sorda y actúes como que la vida es bella, aunque te digas que quienes tienen el problema son ellos y no tú, terminas cansándote y sintiendo que no sirves para nada. Pierdes mucha energía, dicen que tienes que luchar, que ser fuerte, pero al final la que pierde la energía soy yo.

Terminas por aceptar esa vida, por vivir la vida mal a gusto. Hagas lo que hagas, te hacen sentirte la extranjera, que no eres parte de ellos. Y cuando he contestado a sus insultos, me he sentido peor porque me he rebajado a su nivel. Eso es lo que más daño me hace. Hay quien dice que tenemos que defendernos, pero ¿por qué voy a tener que defenderme? No voy a ganar nada y no quiero pelear con nadie.

Y todo porque llevo pañuelo, o porque soy marroquí, o porque ser marroquí es sinónimo de ser musulmán, o porque ser musulmán lo entienden como ser terrorista.

Estas Navidades fui a comprar a una frutería. Cuando llegué deseé unas felices fiestas, como todo el mundo, pero a mí no me contestaron. Cuando llegó mi turno, le pedí al dependiente uvas de las que valían tres euros el kilo, señalándole la caja, porque eran las buenas. Él me dijo que mejor me llevaba las de un euro, y le dije que no, que yo quería las de tres euros. Cogió de mala gana uvas de una caja de debajo del mostrador y, en cuanto crucé la puerta, escuché cómo le decía a su hija “¿Viste?, quería darle uvas de un euro y al final se las ha llevado pagando tres”.

Sentí que las piernas se me volvían de mantequilla. Me puse tan mal que estuve pensando todo el mediodía qué hacer. Volví a las cinco. “Ella es la que te conté al mediodía”, le dijo la hija a la madre. Ya no estaba el padre. Antes de que pudiese decir nada, la madre empezó a decir “Mira a ver lo que dices porque la cámara lo está grabando todo y llamamos inmediatamente a la policía”. “No te podemos devolver el dinero”, gritó la hija. Les devolví las uvas, “Os las regalo, por Navidad”, les dije. Y cuando me marchaba la mujer mayor me gritó de todo, que yo no era una buena musulmana porque las musulmanas no se quejan, que me fuera a mi país…

*

Un día, mi hija Sara llegó a casa con una invitación para el cumpleaños de su mejor amiga. Era en un parque infantil dentro de un centro comercial. Me pareció raro porque no suelen invitarla, pero insistió en que quería ir, así que compramos el regalo y fuimos. Cuando llegué me di cuenta de que la madre no sabía que yo era marroquí. Me miró de arriba abajo contrariada y le dijo algo a su hija. Era obvio que la estaba reprendiendo por haber invitado a mi hija. Al contrario que al resto de padres y madres, ni me saludó ni me ofreció café ni nada.

Cuando llegó el cumpleaños de mi hija, como no tenemos dinero para hacer ese tipo de celebraciones, le dije que podía invitar a diez amigos a la merienda que haría en casa. Obviamente una de las invitaciones que escribió era para su mejor amiga. Al día siguiente de que se la entregase, le dijo que se la tenía que devolver por orden de su madre. Podía haber puesto cualquier excusa, pero no. Quiso dejar claro su rechazo.

*

Mis hijas, a veces, me dicen que no me entienden. Ellas nacieron aquí, son asturianas, y me dicen que yo no hablo bien. A mí lo que me gustaría es que las trataran como asturianas, pero no, siempre serán las marroquinas. Un día, llegué tarde a recogerlas. Siempre salen del colegio a las cuatro de la tarde y no me avisaron de que saldrían una hora antes por el horario de verano que ponen en junio. Cuando llegué, la responsable del comedor estaba con el móvil en la mano y empezó a gritarme que si no sabía cuidarlas como se cuidaba aquí de los niños, la próxima vez llamaría a la policía para que me las quitasen. Me quedé paralizada, no entendía nada; nunca había llegado tarde. Entonces me di cuenta de por qué era.

*

Cuando eres migrante terminas siendo de ningún sitio. Durante el primer año, mi suegra pretendía controlarlo todo a más de mil kilómetros de distancia. Daba instrucciones a mi marido por teléfono para controlar cada parcela de nuestra vida. De viaje en Marruecos y ya embarazada, mi suegro me dijo que tenía que parir a mi hija en su casa y dejársela para un hijo suyo que no podía tener descendencia. No tienen formación y piensan que ese tipo de cosas se pueden seguir haciendo. Así que me fui a casa de mis padres con la idea de separarme y quedarme ahí con ellos. Entonces mi hermana me preguntó “¿para qué vienes?”. Pero no estaba hablando de nuestra casa familiar, hablaba de Marruecos, como si yo ya no perteneciese allí, como si ya no fuese ese mi país. Me di cuenta de que ya no era de allí, pero tampoco lo era de aquí. Mi madre la apoyó y yo sentí que mataban mis sentimientos. Mi padre insistía en que me podía quedar, que me había criado y mantenido toda la vida y que lo seguiría haciendo. Pero yo no quería vivir rodeada de gente que no me quería entre ellos.

Me había pasado un año con la vida suspendida, rememorando los momentos hermosos que había compartido con mi familia. Los negativos es como si los borrases de la memoria. Así que cuando por fin llegó el momento de verles, les compré regalos, cosas que ni siquiera yo tenía, con el dinero que me iba dando mi marido y que yo iba ahorrando. Pero ellos habían seguido con su vida normal, había sido yo la que me había quedado suspendida.

Así que, sola, cogí un avión de vuelta a Asturias. Le había dicho a mi marido que nos separábamos, así que él se quedó allí unos meses. Embarazada, sin trabajo y sola llegué aquí. Afortunadamente tenía una amiga española que me acogió en su casa y me ayudó hasta que volvió mi marido. También estuve en una casa de acogida. Ahí fue donde aprendí qué es el maltrato y que alguien te fuerce a hacer cosas. Me obligaban a comer en los horarios que tenía que hacer ayuno por el Ramadán. No nos dejaban salir de nuestra habitación a partir de las nueve de la noche y me mandaban ir a unos cursos en español ¡cuando yo no lo hablaba aún! Había empleadas majísimas, pero otras nos amenazaban con que si no obedecíamos, no íbamos a tener derecho a la vivienda a la que derivan tras el centro. Yo nunca fui sumisa, y lo que tuve claro desde que entré en la casa de acogida era que quería volver con mi marido.

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No soy creyente al cien por cien, pero me gusta mi cultura. Me pongo el pañuelo porque se lo ponían mi abuela, mis tías. Es parte de mi cultura y no quiero renunciar a ella. Las ideas y las buenas personas están en el cuerpo, no en la ropa. ¿Por qué, entonces, molesta tanto? A veces me lo he quitado por agotamiento, pero ¿cuál es la diferencia entre quienes te obligan a ponértelo y quienes te obligan a quitártelo? A mí nadie me obliga a ponérmelo, es un estilo, como el de la Belle Époque, el rapero o llevar chándal. Ha habido empresas y casas en las que he limpiado que me han permitido llevarlo, y otras en las que no. Pero, a los que tanto les molesta, si buscan en su historia, verán que sus abuela o bisabuelas también lo llevaban.

*

Yo antes era más cariñosa, amable y paciente. Ahora me siento más nerviosa, irascible… Cuando era niña, siempre iba enganchada a mi padre. Hacía cosas que allí se consideraban de hombres, pero a él le gustaba que fuese así. Me llevaba a cafeterías donde no iban mujeres, me dejaba al cuidado de la tienda de ultramarinos que tenía, me dejaba arrancar su camión y me llevaba sobre sus piernas mientras conducía… En Marruecos yo era más valiente, tenía más carácter. Pero cuando llegué aquí, como tenemos mala fama, me volví sumisa para no responder a esos clichés. Ahora estoy intentado recuperar mi personalidad.

Me gustaría que mis hijas fuesen tratadas como personas sin más. Son muy buenas estudiantes. La pequeña quiere ser actriz y la mayor pediatra. Yo lo que quiero es que sean felices y libres.

Mujeres que se mueven
Este libro recoge la historia de Gladys, Jénnifer, Vicky, Merche, Daniela, Hanane, Verónica y Gabrieli (emitimos sus apellidos para preservar su intimidad). Ocho mujeres que han migrado una o varias veces a lo largo de su vida y que, en la actualidad, residen en Asturias. A través de sus historias personales conocemos las luchas y obstáculos que han tenido que enfrentar para hacer valer su derecho a la libre circulación: la trata con fines de explotación sexual, la imposibilidad de acceder a los papeles por una Ley de Extranjería diseñada para condenarlas a la clandestinidad y convertirlas así en mano de obra explotable y desechable, las redadas racistas, el trato infantilizante que reciben en algunas instituciones públicas, la islamofobia y racismo que tienen que enfrentar diariamente, la feminización de la frontera…. Pero, sobre todo, la fortaleza de estas mujeres para superar todas estas barreras, sobreponerse a las dificultades y salir adelante.
Para ello, la periodista Patricia Simón dirigió unos talleres colectivos y unos encuentros individuales en los que las mujeres fueron reconstruyendo sus  trayectorias vitales y sus procesos migratorios. La base con la que después Simón escribió sus historias lo más fielmente posible a sus formas de expresarse y de exponer los hechos. Por último, se volvió a compartir y reescribir los textos una y otra vez hasta que sus protagonistas sintieron que se correspondían exactamente con aquello que siempre habían querido contar sobre ellas mismas y que lo hacían desde una voz con la que se identificaban plenamente. En el caso de las narraciones de Merche, Gabrieli y Verónica fueron ellas mismas las que los escribieron. El resultado, un libro que se sale de los lugares comunes para profundizar en cómo es la vida diaria de nuestras vecinas en nuestras ciudades y pueblos y desterrar así prejuicios y rumores, basados en el eurocentrismo y la mirada colonial. Un canto a nuestra sociedad intercultural.

Cada relato va acompañado de una ficha con referencias informativas para ampliar el conocimiento sobre las cuestiones que aborda, así como una pregunta abierta al lector/a para que haga sus propias propuestas dirigidas a que nadie más tenga que sufrir las injusticias narradas. Esta parte está diseñada para que sea enriquecedora y atractiva para todas las personas mayores de 14 años de edad. Además, en la web personasquesemueven.org, el profesorado puede encontrar abundante material didáctico para abordar la cuestión de las migraciones y el refugio.

Por último, las ilustraciones que acompañan cada experiencia son de la artista Verónica García Ardura, también autora de uno de los relatos. Con el objetivo de salvaguardar la identidad de algunas de las protagonistas, así como para que representen también las vidas de millones de mujeres con las que comparten muchas de sus experiencias,  se han plasmado desde una la cromática y la fluidez de la acuarela, que permite dibujar a unas mujeres cuyo potencial y fuerza está más allá del simple retrato realista.

Este libro forma parte de la campaña de Médicos del Mundo personasquesemueven.org.

¿Lo quieres? Sortearemos próximamente dos ejemplares entre las amigas y amigos de Pikara. Hazte amiga aquí

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