Shatila, una prisión a cielo abierto para las refugiadas sirias

Shatila, una prisión a cielo abierto para las refugiadas sirias

En los campos de refugiados en Líbano, las mujeres enfrentan mayor incidencia de embarazos adolescentes, condiciones insalubres para parir, y el aislamiento dificulta reaccionar al acoso, sexual o a la violencia machista en la pareja.

Texto: Andrea Olea
25/07/2018
Dos mujeres pasean por las calles de Shatila./ Andrea Olea

Dos mujeres pasean por las calles de Shatila./ Andrea Olea

Hace apenas unas horas que Maha ha dado a luz a su primer hijo, pero su mirada trasmite más tristeza que alegría. “Mi marido ha venido a verme, pero el niño se ha puesto a llorar y no ha querido tomarlo en brazos… me ha dejado algo de comida y se ha ido”, musita con fatiga, mientras se recoloca apresuradamente el velo para ser fotografiada. Maha tiene solo 19 años. Es de un pueblo cercano a Raqa, en Siria, pero hace un año se casó con un hombre que casi le triplica la edad y dejó su país en guerra para irse a vivir con él a Líbano. “En mi aldea estaba presente Daesh [acrónimo en árabe del grupo Estado Islámico], así que ni música ni fiesta. No pudimos celebrar nuestra boda”, lamenta desde la modesta clínica de Médicos Sin Fronteras de Shatila, el único paritorio de este campo palestino al sur de Beirut donde la población siria ya supera ampliamente a la originaria palestina. A su lado duerme Abdelsalam, un diminuto bebé al que el nombre [sirviente de la paz] n le queda grande.

Los matrimonios y embarazos tempranos ya eran relativamente habituales en Siria antes de la guerra, sobre todo en áreas rurales, pero en los últimos siete años se han disparado entre el colectivo refugiado. En el valle de la Bekaa -donde se concentra la mayor cantidad de población desplazada en Líbano-, un 24% de las adolescentes sirias de entre 15 y 17 años ya están casadas, según un estudio conjunto de la ONU, la Universidad Americana de Beirut y la ONG Sawa, una incidencia hasta cuatro veces superior a la anterior al conflicto.

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Maha, de 19 años, acaba de dar a luz a su primer hijo./ A.O.

Maha, de 19 años, acaba de dar a luz a su primer hijo./ A.O.

“Me han llegado chicas de 15 años preñadas de su segundo hijo”, afirma la ginecóloga de MSF Fatima Badran. En 2017, esta organización atendió a centenares de menores embarazadas en Líbano, algunas de 12, 13 e incluso 11 años. En un contexto de precariedad absoluta como la que viven los sirios, casar a las más jóvenes se ha convertido en una forma de protegerlas de peligros externos o de disminuir la presión sobre la economía familiar.

Los embarazos en menores, apunta Badran, son siempre de alto riesgo. “Tienen cuerpo y mente de niñas, no están preparadas para ser madres, ni durante el embarazo ni después durante la crianza. La diferencia es que en Siria los niños son criados por la familia y la comunidad, mientras que aquí las madres están solas“.

Una prisión de barrotes invisibles

En Shatila, testigo de una de las peores matanzas de la guerra civil libanesa (más de tres mil personas fueron asesinadas por los falangistas cristianos ante la mirada indiferente de las tropas israelíes en dos días aciagos de 1982), se respira un ambiente opresivo. En apenas un kilómetro cuadrado se hacinan unas 16.000 almas, una densidad de población que triplica la de Gaza. La guerra en Siria ha cambiado su demografía haciendo hueco a los pobres entre los pobres, y hoy en día en torno al 70 % de sus habitantes son familias refugiadas sin permiso de residencia que han optado por quedarse allí debido a que en el campo, controlado por facciones palestinas, al menos se hallan a salvo de las autoridades libanesas.

Las viviendas, ampliadas de forma ilegal para hacer espacio a la creciente población, están tan cerca que casi se abrazan, creando estrechísimas callejuelas por las que difícilmente pasan dos personas a la vez. Los hilos eléctricos al descubierto forman peligrosas telas de araña que ocultan el cielo y provocan frecuentes muertes por electrocución. A pocos pasos de la clínica de MSF, la brecha entre dos edificios se ha convertido en un improvisado basurero de varios pisos de alto; las horas de electricidad se reducen a entre tres y seis diarias (el resto se cubre con generadores) y los problemas de salinidad convierten el agua en imbebible. “Lo único que funciona bien en Shatila es el tráfico: de drogas, de órganos, incluso sexual”, explica una fuente conocedora del campo.

Kafa, de 24 años, sostiene a su recién nacido, al que aún no puso nombre./ A.O.

Kafa, de 24 años, sostiene a su recién nacido, al que aún no puso nombre./ A.O.

Las pésimas condiciones de salubridad, unidas a la escasez de luz o de agua potable, conllevan numerosas complicaciones para las embarazadas. Las infecciones son frecuentes y la superpoblación facilita la transmisión de enfermedades, explica la doctora de MSF. Además, “hay muchos partos prematuros agravados por la juventud de las madres, lo que se traduce en una mayor mortalidad de ellas y de los hijos”, alerta.

Con 24 años, Kafa ya es madre de tres. Recostada junto a su recién nacido, al que aún no le puso nombre, explica que el último embarazo ha sido mucho más difícil que los dos anteriores. “Todo representa un mayor esfuerzo. Esta vez me he sentido muy cansada, con mucho estrés fisico y mental. Aquí dentro no hay un ambiente sano y además, no se puede hacer nada”.

Para la población refugiada, especialmente para las mujeres, Shatila se asemeja a una prisión de barrotes y puertas invisibles. La inseguridad limita sus movimientos dentro del campo, donde sufren acoso de forma habitual, y fuera no se atreven a salir por no tener permiso de residencia. Kafa comparte vivienda con varios primos, sus hijos y su marido. Llegó hace un año a Shatila para reunirse con él tras cinco años separados. Suspira recordando su tierra, donde la familia vivía en la campaña de Hama y disponía de una gran parcela de cultivo, frente a la vida de enclaustramiento y desesperanza en Líbano. “Lo que más desearía es volver. Esto no es vida”, explica tomando en sus brazos al pequeño.

“Las primeras que pierden, las mujeres”

El personal médico de Médicos Sin Fronteras atiende cada día a cientos de pacientes sirias

El personal médico de Médicos Sin Fronteras atiende cada día a cientos de pacientes sirias./ A. O.

Desde que estallara la guerra en Siria en 2011, más de un millón y medio de personas han llegado a Líbano, poniendo a prueba la capacidad de acogida de este pequeño país mediterráneo de solo seis millones de habitantes. Con unas infraestructuras ya de por sí deficientes y una economía tambaleante, el Estado se ha visto desbordado por la masiva llegada de personas huidas con lo puesto y en una situación de extrema vulnerabilidad. Las autoridades no han querido reconocerlas como refugiadas de forma oficial, temiendo que su estancia se perennice como ocurrió con la población palestina, llegada hace ya setenta años tras la creación del estado de Israel.

En el actual contexto de reducción de ayudas internacionales a la población refugiada y una clara erosión sus derechos, “las primeras que pierden son las mujeres, porque los recortes van a programas dirigidos a ellas”, apunta Luz Saavedra, coordinadora de los programas de Médicos Sin Fronteras en Beirut.

Tanto Maha como Kafa tienen suerte de haber recibido asistencia gratuita durante su embarazo. En Líbano, donde el 85 % de la sanidad se encuentra en manos privadas, Acnur y la UNRWA se encargan de costear el 75 % de los gastos médicos durante los embarazos de refugiadas sirias y palestinas, pero el 25 % restante, que generalmente asumen ONGs como MSF, no llega para todas.

Para asegurarse de que el coste total queda cubierto, muchos hospitales recurren a agresivos métodos, como retener recién nacidos o confiscar el documento de identidad de los padres hasta que salden la deuda, a lo que suman otras controvertidas prácticas, como el ingente número de cesáreas realizadas. Este tipo de intervenciones, que la Organización Mundial de la Salud recomienda en un 10-15 % de los partos, se triplica entre las refugiadas en Líbano. Además del peligro añadido para la madre, sobre todo en el caso de las que fueron intervenidas en anteriores embarazos y del alto riesgo de infección por la insalubridad de los campos, la cesárea tienen un coste tres veces superior al del parto vaginal: 150 dólares, un gasto inasumible para las que no consiguen la cobertura de una ONG. La doctora Badran explica que ha llegado a encontrar a mujeres a las que les habían sido practicadas cinco cesáreas consecutivas.

La alta natalidad de las sirias de áreas empobrecidas supone un obstáculo añadido en su vida como refugiadas./ A.O.

La tradicional alta natalidad de las sirias provenientes de áreas empobrecidas se convierte en una condena añadida en su condición de refugiadas, especialmente cuando se encuentran solas por la ausencia del cónyuge.

Jamila tiene 35 años, pero aparenta diez más. Mientras espera su turno en la clínica de MSF abraza su vientre abultado, en el que porta su octavo hijo. Su marido trabajaba en la construcción, pero sufrió un accidente y medio cuerpo se le quedó paralizado tras caer de un andamio, por lo que ha tenido que volver temporalmente a Siria para recibir atención médica. Ella, que dejó su casa en escombros en Deir Ezzor y huyó sin mirar atrás, no sabe nada de su familia desde hace 8 años; su marido es lo único que le queda. “Solo espero que se recupere y vuelva. Si no, no sé qué voy a hacer”, explica echándose a llorar.

Como muchas refugiadas, Jamila malvende los vales de comida que les entrega Acnur para poder asumir el coste del alquiler y confía su manutención a la generosidad de algunos vecinos mientras se endeuda con otros para comprar lo básico. La ONU calcula que el 76% de los hogares sirios en Líbano viven bajo el umbral de la pobreza y que hasta el 87 % están endeudados. Cuchitriles de pocos metros cuadrados en los que se junta hasta una decena de personas rondan los 200 o 300 dólares al mes.

En su caso, el único ingreso constante proviene de su hijo mayor de 17 años, que trabaja en una tienda de móviles desde los 10. En Siria, él y sus hermanas iban a clase pero aquí no pueden permitírselo. No hay dinero para mandarlos al colegio y además, el turno lectivo de tarde (habilitado por el gobierno para responder a las necesidades idiomáticas y curriculares de los sirios) no es seguro para las niñas a la hora de regresar solas, explica su madre. La escolarización de menores refugiados en Líbano ha aumentado en el último año, pero al menos un 30% sigue sin ir a la escuela, ya sea por problemas económicos, dificultad de acceso o peligrosidad, especialmente para las chicas.

Abusos y resiliencia

La trabajadora social Jaula Choufany recibe a numerosas sirias víctimas de violencia./ A.O.

La trabajadora social Jaula Choufany recibe a numerosas sirias víctimas de violencia./ A.O.

“Las refugiadas se ven expuestas a capas superpuestas de violencia: intramarital, social, institucional…”, apunta la coordinadora de Médicos Sin Fronteras. Encerradas en casa por mandato conyugal o por los peligros que acechan en los campos, sufriendo el acoso y la discriminación de algunos palestinos dentro y libaneses fuera, se ahogan en su vida diaria y el aislamiento limita las opciones para cambiarla.

“A MSF llegan pocos casos de violencia doméstica porque aún se trata un tema tabú”, señala la trabajadora social de MSF Jaula Choufany, que atiende a un centenar de mujeres al mes. “Entre las sirias se hace muy complicado que salgan del círculo de maltrato. Les preocupa mucho la percepción social: que la comunidad piense, por ejemplo, que si dejan al marido es porque se han ido con otro hombre”, señala Choufany. “Vemos muchos menos casos de los que existen en realidad”, confirma su compañera Hanadi Siam. “Están aquí atrapadas, no pueden hablar porque conviven con sus agresores y no pueden irse a ningún otro lado.

Cuando se trata de violencia sexual, el estigma se multiplica. Choufany recuerda a una mujer violada que no quería quedarse al niño por miedo a las represalias de su entorno. “Nos dijo, ‘si me hacéis llevármelo, en cuanto salga por la puerta lo tiro a la basura'”. En un entorno donde los denominados crímenes de honor siguen produciéndose, “la familia es capaz de matarlas si ocurre, así que no se atreven a denunciar. Y cuando lo hacen, tanto la víctima como los parientes habitualmente se preocupan antes por su virginidad que por su salud física o mental”, afirma la psicóloga Miriam Slikhanian, quien reconoce que la mayoría de sus pacientes sufre violencia machista en el contexto de la pareja.

Las mujeres solteras o viudas se ven aún más expuestas a los abusos por parte de desconocidos o familiares, y son carne de cañón para el tráfico sexual. En 2016, las autoridades libanesas desmantelaron al norte de Beirut una red que explotaba a decenas de mujeres sirias como esclavas sexuales, pero en los últimos años ya se han documentado numerosos casos de prostitución forzada, ‘sexo de supervivenciacomo única forma de obtener ingresos y de prostitución infantil entra las refugiadas.

Mujeres esperan su turno en la clínica de MSF en Shatila

Mujeres esperan su turno en la clínica de MSF en Shatila./ A.O.

Las profesionales sanitarias de Médicos Sin Fronteras recuerdan que muchas sirias, especialmente las procedentes de lugares como Raqqa o Deir Ezzor (tomadas por el Estado Islámico) llegaban “mentalmente destrozadas”. Aunque después se van adaptando y los problemas cotidianos se superponen al trauma de la guerra, en muchas ocasiones el shock postraumático se vuelve crónico, apunta la psicóloga, aludiendo a problemas habituales de depresión, insomnio y agresividad, que además se transmiten a sus hijos e hijas.

La guerra y el desplazamiento han hecho estragos en la salud física y mental de las personas refugiadas, pero la resiliencia de la que hacen acopio estas mujeres no deja de sorprender a quienes trabajan a diario con ellas. El hecho de que cada vez más salgan al mundo laboral ante la ausencia, muerte o invalidez de sus maridos, está al mismo tiempo empoderando a muchas de ellas y su actitud ante los abusos empiezan a cambiar. “Que sean capaces de abordar la violencia que sufren viniendo a la consulta ya significa que, de alguna forma, sienten que algo no está bien”, considera Slikhanian. “Poco a poco va habiendo más concienciación, un cambio de mentalidad”.

Lee también: ‘Fátima y Faiza’, testimonio en vídeo de dos refugiadas sirias en Líbano.

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