Solo por hoy, no jugaré

Solo por hoy, no jugaré

Mientras dura la apuesta, el ruido ambiental se desvanece. El jugador permanece a solas frente a la máquina, pronto obtendrá el premio. El azar le confronta contra el todo o nada, es un reto al destino. En esta partida se juega el control de su vida.

Imagen: Ana Penyas
10/04/2018

Ilustración de Ana Penyas.

Son las diez de la mañana de un caluroso sábado de junio y hay más de treinta personas congregadas en la sala de reuniones de Jugadores Anónimos. Llegan hombres y mujeres de edades dispares; algunos llegan solos, otros acompañados y dos asistentes acuden con niñas de unos 8 y 10 años. El moderador explica el propósito de la reunión y resume el programa de recuperación de doce pasos que sigue el grupo. Nadie lo sabe todavía, pero hay un nuevo miembro en el grupo. Escuchará atentamente los testimonios de sus compañeros y llorará con ellos. Si ha venido convencido de que tiene un problema, será un buen día para él. Podrá iniciar su recuperación siguiendo el primer paso: rendirse ante el juego.

No es un vicio, es una enfermedad

El juego compulsivo es un trastorno caracterizado por la urgencia incontrolable de apostar, a pesar del impacto que esa actividad pueda tener en la vida de la persona afectada. Actualmente hay alrededor de cien mil personas en el umbral del juego patológico en España, según el VIII Informe ‘Percepción social sobre el juego de azar en España 2017’, de la Fundación Codere y de la Universidad Carlos III de Madrid.

Las causas de esta alteración de la conducta son múltiples y diversas. La psicóloga del programa de Juego Patológico y Adicciones Comportamentales del Hospital de Sant Pau, Ana Valdepérez, cuenta que los jugadores compulsivos presentan “una predisposición que puede ser psicológica, genética o motivada por condiciones ambientales”. La línea que separa a los jugadores compulsivos de los sociales es que los primeros pierden el control sobre el tiempo y el dinero que invierten en el juego: “Apuestan más de lo que tenían planeado y no guardan lo que han ganado, sino que lo vuelven a echar en el momento”, explica Valdepérez. Esta alteración va acompañada de la ilusión de control sobre los resultados del juego.

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Gabriel, jugador compulsivo que lleva más de dieciocho años sin jugar, cuenta que el deseo de apostar le superaba: “Pensaba, me juego cien pesetas y me voy, pero luego me lo gastaba todo. También me prometía que al día siguiente no jugaría, pero quería recuperar lo que había perdido”. María confiesa que hubiera echado “hasta las bragas” en la máquina. Sufría muchísimo. No podía dormir, soñaba que las máquinas la perseguían. Pese a ello, le llevó varios años acudir a un grupo de Jugadores Anónimos.

Su caso no es excepcional, en la Unidad de Conductas Adictivas del Hospital de Sant Pau la mayoría de pacientes son hombres. Sin embargo, los estudios indican que una de cada tres personas que juegan de manera compulsiva es una mujer. Valdepérez explica que muchas de ellas no llegan a pedir ayuda porque la penalización social que pesa sobre las jugadoras es mayor que la que sufren ellos. “Ellas viven su situación con mayor vergüenza”, explica la psicóloga. Además, las mujeres tienen mucho menos apoyo familiar. Según Valdepérez, la mayoría llegan solas mientras que los hombres, generalmente, van acompañados de sus mujeres, padres e hijos.

“Me decía a mí misma: ‘¿No te da vergüenza estar aquí, enganchada a la máquina, tú, una mujer?'”, cuenta María. Se sentía avergonzada por ser jugadora compulsiva, pero todavía más por ser una mujer adicta. Las personas de su entorno reforzaban la creencia de que su problema era la falta de voluntad. Se le tensa la frente cuando recuerda su experiencia: “Mi marido dijo que le tenía que echar cojones al asunto porque eso era un vicio. Me llevó al bar, se jugó veinte euros en la máquina delante de mí y me dijo: ‘¿Ves? Yo ahora me piro. Tú tienes que hacer lo mismo'”.

Aunque hay cada vez más información al respecto, muchas personas no entienden el juego compulsivo como un verdadero problema. “La gente te dice que lo único que hay que hacer es dejar de jugar”, dice Gabriel. Pero el impulso es titánico, los jugadores sobrepasan casi todos sus límites. Muchos dicen que lo han perdido todo por el juego.

Un bar en cada esquina y el juego en todas partes

“No es un problema de casinos, es un problema de máquinas tragaperras”. La psicóloga del Hospital de Sant Pau cuenta que la mayoría de sus pacientes juegan en los bares. Según los datos de la Federación Española de Hostelería (FEHR), en España hay de media tres bares por cada mil habitantes. Estas cifras convierten a España en el país con más bares per cápita en todo el mundo. Según Tomás, propietario de un bar desde hace trece años en un barrio de clase trabajadora, “todos tienen máquinas porque sin ellas no pueden subsistir actualmente”.

El hostelero cuenta que no ha subido los precios desde hace cinco años y que, si sale adelante, es gracias a las dos tragaperras que tiene en su local. El trato es 45% de beneficios para el propietario del bar y 55% para CIRSA, el proveedor. Este mes, el hostelero ha recaudado 1.435 euros con sus tragaperras: “Es el sueldo de una persona hoy en día, o incluso de dos”, dice Tomás. A final de año, CIRSA bonifica a Tomás con una comisión que va en función de la rentabilidad que haya sacado a la máquina. Este año han sido mil euros.

El control estatal sobre el juego es laxo en comparación con otros objetos de consumo. En 2011 la Ley de regulación del juego española que entró en vigor dio cancha al negocio de las casas de apuestas. Desde entonces, el número de jugadores sigue aumentando. Estos establecimientos están a pie de calle y para algunas personas es la forma de socializar habitualmente con su grupo. Profesionales sanitarios como Valdepérez trabajan para que el Gobierno regule la publicidad de estos operadores. A diario, un sinfín de anuncios protagonizados por personalidades como Rafa Nadal, Neymar o Ronaldo bombardean a los jóvenes a través de las pantallas de sus ordenadores.

Ilustración de Ana Penyas.

Probé suerte y me tocó

Carmen comenzó a jugar por casualidad, una mañana de domingo que estaba sola en casa. Tenía la moral por los suelos y escribía en su diario cuando vio un anuncio de Botemanía en la televisión. “Entré en la web por curiosidad y vi que si ingresabas cien euros te regalaban otros cien, así que pensé: ‘Prueba, no pierdes nada'”, recuerda. Ese día comenzó su relación con el juego.

La mayoría de mujeres que llegan a la Unidad de Conductas Adictivas empieza a jugar como una vía de escape a emociones negativas. A menudo, los desencadenantes son problemas personales, depresión, aburrimiento y soledad. “Cuando estas mujeres van al bingo se evaden de los problemas que tienen y se sienten seguras y acompañadas en ese entorno. Es una burbuja en la que se sienten más cuidadas”, dice Valdepérez.

Pero hay un anhelo de libertad en la voz de Carmen cuando habla del juego como un ratito dedicado a ella misma, su “sitio de no pensar” antes de entrar en el grupo de Jugadores Anónimos. “Pensaba: ‘¿Verdad que en casa los demás hacen lo que quieren? Yo no salgo con mis amigas, yo no voy al cine, yo no voy al gimnasio. Me lo merezco, merezco ser libre y hacer lo que me dé la gana'”, cuenta.

María estaba descontenta con su vida cuando echó el cambio de un café en la máquina y le tocó el premio. Dice que cuando estaba ante la máquina no veía nada más, se aislaba de su vida. Pocos meses después de aquel golpe de suerte, ya sufría jugando y quería dejarlo, pero no en su propio beneficio, sino para que su familia la quisiera. Cuando su marido y sus hijos se desentendieron de ella después de un intento de suicidio, María puso los pies en la tierra: “Pasé de ser la mujer y madre sumisa que aguantaba todo a decirles: ‘A partir de hoy, tú te lavas la ropa, tú te planchas, tú cocinas; la mamá se acabó, el dinero es mío y voy a hacer con él lo que quiera'”.

Montse, quien a sus 85 años es la integrante veterana de un grupo de Jugadores Anónimos, también sentía, de alguna manera, que la vida estaba en deuda con ella. “Desde pequeña tuve que ayudar a mi madre a trabajar cuando salía de la escuela. Así que de mayor he jugado todo lo que no pude jugar de pequeña“.

Cuenta Valdepérez que, en general, los hombres que acuden a la Unidad del Hospital de Sant Pau anhelan la emoción que les provoca el azar, la satisfacción que les da ganar a juegos que requieren astucia, como el póker, y la fantasía de ganar dinero fácil. Miguel, que no se rindió ante el juego hasta que apostó el único euro que le quedaba en la cuenta al tenis online, vio en el juego una solución a sus problemas. “Empecé a ganar y ya no aceptaba ver un cero en mi cuenta. Me monté mi película en la cabeza: el dinero me iba a sacar de pobre”, dice.

Gerard frecuentaba timbas de póker en los casinos. El juego le ayudaba a liberarse de sus penurias. Por lo menos dominaba ese metro cuadrado de realidad: “Crees que eres el mejor y que aquella partida te la has llevado porque eres un fenómeno. Pensaba que yo controlaba todo, sabía las cartas que tú tenías y las de él y, aunque tú tuvieras mejores cartas, yo iba a tirarme un farol para ganarte”, comenta.

El jugador no abandona el juego hasta que no lo ha perdido todo o hasta que se descubre el pastel en casa. “Cuando llegas a ese punto debes rendirte y reconocer que él es Goliat y tú eres David”, explica Gabriel. Es entonces cuando comienza la recuperación.

El restablecimiento es un compromiso de por vida porque el juego compulsivo es un trastorno crónico y no importa cuánto tiempo lleve una persona sin jugar: si echa la primera moneda, retomará su actividad. Gerard disfruta de su recuperación junto a otros Jugadores Anónimos, después de una recaída. Aplaude sonriendo tras recitar la Oración de la Serenidad. Ganar le da tanta satisfacción que no quiere ni jugar al parchís: “Si tengo la ficha a tres casillas digo que son cuatro y te la mato. Y si eres mi hija, te mato la ficha igual, te la pongo en la casilla y cuento veinte”.

 

NOTA: El anonimato es la base espiritual del programa de Jugadores Anónimos. Por respetarlo, todos los nombres de los jugadores de este reportaje son falsos.

Este texto ha sido publicado en el número 5 de #PikaraEnPapel
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