Una memoria sentimental de Operación Triunfo

Una memoria sentimental de Operación Triunfo

No sé por qué he vuelto a ver OT ni qué se me ha roto dentro para que se convierta en el centro de mi vida. Uno se consuela cuando comprende que esto no va de música, sino de ensueño y de emoción. Y porque este año, en esa academia se ha gestado algo muy gordo.

Ilustración: Emma Gascó

Ilustración: Emma Gascó

Uno a veces se pregunta qué es lo que pasa en su interior para que un concurso musical de un país de la periferia europea se convierta, durante unos meses, en el centro de su vida. ¿Qué se me ha roto dentro, qué hay dentro de mí que necesita esto, qué me ocurre? ¿Cómo puedo pasar de Proust y Bach a versiones karaokeras de José Luis Perales? Lo tuve claro hace ya más de quince años, mientras mi padre agonizaba en un hospital, en el noviembre más frío que recuerdo, cuando una noche, delante de una de esas teles que funcionan con monedas, me encontré con David Bustamante, el albañil. Y empecé a llorar. Lloré todo lo que necesitaba. Aquella noche me hice fan de Operación Triunfo porque era el formato perfecto: un concurso de cantantes, de chicos y chicas que “habían salido del arroyo” pero que tenían un especial talento (que luego se confirmó o se estropeó) para emocionar: no era solo la voz, era el concurso, era la ilusión. Uno se consuela cuando comprende que esto no va de música, sino de ensueño y de emoción. Además, el ganador iría a Eurovisión. Y eso, en mi caso, era definitivo.

Pasaron los años y el formato se fue degradando y yo dejé de verlo muy pronto. Sin embargo, este año, ya digo que no sé por qué motivo (quizá la vuelta a TVE, quizá la presencia de Guille Milkyway y los Javis, quizá a que hay algo dentro de mí que lo necesitaba y que está por determinar), me hizo recuperar la ilusión. Pero tras la primera gala, que me horrorizó (especialmente un tal Agoney que no me hacía gozar precisamente cuando cantaba y que, sin embargo, cuando hablaba y sonreía me apetecía amamantar y al que he terminado por coger mucho cariño por su valiente visibilidad) volví a decepcionarme.

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Entonces apareció ella: Amaia. La mujer que quiero tener a mi lado, la amiga de mi vida, mi madre, mi hija, mi hermana, mi amiga, mi pareja: Amaia agradeciendo, Amaia haciéndose pis, Amaia humilde, Amaia guerrera, Amaia diciendo tacos, Amaia dulce, Amaia inocente, Amaia mirando aspersores, Amaia hablando de pedos y de caca, Amaia sexual, Amaia recordando a Amanda, Amaia corriéndose viva, Amaia la voz. Quería que todo el mundo fuera como ella y, yo mismo, en reuniones de trabajo, a mis cincuenta años y delante de un montón de ejecutivos, empecé a decir “buaaaaaah, qué horror” y a hacer tímidas caiditas de ojos mientras me escondo detrás de unos mechones rizados que no tengo. Me enamoró Amaia y caí rendido con su versión del City of stars. Me enamoró Alfred y ese pasado de acoso escolar que yo imaginaba en su mirada esquiva (no sé si es real, pero seguro que sí, que lo es), en sus ausencias, en su bellísima rareza, en su originalidad. Amaia y Alfred, Alfred y Amaia. Jamás deseé tanto ser bisexual, hacer un trío. Ser pansexual y follarme a la Academia entera, a los aguacates, a los micrófonos.

Me di cuenta de que allí se estaba gestando algo muy gordo: todo el mundo hablaba del novio trans de Marina, los Javis (véase obligatoriamente el discurso tras la recogida del premio Feroz) reivindicaban cada dos por tres la disidencia sexual y de género, ¡hasta La revolución sexual de La Casa Azul triunfaba años después de no haber ido a Eurovisión, ante las protestas de la España con ataques de caspa! Era nuestra particular venganza contra los cuñados. Allí se hablaba de feminismo, de menores trans, hubo un beso entre dos hombres en una actuación, canciones de amor entre dos chicas, todo tipo de rumores, ¿Ricky y Agoney? ¿Agoney y Raoul? En mi casa, en el sofá, yo daba saltos jabonados de delfín imaginando encantado a todos esos pequeños y pequeñas disidentes, futures compañeres de lucha, que trasnochaban para ver todo aquello y se acostaban con una sonrisa (al menos, un día).

No es oro todo lo que reluce, claro. Seguro que Amaia triunfará, si se deja aconsejar (o mejor, si no se deja) y Alfred, con su extraña genialidad, aunque no sea como cantante. Habrá una carrera musical para alguno de ellos: Cepeda (qué pereza, pero viene bien para recordar qué clase de hombre no queremos ser, tan oprimido por los estereotipos de género que se ahoga), Aitana (un precioso timbre de voz que a mí me llega al alma), Miriam (que es como el Quique de Verano Azul: nadie sabe qué pinta ahí pero es necesaria), la simpatía de Roi (el guapifeo que uno quiere en su vida) y Ana Guerra (nueva diva que hace que los gais dejemos de consultar el móvil y berreemos La Bikina en esas discotecas de machotes que hay ahora y nos olvidemos de nuestras barbas, nuestros sudores y nuestras poses de luchadores de kırkpınar: con Ana War la pluma ha vuelto para quedarse). Los demás, un poco más de lo mismo. Salvo destacar que Mónica Naranjo no ha entendido el concurso y no ha estado a la altura (“Y no lloré, Aitana. No lloré”). ¡Precisamente aquí, que va todo de llorar! Al contrario que Roberto Leal, que ha sido el mejor presentador que ha habido jamás en un concurso similar y al que imagino hinchándose de llorar el día que termine.

Vaya mi agradecimiento eterno a las trabajadoras de la televisión pública que decidieron no cortar la emisión en directo a la hora convenida una fría noche de enero y, aunque se fueran apagando lentamente las luces, pudiéramos seguir oyendo a Amaia y Alfred terminar una preciosa canción. E intuir, en la penumbra ya, como en un teatro de sombras, un beso de Alfred, un suspiro de Amaia (y quizá, después, un beso de Amaia, un suspiro de Alfred, pero eso solo lo imagino). Historia pura de la televisión. Viva Operación Triunfo.

(Dedicado a Borja Terán, que ha sido el informador perfecto)

Lee también el análisis de las disidencias sexuales y de género en OT que nos ha hecho Rachel Blanc.

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