El sexo es culpable hasta que se demuestre lo contrario

El sexo es culpable hasta que se demuestre lo contrario

¿Hay que controlar el tipo de contenidos pornográficos que circulan por internet? ¿Es eso posible? ¿Cuál es la línea roja que define a las prácticas y representaciones sexuales denigrantes? ¿Qué autoridad trazaría esa línea?

Ilustración: Señora Milton

En la web de Golfxs con principios hay un espacio considerable dedicado a las “perversiones”. Se comparten artículos y enlaces sobre prácticas poco comunes, algunas extremas. Incluso hay un blog del mismo nombre (en tumblr) dónde sólo se comparte porno. Y hay quienes ven criticable lo que se visibiliza ahí porque consideran que algunas prácticas son denigrantes. ¿Es denigrante ver cómo a una persona le mean encima? ¿Es humillante ver cómo alguien se arrastra, le escupen, le insultan, entendiendo que es parte de una relación sexual? ¿Qué insultos son admisibles? ¿O sólo deberíamos decirnos expresiones de cariño en la intimidad? ¿En qué momento el trato es demasiado rudo? ¿Dónde está la línea? ¿Sólo deberíamos erotizar la igualdad, la dulzura, la suavidad, el respeto? ¿Deben volver a ser tratados como enfermedades los deseos que van más allá de lo que se llama “natural”, sin que nunca nadie pueda definir a qué se le llama así?

Cuando nos encontramos delante de una representación pornográfica o la descripción de algunos deseos que nos pueden resultar chocantes y nos hacemos alguna pregunta sobre ellos, es común que se abran varios frentes simultáneamente: el porno ético frente al que no lo es, el trabajo sexual como muestra de libertad o de sometimiento, la violencia contra las mujeres, la patologización de las conductas “desviadas”, la defensa de “lo natural” y el control o límites del porno en internet. Con tantos frentes abiertos a la vez no es raro que se provoquen constantes apocalipsis en las redes sociales.

¿Todo vale en internet?

Por referirnos a las que pueden provocar las reacciones más extremas, hay determinado tipo de escenas BDSM (sadomasoquistas, de dominación/sumisión) en las que se juega con traumas culturales de nuestro pasado, incluso de nuestro presente. En ellas se representa a veces el ejercicio de poder sobre determinados colectivos, que han sido incluso víctimas de una opresión, persecución o discriminación brutal. Se representan situaciones violentas física o mentalmente. Como expone The New Bottoming Book (la guía para iniciarse como parte dominada en el BDSM, escrita por las autoras de Ética Promiscua/The Ethical Slut) cuando se lleva a cabo una de esas escenas en un evento público, la gente no puede cerrar sus oídos ante determinados insultos o expresiones (1). Por eso, si se quiere llevarla adelante en público, se recomienda avisar a quienes lo organizan para que quien quiera pueda irse y no tenga que presenciar escenas que le pueden resultar muy desagradables, que pueden desencadenar su reacción adversa frente a recuerdos o vivencias traumáticas.

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Algo parecido se puede hacer con el porno, sea BDSM o no. Se hace en algunas ocasiones, aunque no siempre: se indica la naturaleza de las imágenes que se van a ver para que quien está mirándolas decida si quiere ver más o no. A veces ese control de acceso consiste en exigir que quien quiera verlas afirme que es mayor de edad o que tenga que registrarse en una red. El problema es que esto no sucede siempre. Y esa ausencia de filtro puede hacer que nos encontremos con escenas que nos pueden remover mucho sin ningún aviso previo.

No nos parece buena idea la censura previa, como la que hace Facebook a todo contenido erótico marcando unas contradictorias “líneas rojas” (como el conocido debate sobre los pezones masculinos y femeninos, unos admisibles y los otros censurables), sino que parece preferible un sistema que nos permita elegir el nivel de contenidos que recibimos, sean eróticos, violentos o potencialmente molestos por alguna razón, como se puede regular con las búsquedas en Google, los blogs de Tumblr o el contenido de las imágenes de Twitter. Cuando esto no nos lo facilitan las webs que visitamos, se pueden usar servicios de control parental y similares para decidir a nuestra medida qué contenidos deseamos filtrar.

Porno ético

Aún estamos buscando un nuevo terreno en el que acomodarnos después de los importantes cambios que supuso la moral permisiva de los años 60, en la que se le quiso quitar toda la relevancia a las experiencias sexuales (“un placer como cualquier otro”), un paso necesario para ir más allá de la moral prohibitiva de donde veníamos. Antes de los 60 existía un panorama en el que las relaciones sexuales se limitaban al matrimonio o la prostitución. Fuera de esos terrenos, dominaba principalmente la moral religiosa al mismo tiempo que todo lo sexual se asociaba al pecado. Como todo péndulo, se llegó a posturas permisivas inimaginables hoy día (incluso perseguibles penalmente) que posteriormente se han ido equilibrando al darse cuenta de que las relaciones sexuales van más allá del placer, de que hay más cosas en juego. Por ejemplo, un libro famoso en los 60, Las Minorías Eróticas, de Lars Ullerstam defendía el exhibicionismo de una manera que hoy nos resulta increíble:

La domesticación continuada de los impulsos exhibicionistas acapara una gran cantidad de energías que podrían ser empleadas más útilmente. Esforzarse en hacer que esos hombres pasen por la vida sin alcanzar la liberación, es ejercer contra ellos, sólo por el hecho de que su instinto sexual es poco corriente, una especie de crueldad.

Querría, en fin, hacer una exhortación a mis lectores: ¡La próxima vez que vean ustedes un exhibicionista en acción, considérenlo como un prójimo suyo y no como un leproso! ¡Procuren ustedes comprender lo que hay de patético e impresionante en su comportamiento! ¡Y, sobre todo, no lo denuncien a la policía, porque eso sólo fastidios le procuraría! Todos deberíamos admitir en nuestro prójimo ese rito maravilloso y sano que es el exhibicionismo.”Ullerstam, 1967

De esa época hemos heredado la persistente idea de “liberarse”, de transgresión, de la búsqueda de la novedad. Pero como siempre, en la sociedad, los cambios no se dan aislados de otros campos de la cultura, de la economía… y por eso, como ya se hizo notar desde hace décadas, se ha terminado hablando de sexo constantemente, como muestra de transgresión. En realidad, se termina transgrediendo más bien poco y se mantiene una clara línea tácita entre “lo raro” y lo normal. Esto es algo que le ha venido muy bien al mercado (que antes vendía objetos y ahora servicios y experiencias), que necesita novedades constantemente sin que se cuestionen las reglas de esas novedades. Sin que se modifique el paisaje de fondo, el marco desde el que lo miramos. Podemos ver besos de un chico transexual en TVE, reportajes transgresores en VICE que consiguen ser virales… pero en nuestra vida cotidiana, en el día a día, toda una serie de fantasías y deseos se siguen viendo igual de “raros” que hace un siglo.

Y así se va medicalizando el deseo, se convierte lo sexual en saludable, se centra la atención en los embarazos (como si todo el mundo fuese heterosexual, como si no existiese nada más que la cópula), se habla de “lo raro” porque es lo que más visitas asegura en prensa online y redes sociales, mientras que, especialmente en nuestro país, ha desaparecido la educación sexual y se han recortado o eliminado los presupuestos que hacían posible que algunas organizaciones y proyectos educativos la ofrecieran.

En una época en que la educación sexual es más necesaria que nunca (para abordar realidades como la transexualidad infantil, el cuestionamiento de la identidad de género, la visibilización de nuevas prácticas sexuales, identidades y relaciones minoritarias y un largo etcétera), en que se expresa una diversidad mayor que nunca… la industria de la pornografía mainstream, la más clásica y limitada, ha contado con la infinita ayuda de internet para hacer omnipresente un imaginario muy limitado. Es un fenómeno similar a la aparente liberación que podía parecer inicialmente que cualquiera pueda alquilar su casa de manera sencilla, y que ha provocado que tengamos que mudarnos al extrarradio porque las grandes inmobiliarias y fondos de inversión han encontrado una nueva forma de hacer negocio. Como decía el religioso y político Lacordaire, “entre el fuerte y el débil, la ley es la que protege y la libertad es la que oprime”. Hará falta que lo perdamos todo para que volvamos a darnos cuenta de que sigue siendo cierta esa afirmación.

Frente a esa omnipresencia de un sólo tipo de porno, surgió en EEUU el llamado “porno feminista” y en nuestro país “porno ético”, un porno con unos mínimos respecto a los contenidos, condiciones de trabajo, prácticas e identidades representadas… Siguen siendo muy pocas productoras y se consume muchísimo menos que el porno convencional, pero indica un cambio de mentalidad que va más allá de los gustos. La preocupación va más allá del guión, y se extiende a colectivos representados, a prácticas mostradas y a las condiciones de quienes participan en esas películas.

Fuera de eso, sin duda se han normalizado abusos que ni las actrices detectan como tales (como cuenta Anneke Necro desde dentro de la industria) pero no todas las que participan son parte de una red esclavista… Esta cuestión enlaza la discusión sobre el porno con la de la prostitución, y es común que se salte de un tema al otro constantemente, que como en los años 80 se mezcle una y otra vez trata y prostitución, lo que hace que el debate sea todavía más encendido y complicado. Sea como fuere, parece que el porno ético necesitará un largo recorrido para pasar a ser la norma, si es que alguna vez llega a serlo. Para eso, antes necesitaría ser mucho más conocido y abundante. Son tan pocas las productoras, que es normal que mucha gente crea que no existen otras alternativas. Y como con el comercio justo, si esos buenos deseos no se convierten en obligatorios por ley nunca llegan a implantarse.

Uno de los argumentos contra la prohibición o abolición del porno (no por deseable sino por ser una de las opciones planteadas a veces) es que, del mismo modo que deseamos ver una película de terror sin tener ganas de que nos suceda en la vida real, encontramos cientos, miles de situaciones de contenido erótico o a las que les podemos dar esa carga y que nos hemos imaginado, con las que hemos fantaseado y nos gusta ver representadas como si fuesen reales.

¿Se solucionarían los problemas asociados a la producción de porno garantizando los derechos de quienes participan en estas películas? Parece ser la única vía factible. Ayudaría el hecho de que el estigma sobre todo lo relacionado con el sexo desapareciese y no fuese “delicado” hacer películas de ese tipo. ¿Alguien puede dudar que semejante mercado multimillonario no sería un objetivo deseable -económicamente hablando- para las productoras de cine convencionales? Sin duda. No necesitarían usar su marca más conocida, pero podrían tener filiales más pequeñas. Y con su infraestructura, departamentos legales y poder, no les sería complicado implantar unas normas mínimas para que no se diese ningún abuso en la producción de dichas películas y poder beneficiarse de un mercado descomunalmente grande y activo. Pero todo lo relacionado con nuestra faceta sexual es complicado, “mancha”, poca gente quiere soportar ese estigma y por eso sigue siendo un campo del que se van alejando cada vez más y más personas. Es más fácil apartarlo de nuestra vista. Al fin y al cabo, se puede vivir sin él y suele suceder que, cuanto menos se practica, menos falta hace.

¿Qué representaciones son admisibles?

Por otro lado, la idea de que existen unas representaciones sexuales degradantes está dando por hecho que el porno en sí es malo (y no en el sentido estético ni de salud), lo que inevitablemente viene a decirnos que hay un sexo natural o “no desviado”, anterior a la sociedad. El que se debe de tener. El que supone que hace que se “respete” la integridad de todas las personas participantes. ¿Es respetable la “postura del misionero”? ¿Es degradante follar a cuatro patas, como animales? Es importante no olvidarse, en el debate de qué es degradante y qué no lo es, que sólo tiene sentido cuando hablamos de prácticas reales. Pero aquí sólo estamos hablando de representaciones. ¿Son sólo problemáticas las representaciones pornográficas? ¿Qué sucede con las representaciones cinematográficas que nos hacen creer que es real lo que vemos? ¿Son menos problemáticas las representaciones fotográficas? ¿Qué sucede con la literatura? ¿No supone ningún problema la obra de Sade? ¿No debe prohibirse también Saló o los 120 días de Sodoma? Hay quien defiende al protagonista de 50 sombras de Grey como si fuera una persona real a la que hay que comprender por los problemas que ha tenido en su vida…

¿Quién es la autoridad hoy día para decirnos cuáles son las fantasías admisibles y cuáles no? En el pasado han sido la religión y la medicina quienes nos han dicho dónde estaba el límite de lo razonable a la hora de fantasear. Pero por mucho empeño que se ha puesto, seguimos teniendo unas fantasías que siguen escapándose al deseo de controlarlas, unas fantasías que a veces resultan conflictivas y contradictorias, como nuestros sueños, como la cultura en la que vivimos y fuera de la cual es imposible vivir. No podemos crecer en medio de la selva, de un desierto, sin relacionarnos con ninguna cultura…

¿Es aconsejable que tantísima gente que no fantasea “con lo que debería fantasear” se sienta culpable? ¿Cuáles serán las consecuencias a largo plazo de culpabilizar a tanta gente? ¿De nuevo debemos volver a la consulta médica a “curarnos”, a reeducar nuestros gustos? Esa impresión daba un hilo publicado recientemente en las redes sociales, donde se consideraba que quienes practican relaciones BDSM o tienen determinados juegos de rol en torno a la edad, la raza, el físico, etc. no son conscientes del daño que se hacen ni del que hacen a la sociedad. Esa dirección tomada por la opinión en nuestro país resulta preocupante cuando en el resto de Europa se está avanzando en la dirección contraria: Dinamarca fue la primera, en 1995, en eliminar el sadomasoquismo totalmente de su clasificación de enfermedades. La siguieron Suecia en 2009, Noruega en 2010 y Finlandia en 2011. Parecen haber encontrado el punto medio entre la patologización decimonónica y la búsqueda de la represión nula de los años 70. Pero no es extraño que las posturas patologizadoras que resurgieron en tiempos de Ronald Regan, vuelvan a hacerlo con Donald Trump.

Es comprensible que determinadas prácticas y gustos resulten chocantes. Es habitual que todo lo relacionado con la industria de la pornografía provoque debates incendiarios porque toca tantos terrenos complicados simultáneamente. Pero quizá no haga falta llegar tan lejos como convertirse en la reserva de la moral sexual de Occidente. Quizá sea suficiente con que reflexionemos sobre lo compleja que es la ética sexual contemporánea, sobre cómo relacionarnos con nuestras fantasías y sobre cómo hacer compatibles nuestros deseos con la felicidad propia y ajena.


  1. Jugando con traumas culturales. Dossie Easton y Janet Hardy. The New Bottoming Book.

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