#Metoo: quién se queda, quién se va
Manifestarse contra el acoso y la violencia sexual no se limita a sacudir normas sociales: es una campaña sin precedentes por un trato justo en el lugar de trabajo, exigiendo condiciones dignas y seguras, reconocimiento y permanencia.
Parecía que la tendencia iba a durar un par de semanas, pero ya van varios meses y la bola de nieve no para de crecer: decenas de denuncias públicas de extorsiones, exclusiones, agresiones y violencia sufridos por mujeres en sus puestos de trabajo. Cada semana, una nueva superviviente añade su historia a la corriente, que ya es torrencial. Cuentan sus experiencias a riesgo de ser sometidas a descrédito público o ver su reputación reducida a una instancia de victimización, pero lo que han sacrificado para llegar hasta este momento ya es suficiente. Sus crónicas ponen en evidencia que lidiar con avances sexuales no deseados y gestionar relaciones desiguales dentro y fuera del mundo laboral es un paradigma del sexismo, y uno especialmente exhaustivo en el menoscabo de talento y el agotamiento de recursos y tiempo.
La escritora Moira Donegan, en su (forzada) confesión como creadora de la tristemente célebre «Shitty Men in Media» List, resalta esa dimensión: la lista se creó no para acusar formalmente a ninguno de los nombrados, sino para alertar a trabajadoras y aspirantes a trabajadoras en medios de comunicación con quién no debían reunirse si querían ahorrarse violencia, carreras estancadas y horas perdidas «diseccionando la psicología del tipo de persona que no se para a contemplar tu interioridad en absoluto». El documento, en origen de circulación privada, se publicó, viralizó e instrumentalizó en un discurso propulsado por consideraciones distorsionadas sobre la sexualidad y sus componentes relacionales. ¿Cómo se atrevía nadie a comparar una violación con que alguien te ponga una mano en el culo?
Este discurso, aunque mute con rapidez en la era digital, no es nada nuevo. Es la reencarnación de una reacción que siempre sigue a los clamores por un trato más justo, deformando sus peticiones y razonamientos hasta dejarlos irreconocibles. A él pertenecen la alarma por una supuesta «caza de brujas» (en este caso, por primera vez en la historia, las «brujas» serían en su mayoría señores) expresada en los albores de la era post-Weinstein por cineastas como Oliver Stone, Woody Allen y más recientemente el actor Liam Neeson. También el desafortunado manifiesto de las cien, defendiendo «la libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual», una declaración firme de confusión sobre las premisas más básicas tanto del movimiento feminista como de las relaciones humanas, incluyendo la «libertad» que resaltan dos veces en su apertura. Una de sus firmantes más conocidas, la actriz Catherine Deneuve, ya se ha retractado al menos en parte. Su rúbrica sigue adornando unas declaraciones que, como bien explica la historiadora Christine Bard, son una clásica contraofensiva.
El árbol del sexo no nos deja ver el bosque de la discriminación. La clave de las dinámicas denunciadas por las activistas de #MeToo y las mujeres compartiendo sus experiencias es el abuso, que aunque se esconda tras pretextos de sexualidad y deseo, siempre es de poder. Barbara Ehrenreich resalta que el abuso, incluyendo acoso y violencia sexual, es una característica cotidiana en los trabajos feminizados, especialmente los menos cualificados, estando tan normalizado que no se considera siquiera algo que se pueda prevenir, sino parte de los requisitos laborales: o lo tomas o lo dejas.
Ningún sector laboral está libre de estos comportamientos y requisitos, ya sean cualificados o no. En los sectores cualificados, especialmente aquellos en los que las mujeres tienen una presencia minoritaria, la misoginia es también rampante y se manifiesta con varias cabezas. Un caso infame es el de la industria del desarrollo tecnológico, expuesta durante el año 2017 en diversas crónicas internas como la de Susan Fowler (que sacudió la reputación del gigante Uber y le valió su presencia en la portada de la revista TIME) o Sheelah Kolhatkar. No faltan los testimonios de actrices del cine patrio y de Hollywood, cuyo estallido llevó el movimiento #MeToo al punto de no retorno.
Lo que relatan estas mujeres no son tan solo avances sexuales agresivos y situaciones de acoso por parte de sus compañeros masculinos, sino la creación de resistencias y obstáculos insalvables en sus carreras profesionales, apoyados por las estructuras internas que supuestamente deberían prevenirlos o disolverlos, hasta llegar al punto de verse expulsadas de sus puestos de trabajo. Al final se trata de maniobras no ya de seducción desacertada o malinterpretación de situaciones, sino de distracción y amedrentación estratégicas: violencias recurrentes que disponen la configuración de la sociedad tal y como la conocemos, dibujando límites y arrinconando en roles. Las discriminaciones se agregan, añadiendo textura a las desigualdades de raza, clase y expresión de género. No es casualidad que, como señala Mona Eltahawy, cien de cien firmantes en un manifiesto antifeminista redactado por mujeres sean blancas y de situación privilegiada. La seguridad económica y el estatus de permanencia son factores clave en estas situaciones.
A fuerza de generar desequilibrios de estatus, seguridad y presencia entre géneros masculino y femenino, estas violencias recurrentes se convierten en socialmente aceptadas y se autosostienen. Cada apología del «libertinaje», cada excusa apoyada en el deseo o una supuesta pulsión incontrolable provocada por este; cada defensa de una diferencia biológica fundamental e inextricable entre los géneros que origine una desigualdad de capacidad y oportunidad inevitable, participa en estas estrategias de discriminación.
Es comprensible que sexualidad domine la conversación, por varias razones: la primera, sigue siendo una dimensión relacional poco explorada socialmente con intenciones honestas, incomprendida y mistificada; la segunda, es un tema fácilmente controvertible para generar polémica a través de la especulación y el morbo; la tercera, porque la violencia sexual es especialmente perniciosa en cuanto a intenciones del agresor y consecuencias para la víctima. El rol sexual de la discriminación coloca a esta última, casi siempre femenina, como guardiana de su atractivo y en última instancia responsable de su explotación y abuso. Este giro del cuchillo conduce a la culpabilidad y al silencio, haciendo mucho más difícil reconocerse en situación de abuso, poder denunciarlo y, sobre todo, percibir justicia si la denuncia saliera adelante. Las repercusiones de la agresión sexual sitúan a la víctima en un mapa de violencia de dimensiones insospechadas; ahora que ellas han tomado por asalto la conversación pública, estamos empezando a reunir herramientas para crear otros mapas, y otras estrategias.
El movimiento #MeToo, en su origen una campaña contra el acoso y discriminación sexual creada por la activista Tarana Burke, ya ha pasado su punto crítico y se ha convertido en inevitable. La denominación de «movimiento» inspira una relación con lo sísmico: un terremoto o un tsunami, como dice Nuria Varela. La presión se acumula hasta que finalmente tiene que liberarse, en un ciclo inevitable. Con todas nuestras voces, cabría esperar que el próximo ciclo se alargara, ofreciéndonos una tregua hasta que la tensión volviera a hacerse insostenible. No ocurrirá tal cosa; no hay estabilidad posible cuando un desplazamiento de este calibre se pone en marcha. El seísmo debe continuar hasta que se creen estructuras nuevas, en las que las desigualdades se reduzcan hasta desaparecer, en las que todas las mujeres puedan aspirar a una vida digna, en las que las discriminaciones, violentas o pasivas, laborales y vitales, sean inadmisibles y finalmente inconcebibles. Las reacciones se aceleran porque se acerca un momento de cambio irreversible: la oportunidad de construir estructuras que nos alberguen, y nos permitan quedarnos.