La violencia como síntoma de una sociedad irresponsable

La violencia como síntoma de una sociedad irresponsable

La sociedad bilbaína está consternada con el asesinato de dos octogenarios a manos de dos adolescentes de 14 años. La alarma creada no puede quedarse en la violencia como un problema porque estaremos interviniendo sólo sobre las consecuencias.

30/01/2018

Javi Pérez Hoyos*

Vista panorámica del barrio bilbaíno donde sucediron los hechos. / Foto: Wikicommons.

Vista panorámica del barrio bilbaíno donde sucediron los hechos. / Foto: Wikicommons.

Una pareja de ancianos, que podrían ser los abuelos de cualquiera, ha sido asesinada hace unos días en Bilbao. La sociedad bilbaína está consternada. Personas humildes y trabajadoras que llevaban una vida apacible, en un barrio construido hace seis décadas sobre un asentamiento de chabolas. Un barrio que ha trabajado mucho y muy duro contra la estigmatización. Un barrio que sufrió los envites del paro, de la pobreza, y de la droga. Un barrio que, con muchas cuentas pendientes que resolver, sale adelante cada día. Del otro lado, o tal vez del mismo, los asesinos, dos adolescentes de 14 años. Dos menores que la información de la prensa ha dibujado como problemáticos, violentos, y de familias en exclusión. Dos adolescentes que en vez de estar pensando en sus primeros escarceos amorosos, o en sudar la camiseta en un partido improvisado en la plaza, asaltan la casa de dos vecinos con tremenda violencia.

Nada de lo que podamos decir va a calmar el dolor de la familia de Lucía y Rafael. Nada. Todos los sesudos análisis que podamos compartir, no les van a mitigar su dolor. Solo podemos desear que esta atrocidad sirva a nuestra sociedad para echar el freno de mano, y corregir. De la misma manera que Ana Orantes, supuso un antes y un después en la percepción que la sociedad tenía de la violencia patriarcal, aunque hoy sigue habiendo otras ‘Anas’, debemos de tomar estos terribles sucesos como un punto de inflexión necesario.

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Todas las voces que han sido capaces de atinar fuera de los juicios públicos, y los intereses partidarios y partidistas, se hacen la misma pregunta. “¿Qué pasa en la vida de menor de 14 años, para cometer un crimen así de atroz?”. Bronfenbrenner sostenía que la conducta de todos las personas está influenciada por una serie de sistemas que se superponen unos sobre otros. Sabemos también que en el diálogo con todos estos sistemas existen factores que inducen al riesgo y otros que generan protección. Está claro que en este caso los factores de protección no han sido capaces de paliar el efecto adverso de los factores de riesgo. Personas dañadas, de familias y entornos dañados, hay muchas. Viviendo en barrios y ciudades en conflicto son muchas más. Hijos culturales y morales de su tiempo más aún… pero en este caso concreto, asesinos, solo hay dos. Se trata de una concatenación macabra de factores de riesgo.

La sociedad se alarma ante la violencia, la efectiva o la predecible. Si miramos la violencia como el problema, estaremos interviniendo sólo sobre las consecuencias. La violencia es fea, incomoda, duele, genera tensión y mata…, pero la violencia solo es el síntoma. Es el síntoma de que uno, dos, tres o todos los sistemas, de los que hablábamos antes, están incidiendo negativamente. Quienes por su profesión o su mirada, tienen una voluntad de servicio público, o de construcción comunitaria, asumen como propia la responsabilidad colectiva de intervenir sobre la raíz del problema. Y al igual que con la violencia de género, algunos sectores seguirán esquivando asumir su responsabilidad.

Tenemos una responsabilidad con la cultura de la violencia. Nuestra sociedad la banaliza. Todos tendemos a culpar lo que se ve en internet, en la televisión, pero la cultura de la violencia se nutre de cada poro de nuestra piel: como ejercitantes, como consumidores, o como instigadores. La agresividad es algo inherente al ser humano, es instinto de supervivencia, pero la violencia no. La violencia es un constructo social. La tolerancia que una sociedad o una cultura tiene de la misma, depende directamente de ella. Lo que hace 40 años era tolerable, ahora no tiene por qué serlo y al revés. Y lo que se entiende por violencia en nuestra cultura, no tiene por qué ser compartido por otras.

Tenemos responsabilidad como ciudadanía. No sólo con el ejercicio del voto, también con el legítimo derecho a la protesta. Hemos de entender que somos avalistas de nuestra propia libertad, nuestros derechos, y por lo tanto de nuestro futuro. Por ejemplo, cuando no exigimos a las instituciones unos servicios públicos de calidad, que no empobrezcan las condiciones objetivas de vida de las personas o barrios. Víctor Hugo hace dos siglos acuñaba aquella frase de “abrir escuelas para cerrar cárceles”; hoy más vigente que nunca. En un contexto de desmantelamiento del estado de bienestar, donde la inversión de gastos público va en declive, y no se adapta a las necesidades sociales sino a cumplir con la norma de gasto, estamos condenadas a tener una peor sanidad, una peor educación, y unos, ya de por si exiguos, servicios sociales. Es una cuestión de eficiencia, si lo que invertimos no tiene el impacto social necesario lo perdemos todo. A más inversión pública, más retorno social.

También existe una responsabilidad más compleja de identificar. Tiene que ver con los discursos cotidianos. Los chavales, muchas veces, muestran lo que la psicología llama ‘indefensión aprendida’. Creen no tener ningún tipo de control sobre los elementos externos que están deteriorando su calidad de vida, o su propia integridad física o emocional, y se comportan de una forma pasiva y acrítica. Solo es un reflejo del mensaje, que como sociedad estamos mandando a las generaciones futuras. Tal vez, porque algunos pertenecemos a la primera generación de la historia que tiene peores condiciones de vida que sus padres, y hemos adoptado la misma pasividad.

Concepción Arenal decía que si “la culpa es de todos, la culpa no es de nadie”. Yo prefiero alejarme de la “culpa” por lo moralizante del concepto, y usar la responsabilidad, para asumir la mía. Y con la responsabilidad en la mano, desear que Lucía y Rafael no sean solo una estadística más.

 

*Vicepresidente del Colegio de Educadoras y Educadores Sociales del País Vasco

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