Sé tu propia fantasía: una introducción al glam

Sé tu propia fantasía: una introducción al glam

Teatralidad, ambigüedad, androginia, confusión: todos estos conceptos convergen en la fantasía infinita del glam, uno de los géneros más deslumbrantes de la historia pop. La traducción del volumen 'Como un golpe de rayo' (Simon Reynolds, Caja Negra, 2017) nos brinda la ocasión perfecta para desvelar algunas de sus claves.

Texto: Carlos Bouza
Marc Bolan, líder de T.Rex

Marc Bolan, líder de T.Rex

El periodista Simon Reynolds (Londres, 1963) fue uno de los muchos niños ingleses que, pegados al televisor durante las primeras apariciones de T. Rex en el programa Top Of The Pops, cayeron hechizados ante la imagen pública de Marc Bolan. La música de la banda tenía un fabuloso sabor a chicle, pero lo verdaderamente impactante era el halo que envolvía a su líder: la melena rizada cayendo en cascada, el soplo de purpurina en las mejillas, la aparente aleación de metal y terciopelo de su traje. “Marc era un guerrero del espacio exterior”, recuerda Reynolds más de cuarenta y cinco años después, como si aún no hubiese logrado desprenderse de su imaginación infantil. “La gente lo critica por los tacones, pero él usa todo lo que le queda bien. No le importa lo que digan los demás”, declaraba una fan a las puertas del Birmingham Odeon en 1972, ya con el hechizo propagado entre todos los adolescentes del país.

En 1971, T.Rex estaban escalando la cima hacia el estrellato, y por el camino se convirtieron en el primer gran grupo del movimiento glam: un fenómeno cultural que, durante apenas un lustro, convirtió el artificio, la confusión de género y la teatralidad en elementos centrales de la mejor música pop del momento. En el caso de Reynolds, su fascinación por el fenómeno desembocaría en la larga investigación que ahora se publica bajo el título de ‘Como un golpe de rayo: el glam y su legado, de los setenta al siglo XXI’ (Caja Negra, 2017). Un libro que, como sus estudios previos en torno al fenómeno rave o la música post-punk, constituye una obra típica del autor: extensa, de vocación estructuralista, frondosa en cuanto a pistas y conexiones.

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Sé tu propia fantasía

The Rolling Stones en la portada de uno de sus singles

The Rolling Stones en la portada de uno de sus singles

Puesto que el glam (o glitter, según su denominación norteamericana) es el resultado de un largo continuum, resulta difícil ir en busca de su primera huella impresa en la historia. Reynolds no tarda en encontrar un antecedente obvio en las tendencias andróginas y homoeróticas presentes en el pop de los años cincuenta y sesenta: del amaneramiento electrizante del pionero del rock’n’roll Little Richard a la portada del single ‘Have you seen your mother, baby, standing in the shadow?’ (1966), en la que los Rolling Stones se presentan caracterizados como mujeres militares de la Segunda Guerra Mundial, la música rock fue desde su origen un territorio fértil para el descaro y la procacidad sexual.

Pero la sombra del artificio y el culto a la imagen que predica el glam se proyecta tan atrás en el tiempo que necesitamos ajustar un poco el retrovisor. Será en la Inglaterra victoriana, bajo la forma de una novela fáustica, donde Reynolds localice lo más aproximado a un manifiesto fundacional del glitter. En su condición de reflexión afilada en torno a las nociones de belleza, juventud, idolatría o máscara, ‘El retrato de Dorian Gray’ (Oscar Wilde, 1890) puede leerse casi como una obra de anticipación, donde parece prefigurarse la hoja de ruta de muchos de los artistas de los que hablaremos en adelante. En ella, Wilde crea además al primer filósofo del glam, Lord Henry Wotton, un noble hedonista que dispara eslóganes hechos a medida para los futuros David Bowie o Freddie Mercury: “Me encanta el teatro. Es mucho más real que la vida”. O bien: “Ser natural no es más que una pose, y la más irritante que conozco”.

El elemento nuclear del glam es precisamente esa autoconciencia de la propia falsedad; la premeditación con la que el movimiento llamó la atención sobre su condición plástica, sirviéndose de elementos como el vestuario o la utilería. En un momento en el que la música rock parecía haberse vuelto demasiado adulta, o excesivamente preocupada en reivindicarse como una expresión artística seria y respetable, el glam pugnó por restituir el placer del juego y la diversión. Lo hizo esencialmente a través de la identidad sexual, convirtiéndola en un excéntrico baile de máscaras. Pero también a través de la música, volviendo la mirada hacia un pasado no muy lejano en el que el pop estaba hecho de ideas fluorescentes y sencillas. En ese sentido, la nueva corriente propugnó una vuelta a lo básico, aunque con matices: nunca rehuyó de las modernas posibilidades tecnológicas del estudio de grabación, poniendo de relieve el valor de la producción a la hora de construir andamiajes exuberantes, incluso con tendencia a lo bombástico.

Como movimiento genuinamente adolescente, nació con la voluntad de matar al padre: frente al carácter comunitario del hippismo, que en algún momento creyó poder cambiar el mundo mediante la fuerza colectiva, el glam encontró su potencial liberador en los márgenes de la realidad. O de forma más precisa, en palabras de Reynolds, “quiso encontrar un escape individual de la realidad hacia una fantasía eterna de fama y excentricidad”. Todos los astros del glitter, sin excepción, parecían haber leído las palabras que el pintor Basil Hallward dedicaba a su amado Dorian Gray (“Tú has nacido para ser adorado”), y todos creyeron ser los destinatarios.

Dadme una máscara y os diré la verdad


El primero de ellos, Marc Bolan, pasó por un largo proceso de ensayo y error antes de convertirse en un pionero: como muchos otros, fue un producto de la cultura hippie, pero tuvo la agudeza de detectar que aquella era una vía muerta, y que la nueva década reclamaba un cambio de escenario. En 1970, Bolan dio carpetazo a su proyecto musical, Tyrannosaurus Rex (un dúo acústico inspirado a partes iguales en el universo de R.R. Tolkien y la imaginaría psicodélica) y lo refundó con el nombre de T.Rex. En el trayecto, sirviéndose de elementos tomados de la ciencia ficción, la hechicería y el dandismo decimonónico, se reinventó a sí mismo por completo: el cambio incluía botas de plataforma, estampado de leopardo y una puesta en escena salpicada con hipidos que le hacían sonar como un gatito en celo.

Bolan abrió unas puertas enormes, sobre todo a la hora de convertir la androginia y la liberación sexual en elementos ya no solo permitidos, si no también deseables entre artistas y fans de la música rock. Sin embargo, aunque facturó música extraordinaria (esencialmente pop, rock’n’roll y blues liberados de testosterona y cubiertos de brillantina, interpretados con el vibrato más sensual posible), lo invariable de su fórmula terminaría conduciendo su carrera hacia un lento desgaste.

Siguiéndole los pasos estaba su más directo competidor, David Bowie, que no tardó en tomarle la delantera. Al contrario que Bolan, Bowie procedía del universo más sofisticado de la cultura mod londinense, y fue su asombrosa capacidad para la reinvención continua de su persona pública (además de la construcción de una extensa y modélica obra multidisciplinar) lo que le permitió permanecer incólume durante más de cuatro décadas. Las claves: su intuición para el robo y el reciclaje a gran escala, su conocimiento de los mecanismos publicitarios y el olfato para apuntalar una tendencia distinta (peinado, ropa, sonido) en cada uno de sus discos. Le conocimos como extraterrestre, como sosias de Marlene Dietrich o como soulman blanco, que es como decir que nunca llegamos a conocerle realmente: Bowie se las ingenió casi siempre para preservar su enigma de animal extraño y bello, sobre cuya piel se escurrían las convenciones de género como arena entre los dedos.

Una construcción performativa

Una parte importante de la escena glam fue posible gracias a la energía creativa que Bowie generó a su alrededor. En torno a su misma oficina de management orbitó fugazmente Wayne / Jane County, la única artista transgénero censada en la corriente principal del movimiento. También ella estaba hecha del ensamblaje de influencias diversas, e incluso a priori difíciles de conjugar: surgida de la subcultura drag de Atlanta, construyó una fantasía a su medida combinando glamour de ensueño (los increíbles peinados y vestuarios de Roma, Grecia y Persia, el fulgor de viejas actrices hollywoodienses como Jean Harlow) con metralla encontrada en los aledaños del arte trash. Además de destacar por su faceta de agitadora punk, County alborotaría las artes escénicas neoyorquinas con su aportación como dramaturga al llamado “teatro de lo ridículo”. Chirriante y deliberadamente licenciosa, su obra “World – Birth Of A Nation” reflejaba a una Jane desatada: “Todos los personajes eran andróginos, los géneros se mezclaban. Los hombres usaban tacones, purpurina y lazos en el cabello, y algunas mujeres tenían barba”.

Mientras que County tuvo una relación tangencial con el universo Bowie, en el caso del neoyorquino Lou Reed podemos hablar de una breve pero fructífera relación creativa. El rastro de Bowie como instrumentista y co-productor se revela de lo más pegajoso en ‘Transformer’ (1972), el segundo disco en solitario de Reed tras su influyente aventura con The Velvet Underground. De acabado elegante y radiable, el pulso urbanita del álbum sintonizaba con la imagen recién estrenada por su autor: gafas oscuras como un callejón, rímel en los ojos y esmalte negro en las uñas; todo él impasible y duro como una gárgola. Pero la grabación, compuesta de viñetas en torno al travestismo y la vida en los arrabales de Nueva York, no funcionaba únicamente como ejercicio de coolness: bajo el glam-rock de ‘Transformer’ circulaba un potente subtexto ideológico que Simon Reynolds relaciona con “la idea de que la identidad sexual no es innata, sino una construcción performativa”. Dicho de otro modo, de lo que hablaban todas aquellas canciones era de la certeza de que “el género no tenía relación con el cuerpo en el que se nacía; era un código que se podía aprender y olvidar”.

Dentro del armario

Urge aclararlo: siempre sustentado en la noción de lo equívoco, el glam vivió de espaldas a las reivindicaciones del colectivo homosexual, y su historia está llena de armarios cerrados al público. Existen dos factores clave para entender esta ley del silencio: por un lado, el hecho de que el glam-rock fue en buena medida un estilo moldeado por compositores y productores profesionales, calculado para que chicas y chicos de lo más heterogéneo aceptasen masivamente las propuestas de bandas como Mud, Sweet o Smokey. Por otra parte, estos grupos estaban generalmente formados por heterosexuales convencionales, para quienes el drag era una forma de transgresión rentable dentro del negocio pop de la época, o un imán para groupies atraídas por lo exótico. De hecho, era habitual que las entrevistas promocionales incluyesen recados de lo más elocuente, como esta declaración del siempre excesivo Gary Glitter: “A pesar de que mi vestuario es muy gay, yo tengo algo muy de macho como persona: el vello en el pecho, la forma agresiva de cantar…”

El primero, prácticamente el único en desmarcarse de tanta tibieza fue Alice Cooper, un inquietante músico de Detroit que basó su marca personal en la encarnación del terror en estado puro. Aun cuando sobre el escenario todo eran sillas eléctricas y serpientes y muñecas decapitadas, Cooper se reveló como un aliado insospechado de los movimientos de liberación femenina y gay, a cuyas demandas se sumó en varios artículos recogidos en la prensa de la época. Por lo demás, este “Pierrot sumido en los infiernos” era en realidad un idealista que soñaba con lo imposible: un futuro cercano en el que hubiera “un sexo libre de categorías… ya no homosexual, bisexual o heterosexual: solo sexo”.

Las chicas

El glam era sobre todo (un movimiento) de hombres feminizados, pero no feminista”, apunta Reynolds, aunque esto fue el síntoma de un problema más agudo. Con la excepción de Jane County, el hecho es que la participación de artistas femeninas en el boom del glitter fue poco menos que testimonial, al menos en la primera línea de fuego. Su rastro se pierde entre bambalinas, operando como contribuidoras decisivas en la construcción de la imagen de sus parejas (June Bolan en el caso de Marc, Angie Bowie en el caso de David), o desdoblándose como asesoras, relaciones públicas, gestoras o musas.

Bajo los focos, sin embargo, no hay forma de minimizar el impacto de alguien como Suzi Quatro, precursora en los sesenta de las bandas de rock formadas íntegramente por mujeres, y relanzada en los setenta bajo la forma de un arquetipo novedoso. El arquetipo nos salta al cuello desde la portada de su álbum de debut, fechado en 1973, en el que Suzie (cuero, tela vaquera y una mirada que te dice que no conviene tenerla como enemiga) aparece acompañada por tres perfectos ejemplos de malas compañías masculinas. Los hombres son Dave, Alastair y Len, sus compañeros de banda, pero eso no tiene ninguna importancia: lo importante es la forma en la que Suzie se impone en primer plano, advirtiendo claramente que ella es la estrella y que los otros son sus meros compinches o esbirros.

La existencia del rock’n’roll de autos de choque de Suzi Quatro fue determinante para que Kari Krome, una adolescente de Long Beach, viese cumplido su sueño de armar un grupo de chicas rockeras de mala reputación. Pero la historia de cómo esa idea se concretaría en The Runaways, un modelo todavía persistente para bandas femeninas de todo el mundo, y de cómo esa idea cayó en manos de uno de los productores y empresarios más maquiavélicos que se recuerdan, es un relato del que Reynolds solo se ocupa parcialmente. Se trata, pues, de una de las carreteras secundarias por las que podría transitar un libro futuro, en el que los hombres bellos como alienígenas, los hombres ambiguos y los hombres adorados sobre un escenario ya no fuesen los protagonistas.

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