Varados en el silencio
Fragmento de la novela 'Varados en el silencio' de la autora Rosa Blas Traisac y fragmento de Sergio Santiago Romero, Profesor de la Universidad Complutense
Rosa Blas Traisac
La mayoría de los veranos de mi infancia los pasé con mis padres en el pueblo donde nacieron cerca de Madrid. Mi padre trabajaba en la Seat y los fines de semana, veranos, festivos, ayudaba a cuidar la finca de Charles, El Francés. El Francés tenía un chalet a las afueras, cerca del río. Apenas se dejaba ver y nunca recibía visitas. Se rumoreaba que tenía mucho dinero; también decían que había huido de la justicia francesa y que colaboraba con ETA, pero nadie se atrevía a meterse con él y a mi padre no le gustaban los chismes. Además de la huerta, se ocupaba del mantenimiento de toda la propiedad presidida por un cartel con su nombre: República privada. Yo, a veces, le acompañaba. El propietario de la particular parcela fue el primer hombre al que le oí decir que me estaba convirtiendo en una preciosa Lolita. Estaba subida en la bici, sentada en el guardabarros con las piernas abiertas, agarrada a la cintura de mi padre, esperando que comenzara a pedalear. Él no le dio ninguna importancia a la observación. Pensó que conocía a alguien llamado así que se parecía a mí. Yo, por supuesto, no había oído hablar nunca de Nabokov. En mi casa no había libros y los pocos que había eran de adorno. Años más tarde, me casé con un admirador casi obsesivo del autor de Lolita, que grabó el principio de la famosa novela en una librería de nuestra casa. Entonces, en mi vida, los discos, las películas y los libros eran joyas; ahora prefiero los productos online porque ocupan menos espacio y me recuerdan que existe el cielo. Vivir con alguien que recitaba trozos de la obra del autor de origen ruso, pero nacionalidad americana, no me ayudó a comprender qué tipo de adolescente había sido. Y yo sabía que la clave de mi existencia se escondía ahí, debajo de esas tres silabas, lo-li-ta. Inevitablemente, llegó el divorcio. Un divorcio doloroso que me dejó en un desierto por donde tuve que vagar varios años seguidos sin descanso.
Antes de descubrir quién era Nabokov, los años trascurrían con el deseo siempre satisfecho de la llegada del buen tiempo. Aquel verano se acercaba aparentemente como todos los demás, la cita inevitable con las notas, abrieron las piscinas y llegaron las cenas de bocadillo para seguir jugando en la calle, pero fue diferente a todo lo que había vivido. Una llamada desde Biarritz lo trastocó todo. El Francés había tenido un accidente de coche, estaba mal herido y necesitaba que mis padres fuesen a cuidarle. Tras el desorden inicial, el miedo a lo desconocido, hicimos las maletas y nos fuimos en autobús al sur de Francia. El viaje fue largo, muy largo. Biarritz me resultó el lugar más hermoso que había visto jamás, también es verdad que no había viajado mucho. De hecho, era la primera vez que salía fuera de España. Allí descubrimos que nuestro anfitrión accidentado estaba divorciado y tenía tres hijos, a los que no veía casi nunca. También confirmamos que tenía simpatías con las organizaciones que defendían la independencia del pueblo vasco. Había heredado de sus progenitores una casa de pescadores en el puerto y la estaba trasformando en un café para sus dos hijas pequeñas. El mayor era futbolista y había renunciado a la herencia de sus abuelos en favor de sus hermanas, porque solo deseaba hacerse cargo de los barcos. El Francés esperaba con gran excitación la llegada de su hijo. Llevaba varios años sin verle, pero el accidente y el reparto del legado les brindaba una oportunidad de encontrarse y solucionar sus diferencias. Mientras nos contaba sus anhelos, nos enseñó lleno de orgullo las fotos del álbum familiar. A mí Paul me pareció un poco rural e incluso paleto y me fui tranquilamente a nadar. Me gustaba tanto la playa y el puerto que me hubiera quedado allí amarrada para siempre. El puerto era un lugar mágico que te despertaba todas tus fantasías secretas, aventuras, amor, sueños… Justo el día que él llegó a Biarritz, yo cumplí catorce años. Su aspecto desmentía totalmente las fotografías, porque no era rudo, ni paleto; de hecho, era bello como una galán de cine clásico. Sus ojos eran color miel y te quedabas adherida en ellos para toda la eternidad. Nunca había sentido nada parecido por nadie. Hasta el día que le conocí no me había interesado ni el sexo ni los hombres. Era obvio que había un problema evidente: yo era menor de edad y él era mayor para mí. Además, tenía mucho éxito con las mujeres; literalmente, se daban de tortas para acercase a él. Cualquier persona en su sano juicio se hubiera retirado de la batalla, pero yo no estaba en mi sano juicio. Había perdido la cabeza por completo, a mis catorce años me habían arrebatado por primera vez. Entonces, intuí de una forma imprecisa que una mujer arrebatada es la perdición de cualquier individuo; no del que te arrebata, que también, si no de cualquiera que intenté acercarse a ti, porque te conviertes en algo tan deseable que tienen que darte manotazos para defenderse de tu poder. La felicidad fue total cuando se confirmó la noticia de su fichaje por el Valladolid. Un equipo que estaba de moda en Europa. La ciudad castellana estaba muy cerca de Madrid, cerca de Siete Villas, con una línea ferroviaria moderna y puntual, lista para interpretar una historia de escapadas continuas que me trasportarían con facilidad hasta él.
Añoraba aquel verano, aquel deseo de fuga dentro de un taxi que recorría Biarritz. Habían pasado muchos años, pero nunca había vuelto a la ciudad. Ahora era un lugar más grande, con más edificios sin estilo, pero había sabido preservar lo esencial. De alguna manera nos parecíamos; yo también había sabido proteger mi identidad del paso del tiempo. Llegue al hotel. La publicidad de un certamen fotográfico que se iba a realizar en la ciudad inundaba el hall. Yo era fotógrafa y me habían invitado a participar en el festival con una exposición de mi obra reciente. Cuando me invitaron a participar en el evento me entró un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Volver a Biarritz: no había nada tan deseable como regresar al lugar del crimen. El cartel publicitario era una instantánea de una mujer, casi nadie me reconocía, volando sobre una piscina. Los colores saturados, el encuadre, el papel desafiante de la protagonista, recordaban a la portada del legendario disco Motels de The Motels. Casi nadie advertía que la mujer de la foto era yo; tampoco percibían la felicidad, la liberación que me trasmitía ese momento de mi vida. Los carteles estaban pegados en todos los escaparates de las tiendas y de los establecimientos públicos. Me sentía feliz paseando por sus calles. Era como si me guiara a mí misma hasta el viejo puerto. Habían abierto muchos restaurantes y bares, pero el café de las hijas de El Francés seguía intacto y ellas seguían allí, perennes y otoñales. Me senté a cenar y, por supuesto, pregunté por él.
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Sergio Santiago Romero
Profesor de la Universidad Complutense
Varados en el silencio propone un viaje, pues la narración atraviesa una y otra vez los portales entre el orden real de la vida y el orden ficcional de las palabras; un camino de ida y vuelta que va hilvanando con suaves puntadas un texto. Tesa comprendió que escribirse no es tan sencillo como en origen pareciera. Busca entonces un efecto distanciador que la objetive, que la convierta en materia novelable; un dispositivo que ficcionalice la escritura de su ser y, por fin, distancie el mundo de la vida y el del arte para que la representación sea posible. Entonces, Tesa encuentra a Daniel y a su trasunto, Gerard, su otro-ficcional, el otro yo que todos somos cuando nos miramos desde fuera. Daniel y sus entrevistas con los antiguos amantes de Tesa son el pre-texto que permitirá a Tesa ser sujeto de su novela, El gran fraude, versión de su vida y su preclara comprensión de la lucha de sexos, la castración de los hombres y la garra letal del patriarcado.