El amor como arma de resistencia

El amor como arma de resistencia

La autora recuerda la Gran Redada que miles de gitanos sufrieron el 29 de julio de 1749. Y lo hace reclamando el amor y el cariño a la identidad gitana, “hacia una moral nuestra, hacia un sentimiento que gira en torno a nuestro pasado”. Y lo hace también por la memoria.

28/07/2017
Familia de gitanos españoles, siglo XIX. / Cedida por el Archivo Federación de Asociaciones Gitanas de la Comunidad Valenciana (FAGA)

Familia de gitanos españoles, siglo XIX. / Cedida por el Archivo Federación de Asociaciones Gitanas de la Comunidad Valenciana (FAGA)

Juana, Rosalía, Lucía y cuantas gitanas ha habido antes que nosotras: Te na bistras tumare anava! ¡Vuestros nombres serán nuestra memoria!

 

Aquel miércoles, 29 de julio, Juana, la viuda de Baltasar de Vargas, echaba el rato a la fresca. Sentada en su silla de enea delante de la puerta de su casa. Conversando con las otras gitanas del barrio gitano de Orihuela; sí, ese mismo barrio donde siglos después nacería un cabrero poeta que sembró los vientos del pueblo de libertad y que se llamó Miguel Hernández.

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Trenzaban pitas de esparto mientras charlaban. Juana de Vargas de vez en cuando levantaba la mirada para ver dónde paraba Lucía, que jugaba con las otras niñas, primas y vecinas, a quienes conocía de toda la vida. Juana de Vargas, abuela de Lucía, se conservaba estupendamente. Tenía la avanzada edad de 64 años -para ser gitana y mujer de 1749, había vivido muchos años- y todavía le quedaban fuerzas para jugar con su nieta, trabajar, cuidar de sus hijas y mucho más.

Echó un trago al búcaro para refrescarse y pensó que Rosalía, su hija, a esas horas debía de estar amamantando a Francisco de Paula para dormirle. Rosalía vivía en Alicante con su marido Nicolás, acababan de tener un bebé y Lucía había querido quedarse con ella. Aunque cerca de la casa de sus padres había mar, no era costumbre ni aconsejable entonces bañarse en esas aguas procelosas. A Lucía le encantaba estar con su abuela, quien la enseñaba muchas cosas y además pasaban el día en el río Segura, el río de Orihuela, con sus tías y primas. Lucía jugaba alegremente ignorando por completo lo que su destino, escrito y dictaminado por hombres payos poderosos, le deparaba.

Todo se fraguó en secreto. El marqués de la Ensenada, Zenón de Somodevilla ‒¡qué hasta el nombre lo tenía feo, el desgraciao!‒, era instigado, ayudado, correspondido, apoyado en todo momento, por don Gaspar Vázquez de Tablada, presidente del máximo órgano legislativo, el Consejo de Castilla, y obispo de Oviedo, “por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica” ‒por muchas vidas que vivan los joíos curas del carajo no gastarán jamás tiempo suficiente para pedir perdón por todo el daño que le han causado a la humana especie. He dicho‒. Ambos, como digo, habían urdido la trama siempre en connivencia absoluta con el rey Fernando VI de España, llamado “el Prudente” o “el Justo”. ¡Qué gracia tuvo quien le puso el apodo! ¡Quiera el universo y todas las fuerzas de las mujeres que me han precedido que estos tres malditos no hallen descanso jamás y vaguen eternamente condenados!

Por cierto, que este rey Fernando VI era el noveno abuelo del Felipe que ahora reina pero no gobierna y cobra un sueldazo por ello. Felipe, hermoso, tú que vas de moderno e incluso has desposado a una divorciada plebeya ¿a qué coño esperas pa’ pedir perdón por todo lo que tus antecesores le hicieron a los míos?

Don Zenón, como decía, había dado la orden. Lo tenía todo preparado para que esa noche todas las gitanas y todos los gitanos de España ¡entre 9000 y 12000! fueran capturadas y capturados. Aquella redada, la Gran Redada, tenía el objetivo declarado de “exterminar a tan perniciosa raza”.

Y mientras se extinguía esa “raza” perniciosa, les sacarían el saín, todo el provecho que pudieran: los hombres servirían de mano de obra esclava para reconstruir la Armada española en los arsenales de marina y las mujeres servirían en “labores propias de mujeres” en hospicios y casas de misericordia. Sí, sí, separados para extinguirlos, separadas las mujeres gitanas de sus hombres para que no hubiera más gitanillas ni gitanillos en el reino.

Entre chistes y veras, preguntando por la faena, hablando de las hijas y los hijos, pasaba plácida la anochecida. No tenían ni idea de que a las afueras de su pueblo, de su Orihuelica del señor, esperaba un destacamento especialmente dispuesto, venido de Valencia, para capturarlas a ellas y capturarlos a todos, los gitanos y las gitanas. Nadie conocía el propósito de la tropa allí destacada. Ni las autoridades locales. El joío marqués no confiaba en que los alguaciles o los alcaldes fueran a mantener el secreto de su operación. Creía que avisarían a sus vecinos gitanos para facilitar su huida. Es posible que eso hubiera ocurrido. Los muchos años de convivencia o vivencia en cercanía habrían, seguro, propiciado amistades y amores y relaciones comerciales y de todo tipo y es posible que aquellos gachós de los pueblos que no estaban tan maleados como los de la Corte hubieran ayudado a sus vecinos gitanos. Es posible digo. No lo sé.

Yo no recuerdo tan siquiera

el leve apretón de otra mano fatigada.

Solo el látigo

Dejó dicho el poeta José Heredia.

Toda España sería testigo del intento de genocidio. La Gran Redada se llevó a cabo en todo el reino. A la vez. A las 12 de la noche. Tal y como lo había previsto el dichoso marqués, los comandantes de los destacamentos abrieron el sobre lacrado que contenía las órdenes.
En Orihuela se dirigieron a la calle de los Gitanos. Lo tuvieron fácil. Rodearon el barrio y acometieron, casa por casa, hasta sacar a cada una de las gitanas y a cada uno de los gitanos. Los reunieron en la plaza de abajo y los condujeron, a pie ¡¡¡80 kilómetros!!!, hasta el castillo de Santa Bárbara, en la capital, en Alicante ¡¡la mellor terreta del mon!!

El 30 de julio por la tarde, tras caminar más de 15 horas, llegaron al castillo de Alicante. Allí pasaron la noche. Se les repartió agua y pan. A la mañana siguiente, las gitanas, sus chavorrillos de menos de siete años y sus chavorrillas, todas, fueron conducidas, también andando, al castillo de Denia. ¡Otros 80 largos kilómetros!

En el Reino de Valencia, el castillo de Denia y posteriormente el castillo de Gandía sirvieron de depósito transitorio para las mujeres gitanas. Mientras que el castillo de Santa Bárbara de Alicante fue el depósito para los hombres y niños de más de siete años, edad en la que entonces eran destetados.

La orden para la prisión general de los gitanos. / Cedida por Archivo FAGA

La orden para la prisión general de los gitanos. / Cedida por Archivo FAGA

Desde el año pasado y fruto de los esfuerzos de la Federación Autonómica de Asociaciones Gitanas de la Comunidad Valenciana, una placa en la Plaza de Armas del Castillo los recuerda, nos recuerda a todas y todos el terrible destino al que fueron sometidos aquellos 261 gitanos, sólo por ser gitanos.

Posteriormente, los hombres capturados en el Reino de Valencia serían enviados al Arsenal de Cartagena a fabricar barcos para la Armada de ‘Su Majestad’. ¡Mal reposo tenga! Y las mujeres, mis antepasadas, gitanas como yo, fueron enviadas al hospital del Rey en la ciudad de Valencia, donde atenderían a personas enfermas y lavarían sus ropas y sábanas. Las niñas, según los planes de Ensenada y Vázquez de Tablada, aprenderían a coser y serían enviadas a casas de familias principales para que sirvieran en ellas. Sí, sí, como esclavas. Luego hay quién se pregunta de dónde le vienen los privilegios a los capitalistas: aquí está lo que el payo Marx llamó acumulación originaria del capital.

En Andalucía, las gitanas capturadas fueron enviadas a Málaga donde la falta de previsión del marqués (no previó que hubiera tantas gitanas) hizo que hubiera que cerrar dos calles para alojar allí a las prisioneras. Después, esas pobres gitanas de Málaga fueron conducidas en barco a Tortosa (Tarragona) y desde allí caminando ¡¡200 kilómetros!! a Zaragoza. Más de 600 mujeres gitanas, con sus niñas y sus niños, fueron encarceladas en la Real Casa de Misericordia de Zaragoza.

Los hombres gitanos andaluces fueron conducidos al Arsenal de la Carraca (Cádiz) y, nuevamente, como eran muchos, una parte fue llevada a La Coruña, donde tenía ‘su graciosa Majestad’ una fábrica de velas para sus barcos de guerra. Por desgracia, uno de los barcos que llevaba a los prisioneros gitanos naufragó y el mar se tragó a cientos de los nuestros.

El destino, como ya digo, era claro para los hombres: una muerte segura condenados a trabajos forzados en los arsenales de la Marina. Pero los gitanos se resistieron, se amotinaron, se fugaron.

El fin de las mujeres no era tan claro. Hasta para lo malo las mujeres siempre salimos perdiendo. Ni previsión de resistencia. Ni eso tuvieron en cuenta para nosotras. Presumían el marqués, el obispo, el rey y sus secuaces que las mujeres se extinguirían sin más; que no darían problemas; que las niñas gitanas serían reconducidas como servidoras esclavas de las familias acomodadas. Creían estos señores que nuestras mujeres y nuestras niñas serían sumisas.

Muy al contrario, las mujeres gitanas encarceladas en la Real Casa de Misericordia de Zaragoza no fueron dóciles ni sumisas. Iban con sus hijas y sus hijos y se defendieron rabiosamente: “El deseo de volver a su libertad las hace tan resueltas y aún despechadas que es raro el día que no cometen uno u otro atentado, lo que nos induce al prudente recelo de que se extienda su arrojo y temeridad de dar fuego a la casa para frustrar nuestra providencia”.

Cientos de cartas llegaban al marqués de la Ensenada de parecido tenor: las mujeres se rebelaban, inundaban los pozos, iban desnudas por la casa, hiriendo violentamente el pudor de los curas y monjas, evitando las misas o los trabajos forzados.

Lo que nadie se atrevió a contarle al marqués era el temor a otros males que sentía el vicario de la casa: “Algunas cosas que se notaba en las gitanas, de juegos entre ellas, indecentes y feos, y que, como entre éstas hay muchas chicas, podría trascender este escándalo y ocasionar estrago entre ellas”. ¡Ay, los curas! ¡Qué cabrones! ¡Siempre más preocupados de la moral que de la ética! Les importaba una mierda que aquellas pobres estuvieran sufriendo las de Caín, en cambio se preocupaban de que fueran a tener algún “desliz”.

Lo que estos payos de la época definen como “juegos indecentes” no era sino el amor, el profundo amor que se daban en esa situación desesperante, aberrante, donde la incertidumbre de sus destinos o el añoro de sus hijos, padres, maridos, hermanos, primos les dolía como hierro candente. El amor entre ellas las reconfortaba, las hacía más fuertes y poderosas.

Integración, inclusión, da igual como lo llamen en los programas específicos del Gobierno para el Pueblo Gitano.

No, nada de eso ha funcionado y lo vemos claro en la historia. Lo que se pretendió aquel nefasto miércoles 29 de julio de 1749 fue nuestro exterminio, porque ya habían fracasado en los siglos anteriores cuando se nos quiso integrar a la fuerza prohibiendo nuestras vestimentas, nuestro modo de vida, nuestra lengua. Para que nos volviésemos católicas, creyentes y sumisas.

SE VUELVE A SUPONER Y A PREGONAR PÚBLICAMENTE QUE LAS GITANAS SOMOS SUMISAS DE UNA CULTURA PATRIARCAL Y PERNICIOSA Y QUE NUESTRO MODO DE VIDA NO ENCAJA CON EL SISTEMA OCCIDENTAL QUE DOMINA NUESTRA SOCIEDAD

Volvemos a estar en ese miércoles eterno. Se vuelve a suponer y a pregonar públicamente que las gitanas somos sumisas de una cultura patriarcal y perniciosa y que nuestro modo de vida no encaja con el sistema occidental que domina nuestra sociedad.

Ustedes, gentes biempensantes, son el arma que el poder utiliza para continuar oprimiéndonos. No se engañen: ser gitana hoy en día es una alternativa al capitalismo y al patriarcado también.

Es el amor lo que hoy en día seguimos reclamando. El amor a nuestra identidad, hacia una moral nuestra, hacia un sentimiento que gira en torno a nuestro pasado. Por la memoria de Lucía, de Juana o de Rosalía.

Gitanos valencianos del siglo XIX. / Cedida Archivo FAGA

Gitanos valencianos del siglo XIX. / Cedida Archivo FAGA

¡El cariño! Fue el cariño lo que motivó a que Nicolás Franco, 33 años de edad, y su esposa Rosalía de Vargas, cuya edad ignoramos, gitanos, vecinos de Alicante, se entregaran a las autoridades tres días después de que su hija Lucía junto con la abuela Juana y las tías maternas fueran capturadas en Orihuela. Cuando Nicolás y Rosalía supieron que su hija había sido capturada y permanecía presa en el castillo de Santa Bárbara no lo dudaron: se entregaron y les incautaron las dos mulitas pequeñas y viejas que tenían, además de las 33 libras, 12 sueldos y 10 dineros que era lo que constituía todo su capital.

No lo dudaron, se entregaron junto con su bebé Francisco de Paula. Tenían que estar junto a Lucía y Juana y el resto de la familia. A Nicolás lo dejaron en el castillo de Santa Bárbara a pesar de todo. Pero Rosalía pudo ir con Lucía y con Francisco de Paula y con su madre Juana, la viuda de Baltasar, y con sus tías y sobrinas y otras más de 300 gitanas, con sus niñas y niños pequeños, al castillo de Denia, donde aún no hemos conseguido que el Ayuntamiento instale ni siquiera una placa que las recuerde.

No sabemos cuál fue el destino final ni de Lucía, ni de la abuela Juana, ni de Rosalía, ni del bebé Francisco de Paula, ni de Nicolás. Sabemos que Nicolás y Rosalía se sacrificaron por amor a su hija y a su familia. Podían haber huido. Podían incluso haberse disfrazado de payos y hasta abandonar toda seña identitaria gitana para confundirse, disfrazados de noviembre para no infundir sospechas, entre los campesinos payos. Ese amor fue su resistencia. Ese amor debe seguir siendo nuestra resistencia.

 

Nota: este artículo ha tomado como base documental el artículo ‘La Real Casa de Misericordia de Zaragoza. Cárcel de gitanas’, del profesor Gómez Urdáñez; y los libros Nunca más, homenaje a las víctimas del proyecto de exterminio de la minoría gitana iniciado con la redada de 1749 y Los gitanos y las gitanas de España a mediados del siglo XVIII. El fracaso de un proyecto de “exterminio” (1748-1765) del doctor Martínez Martínez.

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