El fenómeno de la ausente (o de cómo los hombres se explican cosas)

El fenómeno de la ausente (o de cómo los hombres se explican cosas)

¿Cuál es la experiencia de las mujeres que trabajan en un espacio tan masculinizado como la academia? ¿Cómo sobreviven estas al mansplaining y a la condescendencia? ¿Cómo hacen que sus discursos prevalgan?

27/05/2017

Assumpta Castillo Cañiz

Dos hombres echan un pulso sobre una mesa cubierta de billetes

 

Situación 1: yo y mi compañero estamos echando el café en un bar. Entra un amigo suyo (conocido mío) acompañado de un conocido de ambos. Besos y qué tales. Mi compañero empieza a explicar qué hizo el finde pasado. Había ido a una despedida de soltero y la habían hecho por todo lo alto. Él ya lo tiene eso, que lo explica, lo celebra. Y los otros se ríen. Porque tiene gracia el tío. Y lo digo yo, que he escuchado sus anécdotas mil y una veces. Inmediatamente el tema deriva en que ya no somos lo que éramos, que si vamos de fiesta acabamos hechos polvo y que bajamos el ritmo a marchas forzadas. Yo intento poner cuña (al fin y al cabo eso a mí también me pasa), pero no lo consigo demasiado. Que cómo están, que avanzando en sus respectivos campos. Mi compañero está acabando la tesis, así que anda muy agobiado. A los otros no les falta curro. Pero procuran salir, pasarlo bien, que de eso se trata. Que no tot en la vida és faena. Y bien. Voy al baño, esta primavera (que me encanta) lo estoy pasando un poco mal. No me había pasado nunca, pero este año el pelillo ese de los árboles (que ya lo sé que no se llama así, pero ya nos entendemos) se me pone en la nariz, en la garganta. Vuelvo con un poco de papel y me sueno. Continúo escuchando, digo algo pero no acabo. Me callo. Cogen mesa y se despiden. De él. Y digo de él porque lo miran a él, como casi durante toda la conversación exceptuando las primeras salutaciones. Bueno, es él su amigo, o al menos de uno de ellos. «Hostia, qué majos», me dice. Sí, hago yo con una mueca. Pasamos a hablar de mi mueca. Mi compañero me entiende, siempre lo hace. Y me da la razón. Es una suerte. «A mí a veces, si lo hago, me sabe mal», y me lo creo.

Situación 2: Estoy en la Universidad. De vez en cuando me paso por allí. A veces porque tengo que ir a algún seminario, algún congreso o cosas de estas. Estoy hablando con un hombre sobre mi vida, o más a menudo sobre mi trabajo. Aparece otro. Empieza a hablar de su trabajo, de su vida, y el primero cambia de objetivo y empieza a hablar del trabajo y de la vida del otro y del suyo propio. A menudo hablan de cosas que yo no sé, aquí tengo que ser franca. Quizá ellos tampoco saben tanto, pero hablan mucho. Yo no me atrevo. Se miran y se interpelan. Ríen y su tono, su gestualidad e incluso las palabras que utilizan han cambiado sustancialmente respecto a la primera conversación que yo mantenía con el primero. Y entonces pasa eso de que te quedas ahí, mirando el vacío, como en el cuadro de Degas. O sonriendo, que hace más bonito, y mirando a uno y otro lado, como en un partido de tenis. A mí, a veces, este papel me deprime y opto por irme. Bueno, casi siempre. Total, tampoco te acostumbran a interpelar a ti, ni a traer a colación tu trabajo. Pero eso ni en conversaciones informales en un pasillo ni en conferencias dirigidas a una sala, a pesar de hacer referencia a temas que tú tocas y sabiendo ellos que los tocas. Puede ser un trabajo mediocre, no digo que no. A mí me gusta, pero una a veces no sabe. Cabe decir que a menudo recibes sus ánimos cuando te sientes decaída respecto a tu propia investigación, porque normalmente lo atribuyen únicamente a tu propia inseguridad (una inseguridad secular que tenemos las mujeres), y no al papel que hacen ellos respecto a tu trabajo también. Un día un profesor me hizo una caricia en la cabecita. Y no lo digo en broma.

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Muchas veces también tienes la extraña sensación de que no te escuchan demasiado. En el primer congreso al que acudí nadie dijo nada de lo que yo había dicho a pesar de hacer yo referencia a todo lo que ellos habían dicho. A partir de entonces me ha pasado muchas veces. Eso también se debe, no me engaño, a que si no te encuentras en un cierto grado de la jerarquía académica muchos de ellos escuchan música mentalmente cuando intervienes, seas hombre o mujer. Pero nos pasa, nos sigue pasando más a las mujeres. Oh, pero a menudo he constatado además que no se han leído lo que dicen que sí han leído de mí. Porque eso es muy evidente, siempre te pillan y todos lo tendríais que saber. Callo y digo gracias si me felicitan, pero la situación me resulta ridícula.

Ah, por cierto, que el segundo día de ese primer congreso al que fui, un burro me dijo al entrar de nuevo en la sala tras la pausa de la comida: «Las chicas guapas primero». Empezábamos bien. Sorpresa y mutis por mi parte, des(cojon)e fuerte por dentro. Sí, sí, eso y que muchas veces hacen comentarios de celebración masculina sobre los atributos de una o de muchas mujeres en el transcurso del tiempo libre durante los congresos o en los pasillos de la uni, también cuando estás tú. Te miran de reojo, entonces, buscando un gesto de escándalo, de desaprobación, ¿una risa nerviosa quizás? ¡Algo! «¡Madre mía, no cosifiques más a las mujeres, no puedo soportarlo!» (haciendo un gesto de desmayo con la manita en la frente). Anda, iros a cagar. Me los imagino entonces en círculo, golpeándose el pecho y haciendo ¡uh, uh, uuuuh!

La mía es una disciplina bastante masculina, sobre todo en lo que respecta a los actos públicos. Las voces de mujeres no se oyen demasiado, o curiosamente se oyen bastante hacia el final y son bastante breves, cuando ya todo el mundo ha hablado o, hablo por mí, cuando me decido después de mil dudas a decir algo que pienso que tiene un mínimo sentido. No lo niego: la intervención, más allá de creer que es absolutamente necesaria y pensar diez mil veces que sí, que es oportuna, se convierte en un acto de militancia también. «¡¡Chúpate esa, heteropatriarcado!! ¡¡Ha-ha-ha!!», me digo yo, sola, satisfecha, haciendo por dentro aquel gesto con el puño. Sí, sí, por ridículo que os parezca lo hago. Por eso y porque también me pruebo, cada vez (sobre esto consultad un artículo-estudio de Pauline Rose Clance y Suzanne Imes de finales de los setenta sobre el llamado “síndrome de la impostora” en mujeres académicas que yo conozco por otra compañera de disciplina, Tatiana Romero Reina).

Un detalle: todo esto va por dentro, ya lo veis. He desarrollado una doble personalidad terrible. Yo creo que las mujeres nos hemos acostumbrado a vivir por dentro, a hablarnos y a reírnos también por dentro. Debe ser una especie de translación de la tradicional división casa/espacio público adaptada al cuerpo: mente/expresión pública. Y nos hemos quedado en la primera, que allí nos sentimos más cómodas. Aunque no siempre. Es como aquella peli que no he visto, que sale Mel Gibson y multitud de tías, En qué piensan las mujeres, que él, gracias a un don providencial, sabe lo que pasa por la cabeza de todas ellas cuando están delante suyo. Si supierais lo que pensamos algunas mujeres cuando hacéis cosas como estas, os daría vergüenza estar delante nuestro. O no, yo qué sé. Que a veces ya os hace gracia hacer el cafre.

A menudo, cuando me he quejado de cosas como las que he explicado, a los implicados o a terceras personas, me han dicho que a lo mejor es que yo “no he intentado participar lo suficiente”. Bueno, no soy una persona que acostumbre a tomar un papel secundario, y menos en situaciones o conversaciones informales. Digamos que la timidez, después de años de trabajo y de deconstrucción-construcción-deconstrucción-construcción-blablabla, no es uno de mis principales problemas, si la timidez la enfocamos desde el punto de vista del problema. O eso pienso. De todas formas, me gustaría preguntar a los hombres de mi alrededor si se tienen que esforzar mucho para ser escuchados, o para que les miren a los ojos cuando escuchan. Porque a lo mejor es eso y no me esfuerzo lo suficiente. Haciendo broma comenté a unas amigas por Whatsapp una vez pasado el primero de los dos episodios, uno de ya demasiados en mi vida de ausente, que la próxima vez haría algo sorprendente, ridículo, completamente fuera de contexto. Un bailoteo. Una vez tuviera toda su atención cogería y les diría: “¿¡¿ah, ahora sí no?!?”, y los insultaría. Pasaría del anonimato a ser considerada una chiflada. No sé si me convence. La decisión es arriesgada, claro. «He llegado al techo del feminismo», les decía, «más feminista que yo no hay nadie ya».

Pero hay muchas compañeras que, como yo, creen que es complicado entrar en las conversaciones de tíos. Stop. Retrocedamos. He dicho conversaciones “de tíos”. Alarma. ¿Eran conversaciones “de tíos”? Porque en estos casos, como en tantos otros, consideré que, al estar yo, no lo eran. A lo mejor es una cuestión de número, ellos eran más. No, me continua pareciendo ridículo. Y no es que me quiera entrometer en todas partes, ¿eh? Si un grupo de hombres estáis hablando de que os ha salido algo raro en los genitales o sois un grupo de hombres hetero hablando de mujeres que os gustan (y celebrando las virtudes de las mujeres que os gustan) en presencia de otros hombres, porque así os sentís más cómodos, lo entiendo (aunque en este sentido nos os cortáis nunca demasiado). Si nosotras nos ponemos a hablar de la regla, de preferencias sexuales (con mujeres, con hombres, con nosotras) o de cosas como estas que escribo yo ahora, seguro que muchos os iréis, aburridos. Bueno, con lo de las preferencias sexuales seguro que no, y yo tampoco lo haría a la inversa. O sí, quién sabe si os aburriríais según cómo enfoquemos el tema. Os marcharéis aburridos o sabréis más que nosotras. Pero sí, entiendo que interpelaré más a las mujeres en según que casos, que buscaré más su complicidad y que la mayoría de vosotros, hombres, haréis lo mismo. No todos, claro. Cada cual lo que quiera y con quien quiera.

También es cierto que a menudo las mujeres nos quedamos en un segundo plano. Sí. Yo pienso mucho en ello. Muchas mujeres tenemos la sana costumbre de buscar la responsabilidad en nosotras mismas cuando hay cosas que nos pasan y que no nos gustan. Es un buen principio si no te quedas sólo aquí, este de buscar en ti la respuesta. Probadlo. De todas formas, y más allá de la necesidad de romper con los roles adquiridos, lo cual creo que es totalmente imprescindible, he tendido a pensar en otras cosas también. Por ejemplo, que cuando una persona no participa en una conversación, en una actividad, en una reunión, en una asamblea, en un espacio de trabajo, o en mil etcéteras más, puede haber también alguna cosa que falla, en el espacio en sí o en las personas que forman parte de él. ¿Quizás no somos suficientemente inclusivos? ¿Quizás somos expansivos? ¿O invasivos? ¿Quizás somos exclusivos? ¿Quizás somos poco receptivos? Ay, no sé. ¿Os lo planteáis, vosotros, eso? Digo todos. Y todas.

A veces te lo cuelan como que se trata de una cosa más delicada. Es que puede ser fruto de una atracción no confesada. Ah amigo, condescendencia, cariño, entonces. Es bien conocido el papel de machos fecundadores de los hombres y el papel de hembras potencialmente fecundables de las mujeres, de modo que podemos relativizar según qué comportamientos debido a que a vosotros os derrama la testosterona y no actuáis entonces con normalidad. No lo podéis evitar. Vuelta a empezar, bailoteo. Yo, que no soy una piedra, he de reconocer que aún a la altura de la treintena no trato con total normalidad, pienso, a las personas que me despiertan cierta atracción, no tanta al menos como a las que no. Aquello que llaman tensión sexual. Compro la idea. Admiro a la gente que lo sabe hacer, todo sería más fácil. Lo que no he hecho nunca es menospreciar a la persona en cuestión en una conversación, no hacer referencia a su trabajo (¡o criticarlo delante de la audiencia incluso cuando ella no está!), ni obviar su presencia dentro de un grupo. No he tratado nunca a esa persona con desprecio, en definitiva. Porque eso es lo que hacéis las personas que lo hacéis, tenedlo claro. Y lo he visto hacer más, mucho más, a los hombres. Y eso es más delicado aún cuando hablamos no ya de ámbitos informales, sino de ámbitos de trabajo, académicos, militantes, etc. Y pasa. Y no pasa poco. Y esta, de idea, no os la compro ni lo haré nunca. Sois más ridículos que nunca cuando hacéis eso.

Claro que no vivimos bajo la losa de la total opresión ni marginación social y académica (más faltaría, ¿no…?). Pero todo lo que os digo, os lo digo porque pasa. Te ríes y todo cuando recuerdas las situaciones en las que no sólo no ha sido así, sino que por una conjunción perfecta de los acontecimientos y de las actitudes de la gente de tu alrededor, en un ambiente que percibes como hostil por todo lo mencionado, se hace el silencio, te miran y te escuchan. Entonces te pones nerviosa, no sabes qué decir. Tienes toda su atención encima de ti. Dios mío, di algo, rápido, acaba… ¡¿o qué?! Y la cagas. Porque la cagas. O te escurres con un hilillo de voz imperceptible acabando una frase que había empezado como una gran sentencia. Y entonces aparece el ángel vengador del todopoderoso heteropatriarcado en una nubecita encima de tu cabeza, como en un dibujo animado, y te dice: “¡¿Qué?! ¡¿Qué quieres reivindicar ahora, eh?! Vaaaa… ¡¿qué quieres reivindicar ahora, di?!”. Y mueres de pena. Porque has tenido una oportunidad, una, y no la has aprovechado. Estos episodios son pruebas de que te impones, incluso retroactivamente. Y puedes estar dos días preguntándote si lo has hecho bien, o si has hecho el ridículo. Y a la próxima te lo piensas dos veces antes de hablar, hombre ya.

Este Sant Jordi pasado mi compañero y yo nos regalamos una rosa para los dos y cada uno escogió su libro y nos los dimos después. Lo hicimos así porque veíamos que era lo mejor. Los dos somos muy amigos de las pasiones puntuales y no podemos contener las ganas de hacer o leer algo muy concreto en un momento concreto. Más vale no errar el tiro, pues. Yo tenía muchas ganas de leer un libro de Rebecca Solnit, Els homes m’expliquen coses (Angle Editorial, 2014 [en castellano: Los hombres me explican cosas, Capitán Swing, 2017]). Y tenía ganas porque me lo recomendó Irene Jaume un día que fui a la Ciutat Invisible, a quien por cierto se lo agradezco de todo corazón. Y ya es mío. Me lo estoy pasando muy bien y estoy sufriendo mucho leyéndolo. A partes iguales. El inicio del libro es de traca ya, porque la autora explica una anécdota buenísima que no me resulta extraña. Habían ido a una fiesta, ella y una amiga, y al final, cuando ya se iban, el anfitrión, un tío importante, se pone a hablar con ellas. Hablando de que ella, Rebecca, escribe libros, él saca a colación un libro reciente que se ve que es la bomba y que va de uno de los temas que ella trata. Ella le escucha, sorprendida de no saber que había salido otro libro sobre el mismo tema sin haberse enterado. Y el tío importante empieza a explicarle el libro de Rebecca Solnit a Rebecca Solnit. El hombre está un buen rato sin atender a los comentarios de la amiga, que intenta cortarlo en varias ocasiones diciéndole que le está explicando el libro a la propia autora. Al final atiende, palidece y se va avergonzado. Ah, es que además era evidente que no se lo había leído. Ellas esperan a estar fuera, como dos señoritas educadas, y cuando ya están ahí se ríen y mucho. La anécdota me resulta familiar no ya porque sorprendentemente, a menudo algunos hombres intenten explicarme el tema de mi tesis a mí (entiéndase que no creo que yo lo sepa todo del tema, ni de lejos, pero sí bastante). Es también porque a veces resulta realmente difícil cortar a un hombre y más para decirle que la está cagando. Es difícil y da cosilla.

Eso de sonreír y reíros las gracias es una cosa que acostumbramos a hacer mucho. ¿No? Pregunto a las mujeres. Yo creo que sí, aunque en mi caso cada vez menos. Es como el tema, y perdonad mi franqueza y la comparación osada, del orgasmo fingido. Así ellos tranquilos y tú no quedas mal. Como que no sabes disfrutar. Siempre me ha sorprendido: en las pelis porno ellas se corren súper rápido. Yo creo que empiezan a gemir con sólo tocarlas. No es extraño que muchos hombres crean que eso es lo normal. Entonces, en la vida real, somos muchas las que tardamos demasiado. Con el tema de la sonrisa, de la risa, de la aprobación pasa un poco lo mismo. Y para no generar silencios incómodos, para que no se sientan mal, sonríes, ríes o haces un gesto de aprobación. Anda, que no cuesta nada. Ellos tranquilos y tú simpática.

Y venga, que ya puestos me desahogo del todo, y sigo generalizando y diciendo cosas ofensivas. Los tíos ocupáis siempre mucho espacio. Aquello del manspreading, no sé si sabéis de qué va. Es una representación física de lo que digo, porque resulta invasivo y porque en realidad es una toma del espacio acorde con el protagonismo que pensáis que os corresponde, en el habla, en el saber, en el estar. Ah, y gritáis mucho también. Muchísimo. Y seguro que por lo mismo. Y lo digo yo, que trabajo en un bar. En un bar donde se pone el fútbol, sobre todo el Barça. El Barça de tíos, claro. El otro no lo echan casi nunca por la tele. A veces echan vóley playa, de tías. Y no digo que no tengáis que celebrar los goles de vuestro equipo, qué tontería. Digo que os pasáis todo el rato gritando cosas porque forma parte de vuestra celebración, estéis mirando un partido de fútbol, estéis en un bar, o hablando conmigo, o por la calle en un día o noche de fiesta. Y no soy una guardiana de la moral burguesa, no sé si veis por dónde voy.

Yo algunas veces he dicho cosas como esta en contextos abarrotados de tíos (se cruzan miradas, sonríen, hacen un gesto de “tela…” con la mano). También cosas más largas, como lo del principio. Y muchos te hacen «ya, yaaa… vale», como diciendo que sí, que ya saben por dónde vas. Algunos arrancan entonces: «Bueno, también hay mujeres que…»; «A mí también me ha pasado alguna vez que he tenido miedo…». En serio, callad. Callad entonces, no la caguéis vosotros ahora. Ah, pero este tipo de hombres no soléis callar llegados a este punto. Entramos entonces en el fantástico terreno de la anécdota masculina que relativiza los siglos de invisibilización, de agravios, de violencias, de muertes, de silencios. Bueno, y entonces os diré, porque os lo diré: iros a la mierda. Todos y cada uno. En fila. A la mierda vosotros, a la mierda vuestros privilegios, a la mierda el heteropatriarcado blanco y a la mierda todo. Madre mía, ¿pero por qué no os calláis nunca?

Creo firmemente que a lo largo de la historia la sociedad ha avanzado mediante luchas encarnizadas de diferentes colectivos e individuos por conseguir representatividad social. Unos o unas por conseguirla y los otros por detentarla y por conservarla. «Tener el derecho a comparecer y hablar es básico para la supervivencia, para la dignidad y para la libertad». Lo dice Solnit en su libro y no puedo estar más de acuerdo. También cita a Virginia Woolf, a quien secundo en la idea esencial que hay detrás de la frase «yo, como mujer, no tengo país». El feminismo es, de todas, la ideología que hace tambalear más cimientos del status quo. Sólo hace falta ver qué comentarios levantan más ampollas entre quienes te escuchan y más a menudo (incluso en quien no lo esperas). Es por eso que esta de Woolf es de las frases más sugerentes que he leído, de largo, durante los últimos tiempos. No tengo más que esto que está en mi cabeza y que lucho cada día más para que salga, como un torrente, como estas palabras, de las manos, y de la boca.

Y ya acabo, y aprovecho para dedicar este artículo a las dos Lauras, a Marian, a Marta y a Ona, mujeres que son siempre de una presencia muy perceptible. También a Irene Jaume y a Tatiana Romero, y en general a todas las mujeres que nos entendemos, nos apoyamos y nos explicamos también las cosas las unas a las otras para entendernos más, a veces incluso sin darnos cuenta. Gra-cias, a todas.

Nota: durante la redacción de este texto, y hablando con un hombre sobre esto, me ha confesado que él se siente más a gusto entre mujeres porque estas «sí le dejan hablar». Seguro que no se trata de un caso aislado. También os dedico estas líneas a vosotros, claro.

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