El invierno en un pueblo ocupado

El invierno en un pueblo ocupado

Aineto no es como los casi 19.000 pueblos que hay en el Estado español, se trata de un pueblo ocupado. No tiene ayuntamiento, tiene una asamblea. La propiedad de las casas no es privada, es libre. En febrero visitamos Aineto con una fotógrafa para ver si el invierno en este emplazamiento ubicado en el Prepirineo se vive como en todos los municipios que se encuentran en las montañas. Lo visitamos para ver si los casi 40 vecinos que aquí viven adoptan, cuando llega el frío, estrategias diferentes a las del resto de pueblos que conocemos.

12/04/2017

Albert Alexandre

Aineto al amanecer. / Foto: Clara Costa

Llegamos a Aineto para hacer un reportaje sobre cómo se vive el invierno en un pueblo ocupado y Felipe, la primera persona con quien hablamos, nos dice que no hay diferencia alguna entre el invierno allí y el que viven el resto de pueblos en los Pirineos. Se acabó, la fotógrafa y yo nos podemos volver a casa y abandonar esta crónica. Pero insisto.

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-Alguna diferencia tiene que haber, Felipe. ¿Os organizaréis de un modo alternativo? Esto no es un pueblo como el resto -casi imploro- tenéis la asamblea.

-Claro. Aineto es un poco distinto, pero en lo del invierno que has venido a ver es como todos los pueblos. Mi compañera y yo recogemos la leña para pasar el invierno como hará la gente del pueblo de abajo.

Por si fuera poco llueve persistentemente y el parte dice que no cejará ni hoy ni mañana. De hecho, y a juzgar por el paisaje, parecería que el invierno no ha llegado hasta este rincón de mundo. Nada de nieve, nada de hielo. Solo el suelo embarrado y el termómetro del coche marcando seis con cinco grados a la una del mediodía.

-Bueno, esa es mi opinión -afirma Felipe como queriendo darnos un poco de esperanza-. Quizás otra persona piensa distinto.

Felipe vive en Aineto desde hace 25 años. Antes se dedicaba a la animación infantil e iba de pueblo en pueblo con sus espectáculos. Ahora tiene un taller de cervezas artesanales.

Desde que llegó al pueblo las cosas han cambiado. La organización era mucho más comunal, dice. Hoy la propiedad es libre, es decir si hay una casa sin habitar, puede meterse allí quien quiera sin pagar nada, pero la gestión es privada: cada cual consigue su comida y arregla su hogar como le place.

-Obviamente cuando decidí montar el taller de cervezas tuve que comentarlo en la asamblea para que el pueblo me diera el visto bueno. En esto Aineto es distinto. Pero en todo este follón nos hemos metido mi compañera y yo solos.

***

Aineto. / Foto: Clara Costa

Sigue la lluvia y Felipe nos lleva a casa de Oihane y Nico; quizás puedan explicarnos en qué se diferencia el invierno de un pueblo ocupado al del resto de inviernos en la montaña. Tengo la sensación de que Felipe lleva muchos años viviendo en Aineto y para él la cotidianidad dificulta la comparación.

Son jóvenes y son pareja. Nos invitan a un té. Ella nació en Aineto y él vino desde Buenos Aires con su familia. Ella se marchó del pueblo para estudiar en M adrid y luego volvió, y él viajó de Argentina a Mataró y estuvo durante dos años visitando pueblos autogestionados en el noreste de la Península. Dos itinerarios antagónicos que convergen ahora.

-La casa está llena de goteras, estamos intentando arreglar el tejado pero es muy caro. Ya no damos abasto con los cubos para recoger el agua.

La cocina de Oihane y Nico. / Foto: Clara Costa

8.000 euros cuesta repararlo y pese a que hay personas que se dedican a la albañilería en Aineto y los ayudan, la pareja quiere ser participe en la reconstrucción. Las casas no están preparadas para cuando llegan las lluvias: en un pueblo ocupado tienes que preparar tú tu propio hogar para que no se inunde. No hay inmobiliarias a las que quejarse ni propietaria a la que llamar para que te arregle el fregado. La pareja ha levantado el andamio amarillo que hay en la fachada y comentan que hasta hace unas semanas no tenían ni idea de cómo se hacía eso.

Oihane y Nico se dedican a hacer pan que venden por los pueblos y ciudades cercanas y que una vez a la semana llevan a Zaragoza. Cuando nos los cuentan se interrumpen como comúnmente hacen dos personas que narran la misma historia. Sin embargo se dan cuenta mucho más que el común de la gente y dicen: “Ay perdona, acaba, acaba.” Es una forma de respeto, que me hace preguntarles por la relación entre hombres y mujeres en un pueblo ocupado.

-Existen eso que ahora llamamos micromachismos, y que hemos intentado tratar en la asamblea -dice Oihane-. Se ve muy claramente cuando estás cortando leña, por ejemplo. Llega un hombre y se pone a opinar sobre cómo deberías cortarla. Yo siento que a las mujeres eso nos sucede mucho más que a los hombres, incluso cuando ellos no tienen conocimientos sobre el tema. No se corta así, se corta asá. Debes darle con el hacha de esta manera. La experiencia es un grado y desgraciadamente parece que ser hombre también. El machismo, ese idioma que aprendemos al nacer y que desaprender tanto nos cuesta, también es un problema aquí.

-Claro que hay hombres que cortan mucho mejor la madera que yo. Pero para mí lo mejor sería que te dijeran: “¿Necesitas ayuda?” o “¿puedo ayudarte en algo?”

-Es muy importante tener la posibilidad de aprender equivocándote -añade Nico-.

Pero no todo es micromachismo, hay estrategias para superarlo. Las mujeres de Ibort y Artosilla, otros pueblos de la zona que se gestionan de formas similares, y las mujeres de Aineto se reúnen cada 28 días siguiendo el ciclo lunar.

-Miramos una peli, hacemos talleres de masajes o simplemente hablamos y pasamos la noche juntas.

Se parece a esa historia clásica de los manuales de antropología en la que una ONG construyó un pozo de agua en una población africana. Antes de eso las mujeres andaban cada día más de dos horas para conseguir agua fuera del pueblo. Charlaban, se contaban sus preocupaciones, se daban consejos. Pero con la nueva tecnología impuesta por occidentales que les permitía no desplazarse -con la nueva comodidad- perdieron esos espacios de liberación y encuentro. Algo así son estas reuniones que, Oihane nos cuenta, se llaman ‘Lunas’.

-Necesitamos espacios libres de hombres en los que expresarnos sin presiones.

Oihane y Pedro haciendo pan. / Foto: Clara Costa

Llevamos rato charlando y no sabemos cómo nos han terminado invitando a comer.

-Entonces, ¿cómo pasáis el invierno aquí? -pregunto esperando una respuesta distinta a la de Felipe.

-¿Qué invierno? Estamos en febrero y no hace tiempo de invierno -se queja Nico mientras señala el paisaje que hay detrás de la ventana-. Esto es como un otoño, pero un poco más frío.

Pese a que hoy llueve, los campos están secos y el riesgo de incendio en zonas como ésta es cada vez mayor; también las cosechas de los vecinos se resienten. Oihane y Nico lo achacan al cambio climático y no habría que dudarlo pues además del desequilibrio de estaciones global, Aineto se encuentra cerca de una de los pueblos más contaminados de toda Europa: Sabiñánigo.

Silenciado por las autoridades políticas, el desastre ocurrió entre 1975 y 1989 cuando la empresa Inquinosa fabricó, sin ningún control, lindano, un pesticida altamente contaminante. Hoy, el Prepirineo oscense acumula el doble de residuos del compuesto químico cancerígeno que toda Europa junta.

Puro capital: imposición, contaminación y silencio.

-Bueno, además -dice Oihane- el invierno es la estación en que el pueblo está más lleno. Es como al contrario que la mayoría de pueblos donde vive gente mayor y que se llenan cuando llega el buen tiempo.

En Aineto son algo menos de 40 habitantes.

-En verano, aprovechamos para salir fuera a trabajar porque con el pan no nos da suficiente. Supongo que este año volveré a Francia en septiembre para la recolecta de la cosecha.

El invierno es el verano y el verano es el invierno. Podría ser una bonita conclusión, pero no sería acertada. Más adecuada: el invierno son las vacaciones si es que eso existe en el campo. Los días son más cortos, es más difícil trabajar y la gente de Aineto aprovecha para leer, reunirse o simplemente descansar.

Da que pensar: vivimos en un mundo en el que, en favor del ocio, se han invertido las estaciones. Las ciudades.

***

Charlando se les hace tarde. Tienen que preparar la masa del pan que mañana van a hornear y luego ir a la asamblea. Nosotras damos una vuelta por el pueblo intentando captar con la cámara fotográfica el invierno y solo encontramos mucha lluvia, poca gente fuera de las casas y algo de frío. Quizás el rastro más evidente de la estación es la madera que se amontona por todo el pueblo bajo lonas de plástico.

Madera para la calefacción, madera para cocinar, madera para hacer pan, madera para construir cosas. La madera es primordial en Aineto.

Se trata de una de las actividades más importantes para el pueblo y, aunque cuando fue ocupado hará casi 40 años, la tarea era llevada a cabo de modo comunal, hoy cada cual se abastece de su propia madera. Nico y Oihane nos han comentado que ellas la recogen con sus familiares que viven en otras casas; grupos de afinidad les llaman.

Aineto. / Foto: Clara Costa

***

Esperamos que por la noche se enciendan las farolas de la calle, que la temperatura sea confortable en nuestras casas, que del grifo salga agua caliente que nos permita fregar los platos sin que nos duelan las manos. Lo esperamos y lo vemos normal. Pero no lo es.

Todas van a la asamblea que se celebra en la casa del pueblo, el lugar de reunión y donde en principio dormiremos, con su linterna colgando de la frente, y cuando

Ana, la madre de Oihane, nos ve en la oscuridad sin saber dónde meternos, nos dice:

-¿Qué vais a hacer ahora durante la asamblea? Podéis quedarnos en mi casa.

Es extraño meterse en casa de alguien que no conoces, pienso.

Aineto. / Foto: Clara Costa

-Os pido que intentéis que no se apague la estufa. Por ahora va bien de madera. Si veis que se está apagando meted un tronco.

Más extraño aún: la sensación incómoda de estar en casa de alguien que no conozco. Hasta ese punto he interiorizado el sentido de propiedad privada, hasta ese punto desconozco la hospitalidad que se ofrece sin pedir nada a cambio.

Finalmente cuando tras dos horas en casa de Ana, termina la asamblea, Nico y Oihane nos vienen a buscar.

-En la casa del pueblo no podéis dormir porque hará mucho frío por la noche. Lo mejor será que vengáis a nuestra casa. Tenemos una habitación con dos camas.
Más hospitalidad, más extrañeza.

Cenamos los cuatro y Oihane y Nico nos cuentan más sobre Aineto. Parecen felices de poder explicar a dos extranjeros cómo es su pueblo. Se sienten orgullosos del lugar en el que viven, pero son críticos de los cauces que recorre.

-La asamblea ha ido bien. Más bien que otras veces.

Aunque no conseguimos saber de qué se trata, hoy existen tensiones en el pueblo. Es difícil organizarse de forma comunal, aunque más difícil debería parecernos organizarnos al modo jerárquico.

La pareja querría una gestión más asamblearia en la que incluso la obtención de recursos fueran colectivizada. No son los únicos. Ana, entre otras, también piensa que sería mejor, pues la vejez futura en un pueblo como Aineto puede ser dura y solitaria, y quizás el mejor modo para cumplir años sea creando una casa común para gente anciana; una gran vivienda de una planta. Sin embargo, no todo el pueblo piensa igual.

***

El día siguiente se levanta claro. Nítido. Las lluvias prometidas no han llegado y con el cielo despejado se siente mejor el invierno. La fotógrafa se va corriendo fuera de la casa para captar el pueblo despertando con la niebla a ras de suelo y yo doy una vuelta después de desayunar.

Amanecer en Aineto. / Foto: Clara Costa

Los cristales de los coches se han congelado. Una fina capa de hielo que atestigua la noche fría y hace más reales las anécdotas que ayer contaba Oihane:

-Si trabajas con el frío son frecuentes las lesiones. Hace una semana, más de seis personas tuvieron problemas de espalda.

A diferencia del día anterior, hoy se intuye más movimiento en las calles de Aineto. Trajín que en Barcelona o Zaragoza daría risa por lo calmoso.

Visitamos a Felipe que está embotellando su cerveza y cuando le pedimos un retrato nos dice que esperemos a que llegue Menchu, su compañera, pues ella trabaja tanto como él en la pequeña fábrica y no se sentiría cómodo saliendo sólo él en la foto.

Cuando regresamos tras visitar a Lia, a la madre de Nico, que se dedica a la cosmética natural, Menchu llena las botellas a las que luego Felipe pone la chapa metálica.

Menchu y Felipe. / Foto: Clara Costa

-Bueno, Albert, ¿has encontrado lo que buscabas, entonces? ¿El invierno? -me pregunta Felipe.

Le digo que sufrí por el artículo cuando me dijo que Aineto era en invierno como el resto de los pueblos del Pirineo, y que sí, que tengo una vaga idea de cómo escribiré esta crónica. Entonces Menchu, para mi sorpresa, contradice a Felipe:

– Yo antes vivía en Caspe -un municipio aragonés de 9.000 habitantes- ¡El invierno aquí no tiene nada que ver con el de otros sitios! En otros pueblos hay farolas, las calles están pavimentadas y no te ensucias de barro si llueve, tienes agua caliente… Obviamente el nivel humano es distinto ya que aquí intentamos pasar más tiempo juntas.

Felipe se sonríe. Nos despedimos.

***

Al salir del taller nos encontramos con Ana. Durante toda la mañana ha estado para arriba y para abajo con el coche y un remolque lleno de madera que es para sus hijas.

Ana es una las primeras personas que repobló Aineto a finales de los años 70 y en su voz se intuyen restos de lo que quizás es idealismo y nostalgia. De cuando todas vivían en la misma casa, bajo el mismo techo. Eran otros tiempos, otras personas.

-Alguna gente, decidió marcharse y el resto se fue metiendo en otras casas para reconstruirlas. Ahí cambió Aineto -dice Ana mientras señala la entrada del pueblo donde hay aparcados más de diez coches.

Ella resistió a los intentos de desalojo de la guardia civil, ella asistió a la difuminación de la gestión común, ella impulsó la escuela de Aineto, ella es consciente de que vivir en un pueblo ocupado requiere un esfuerzo diario que a veces tiene recompensa y a veces no. Al menos se le nota en la voz que lo sabe.

Ana. /Foto: Clara Costa

Nos despedimos.

Antes de marcharnos definitivamente de Aineto, pasamos por el horno para decirles adiós a Oihane y Nico. Les agradecemos la hospitalidad y hablamos de comprarles pan cuando vengan a Zaragoza y de venir a las fiestas del pueblo que se celebran el 23 de junio y en las que montan un tipi de piedras calientes, algo así como una cabaña de sudación, o al festival de cine en mayo que cada año organiza el pueblo.

En el coche la capa de hielo del cristal ya es agua. Volvemos a la ciudad donde las calles están iluminadas y donde para ducharse -lavarse- no hay que llenar ollas y calentarlas en un horno de leña.

El invierno es distinto aquí, qué duda cabe. Aún así, me doy cuenta de que hablar de pueblos ocupados como si fueran un genérico es un error. Esto no es como Lakabe -donde la gestión es totalmente comunal- o como Cal Cases -pueblo autogestionado pero comprado por sus habitantes gracias a un crédito de Coop57-. Se me desmontan mitos y me da la sensación de que antes de llegar a Aineto sabía sobre el pueblo casi tan poco como las compañeras de instituto en Sabiñánigo de Oihane:

-Cuando dejé la escuela de Aineto para ir al instituto con 12 años, lo pasé muy mal -nos ha dicho el día anterior-. Me llamaban la hija de los hippies y me preguntaban si aquí montábamos orgías e íbamos descalzos.

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