La prórroga del arroz

La prórroga del arroz

Silvia Nanclares desmonta el relato en torno a la maternidad más allá de los 60

Imagen: Emma Gascó
21/03/2017

Silvia Nanclares*

Ilustración: Emma Gascó

Cuenta la leyenda que las mujeres estamos llenas de arroz. Sí, al parecer, somos como esas muñecas antiguas de tela y serrín. Y resulta que ese arroz “se pasa”. Lo dice la ciencia, lo dice la cultura, lo dice el lenguaje a través de la frase hecha. Y es verdad. La burda expresión muestra de ese modo cristalino que solo la gramática parda conoce: la edad fértil tiene una fecha de caducidad. Es duro admitirlo, pero nuestro cuerpo puede ser marcado como un producto lácteo. Y cuando digo nuestro me refiero al de ambos géneros (estudios han certificado cómo el semen también se pasa) pero, oh, casualidad, el nuestro va en la vanguardia del estigma social de la infertilidad. Cuando decimos arroz, pensamos indefectiblemente en el de ella.

Pero maternidades como la de Lina Álvarez (62) o Mauricia Ibáñez (64) ponen en jaque la ecuación del arroz pasado. Entonces, analicemos, rasquemos el socarrat. Porque ese arroz contiene muchas cosas. A saber: es la suma de nuestros óvulos óptimos y esperma sano convertido en embrión, anidado en nuestro endometrio al dente y expulsado nueve meses después vaginalmente o por cesárea. De eso se compone el arroz del dicho, gente. Pero entonces, ¿no es más bien una paella? Y no solo Lina y Mauricia, sino un montón de mujeres que pasados los cuarenta (o antes, en caso de encontrarse en situaciones de infertilidad en las que sus óvulos no son viables) se acogen a ovodonación o donación de embriones están sacando los pies de la paella. Y demostrando que, cuando el proverbial arroz se pasa, en muchas ocasiones queda una paellera propia en buen estado.

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Esto nos pone frente a una paradoja. Las mujeres declaradas infértiles (ya sea por edad, por patología o por “origen desconocido”) de repente, gracias a la tecnología reproductiva, pueden convertirse en madres con óvulos o embriones ajenos. Donde tus óvulos no anidaban, los de otra o el embrión de otros, puede prosperar. ¿Ein? ¿Cómo? ¿Esto no se nos está yendo de madre, nunca mejor dicho? ¿No estamos cada vez más cerca de la partogénesis? Así, juzgadas casi como aberraciones de estas mujeres, son contadas estas nuevas madres en las crónicas de sociedad y sus comentaristas. Pero, si hay vida fértil más allá del arroz pasado, ¿no deberíamos atender a esta nueva prórroga como merece, es decir, analizando sus causas sociales y culturales más allá de condenar los deseos y osadías individuales de estas mujeres?

Separar la paja del grano

En España, aunque la Ley de Reproducción Asistida Humana no marca límites explícitos de edad como en otros países, se ha aceptado la frontera cultural de los 50 como rubicón que no se debe cruzar. Ibáñez hizo viajes de ida y vuelta a Estados Unidos (EEUU, el paraíso neoliberal, es asimismo el paraíso de la reproducción asistida desregulada). Alvárez, por el contrario, encontró un médico patrio (cuyo nombre guarda bajo siete llaves) que le procuró el embrión donado. La vida fértil asistida de las mujeres, como la no asistida, sigue estando llena de secretos.

Desde antes de nacer, somos portadoras de esos maravillosos granos de arroz llamados ovocitos (el número de ovocitos de cada una es finito y está determinado antes de que nuestro cuerpo vea la luz más allá del líquido amniótico). Cada ciclo, uno de esos granos se convertirá en óvulo “ganador” y saltará desde uno de nuestros ovarios a las trompas de Falopio para iniciar su descenso de slalom hasta el útero. Me los imagino en su danza mensual haciendo coreografías propias de los oompa loompas de Tim Burton. Durante siglos y desde el relato oficial, el de los creadores del eslogan “se te pasa el arroz (TM)”, cuando se acababan los granos u ovocitos y llegaba la menopausia, se acababa todo. ¡Pero ahora resulta que no es así! Dios mío, ¿más libertad, más agencia, más autonomía para las mujeres? ¡Para mujeres mayores, además! ¡Miedo, tabú! Todo es oscurantismo en el relato de estas maternidades. Pero, ¿por qué no abrazamos está prorroga de la fertilidad como lo que podría ser? Como un horizonte de posibilidades, no exento de nuevos desafíos éticos (siempre que la opción de “dar” vida está en juego surge la bioética), pero un nuevo horizonte.

Hay corazones artificiales, hay exoesqueletos, hay lectores del pensamiento que transcriben nuestras ideas. Reconozcámoslo, no es un un problema de anti-naturalidad. Es un problema cultural. Queremos una maternidad “como dios manda” y no una madre achacosa que se pueda morir en cualquier momento. ¿Pero acaso cualquier padre/madre joven no puede hacerlo igual? El fantasma de la orfandad sobrevuela toda relación paternofilial. ¿Y quién nos dice que Mauricia o Lina no tienen una red familiar que las acompaña en esto?

Lo que nos indigna pues es la crisis de cuidados a la que expondremos al o a la menor cuando “falte” la madre. Porque, a ver, nadie se lleva las manos a la cabeza con los hijos de tantos y tantos padres que han frisado los sesenta (Rod Stewart, Al Pacino, Carlos Larrañaga). Barron Trump nació cuando su papá tenía 61 años y Melania, 36. Los Briatores y los papuchis no son cuestionados porque nadie se pregunta quién se encargará de esos bebés cuando sus padres hayan pasado a mejor vida. Pues, hombre, quién va a ser, la que procuró, no solo vida, sino cuidados. Que, a fin de cuentas, es lo mismo.

Los recovecos

Que haberlos, como en toda cuestión que desafía el orden cultural y social a través de la ciencia y tecnología, haylos. Más allá de la vida de nuestro arroz, nuestro aparato reproductor puede albergar y llevar a término embriones mucho más allá. Esto es un hecho. ¿Y acaso no podría ser esto empoderador? Asusta, asumámoslo. Al animalario de aberraciones recientes de los nuevos significados de ser mujeres comtemporáneas le ha salido una nueva categoría: las madres tardías, las Linas, las Maurizias, las madres abuelas. Es sintomático que todas ellas sean mujeres profesionales, con una posición económica desahogada, sin pareja. Independientes. Podríamos hablar entonces del privilegio de la maternidad tardía, de la responsabilidad de correr con todos sus peligros, para la salud de la madre, del hijo o de la hija. Las consecuencias de estas prórrogas asistidas (y extremas) a la edad fértil biológica, tiene consecuencias inciertas para la salud de las madres y de los hijos (que se lo digan a Barron Trump).

Lo más difícil es tratar de comprender a Mauricia sin juzgarla. Es inevitable preguntarse por el origen de su deseo: ¿quién lo sueña? “En India, mujeres de más de sesenta que no han sido madres se someten a tratamientos in vitro para obtener el reconocimiento social de su comunidad que el ser infértil les ha negado”. Leo esta realidad con estupor poscolonial. Pero, ¿tan lejos está nuestra identidad de género cruzada por la maternidad de la de estas mujeres indias? ¿Qué mandato de género o necesidad de “deseabilidad social” nos lleva (y ahora hablo como aspirante a primípara añosa, 42, según la ciencia médica) hasta ponernos en riesgo, endeudarnos, someternos a una gestación y un partos complicados para nosotras y para los bebés?

No defiendo ni demonizo a Mauricia ni a Lina. Solo digo que también nos preguntemos: ¿de qué están hechos nuestros juicios y prejuicios para condenarlas a la hoguera de las aberraciones? De lo mismo que la frase hecha “se te pasa el arroz”. De una bomba patriarcal donde las mujeres siguen significando, naturalmente, maternidad y cuidados. Y todo lo que cuestione esa tríada sigue mandándonos directamente al animalario de la aberración.

*Silvia Nanclares es escritora, editora y activista cultural. Acaba de publicar una novela autobiográfica sobre el proceso de intentar quedarse embarazada cumplidos los cuarenta años. Nos lo presentó en Pikara con este artículo.

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