¿Que nos den por culo?

¿Que nos den por culo?

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17/12/2016

Francisco Javier Navarro Prieto

Fotografía de un melocotón

El otro día volví a escuchar en una manifestación aquel grito: “si somos el futuro, por qué nos dan por culo”. Era el mismo grito que, años atrás, cuando apenas tenía dieciocho, escuché en una de mis primeras manifestaciones. Como si lo tuviera antes los ojos, recordé a un compañero que ante aquel grito alzó la voz para decir: “a mí me gusta que me den por culo”. Recuerdo que aquella respuesta quedó en mi cabeza durante mucho tiempo: con una proclama que expresa descontento, una parte de les manifestantes hacían que otres se sintieran discriminades. En aquel momento yo ya sabía que ese insulto era una mierda; al menos hería a mucha gente. No escribo este artículo para decir lo mismo. Lo escribo porque con unos cuantos años más tengo cierta capacidad de análisis que en mi adolescencia no tenía. Pero, lo escribo, sobre todo, porque sigue siendo igual de necesario que hace años el explicar cómo y por qué nuestro lenguaje, constantemente discrimina y reproduce roles opresores.

Una de las enseñanzas de la teoría feminista es que, en nuestro mundo, no hay nada que sea inocente. No es que hayamos perdido una primera inocencia, es que nunca la ha habido por mucho que la visión cristiana se empeñe. La supuesta neutralidad es, en realidad, la mayor opresión, precisamente por ser la más invisible. Y es que hay ciertos objetos, cuerpos, lenguajes, que para subsistir deben presentarse como neutrales y en ello radica su potencial opresor. Esta es la conclusión: lo invisible es, si no lo que más oprime, sí lo que está a la base de una sociedad opresora. Nosotres ya hemos aprendido que toda vestimenta, forma de andar o de sentarse, lenguaje y tono de voz, es producto de una cultura cuya supervivencia depende de presentarse como ahistórica o natural. No es nada nuevo; desde que somos pequeñes nos han entendido como hombres o mujeres y así nos han enseñado a comportarnos: si eres hombre, no te preocupes por el espacio que ocupas al sentarte, es más; no cruces las piernas. Si eres mujer, ponte falda. Si eres hombre, no. No moderes el tono de voz si eres hombre, pero si eres mujer no grites demasiado; no es femenino. No cuesta mucho observar en nuestro día a día cómo la defensa ante cualquier crítica viene de este lado: es “natural” que comamos carne, es “normal” la atracción entre hombres y mujeres; es que las mujeres se arreglan más “porque son así”. Pero la historia, al contrario de lo que piensan ciertos filósofos, ha venido a salvarnos, no a condenarnos a un relativismo absoluto. Es esta historicidad de todo, que durante la historia de la filosofía ha levantado tan agrios debates y tan nefastas conclusiones, en donde nuestra generación ha encontrado la salvación: no necesitamos el asidero de lo natural para salvarnos, necesitamos de lo histórico para hacer que las cosas sean lo que nosotres queremos que sean.

La pregunta que surge es entonces clara: ¿qué discursos, formas de vida e instituciones permiten que ciertas prácticas discriminadoras se presenten como insultos? Más claro: ¿qué mecanismos operan para que la práctica sexual de la penetración anal sea percibida como algo vergonzoso y molesto y, sobre todo, como un castigo?

Aquí es donde debemos hablar de violencia simbólica. Este es el tipo de violencia ejercida mediante discursos, instituciones, maneras de hablar, de comportarse, de moverse, etc. (Para que nos entendamos: es la violencia que en las películas de Disney aparece con los eternamente repetidos personajes del héroe-princesa; la violencia que supone que haya una mayoría de hombres en una mesa de debate y que reproduce también la lógica de Disney del hombre autosuficiente salvando a la sociedad, etc.). Solamente en una sociedad en cuya raíz se encuentra la división de lo masculino como superior y activo frente a lo femenino como inferior y pasivo, solo, digo, en una sociedad en la que la heterosexualidad se presenta como norma afectiva y sexual junto con el binarismo de género (que categoriza todos los comportamientos, deseos, actitudes, en términos de hombre-mujer), se torna comprensible el carácter vergonzoso y punitivo de la penetración anal.

Y es que, a diferencia de la opresión machista hacia la mujer que en buena parte se da visibilizándola como disminuida e incompleta frente al hombre, la homofobia presenta otra forma de discriminación; la invisibilización. (Pensemos que, cuando la orientación sexual es explícita y se muestra en ciertas actitudes no normativas, la opresión aumenta, pues de pronto la orientación sexual rechazada se ha vuelto visible). Una mujer ya es visible como ser inferior. Por esto, al decir “que te den por culo” se quieren expresar al menos dos cosas; una es que no hay nadie a quien le guste que le den por culo y que, por lo tanto, no hay homosexuales. La segunda y ya conocida viene a decir que el hecho de que te den por culo es algo humillante. Para observar esta diferencia pensemos en ese otro insulto: “que te follen”. Esta concepción de que el follarte a alguien es humillante para dicha persona proviene, sin duda, de aquel principio de separación que sitúa al hombre como activo frente a la mujer como pasiva y que depende, también, de una concepción del sexo relacionada con el poder: si te follo tengo poder sobre ti; de alguna manera te humillo. Como vemos, los mecanismos son ligeramente diferentes; mientras que en el “que te den por culo” aparece la invisibilización (a nadie le gusta que le den por culo, ¡por las diosas!) en el “que te follen” aparece la visibilización (“a todes nos gusta follar”) vergonzosa y punitiva que también aparece, secundariamente, en el primer insulto.

Y es que ambas discriminaciones comparten un mismo principio; follarte a una persona es igual a tener poder sobre ella, a dominarla. El hombre se presenta como conquistador, fuerte y activo, de una pasividad receptiva. Se hace así explícito el vínculo entre sexo y poder. Para comprender el problema, no deberíamos pasar por alto la apreciación que da el heterosexual al sexo anal. El sexo anal es algo que todo hombre normativo (heterosexual cisgénero) quiere practicar con su novia. Esto es; el sexo anal no es algo repugnante de por sí. La práctica anal tiene valor para el heterosexual porque es entendida, al igual que el sexo vaginal, como una reproducción más de la lógica de poder del hombre activo frente a la mujer pasiva. Dado este punto de vista, no hemos de extrañarnos ahora de que en una manifestación un hombre heterosexual grite, sin ningún tipo de conciencia, “¿por qué nos da por culo”, queriendo decir; “¿por qué me castigan, me hacen daño, me humillan? esto es; “¿por qué me quitan mi rol activo?” Queda claro; no ser activo en cualquier aspecto es una humillación para el hombre. Quizás sea este principio el mismo que opera cuando el hombre no comprende la necesidad de los espacios no mixtos o su papel secundario, de aliado, en la lucha feminista.

Pues bien, la homosexualidad y su práctica anal atacan justo a esta concepción del sexo entendido como poder. En primer lugar, porque no permite distinguir a golpe de vista a un sujeto activo de uno pasivo. En una pareja homosexual que camina por la calle no hay signos de tal distinción. La relación homosexual (tanto de gays como de lesbianas) no marca de manera visible dichos roles. De aquí viene la estúpida pregunta: ¿y cómo folláis las lesbianas?; pues el sexo es solo entendido en términos de pasividad y actividad, o lo que es lo mismo; de penetración y recepción. ¿Qué es eso de follar sin pene?, ¿cómo es que las dos personas se muevan y participen activa y pasivamente, según se quiera? No nos cabe en la cabeza. Desde este punto de vista, se abre una sexualidad no relacionada con el poder ni con los principios de discriminación en los que se apoya nuestra cultura. Aquellos sujetos para los que la sexualidad no depende de los principios activo/pasivo, hombre/mujer, o que más bien eligen sus roles sexuales libremente, son peligrosos para un pensamiento que se basa en dichos roles a la par que los perpetúa constantemente con frases como “que te den por culo.”

Tras todas estas reflexiones, ya sabemos la contestación habitual; nadie ha querido decir todo esto con “que te den por culo”; “yo solo quería expresar un descontento”. Pero esto, que de alguna manera es verdad, no es una justificación sino un problema: el cómo debemos expresar nuestro descontento ha sido determinado por una sociedad machista. Y es que debemos hacernos cargo de que nuestras palabras no son nuestras. Nos las han enseñado y, desde ellas, comprendemos el mundo y nos comprendemos. Tenemos, por tanto, que desaprender para volver a aprender. Nuestra tarea es, pues, inventar nuevos lenguajes que no discriminen a aquelles compañeres que luchan a nuestro lado por un mundo más justo. Por ello, vamos a hacernos cargo de una vez de nuestro lenguaje, vamos a pensar que cada frase tiene unas condiciones de aparición determinadas que son machistas y androcéntricas. Vamos a empezar a ver, que el que “no queramos decir eso” no justifica nada sino que más bien supone que alguien está pensando por nosotres. Vamos a aprender a enfadarnos bien. Vamos a decir, como se dijo en aquella manifestación, que a algunes sí nos gusta que nos den por culo y que no entendemos que ninguna práctica sexual sea humillante para nadie. Vamos, en definitiva, a hacernos conscientes de las discriminaciones que perpetuamos con nuestras palabras. Porque ya lo sabemos: aquí no hay nada inocente. Y no queremos que lo haya. Por eso buscamos las culpas.

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