Una noche cualquiera

Una noche cualquiera

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29/10/2016

Anna-Maria Penu

Me voy a la cama a las 22:30. Tras haber cenado y dado pecho a E que se quedó despierto con J en el salón viendo First Dates o Pesadilla en la cocina o The Fast and the Furious. Por las mañanas me preocupa un poco esa influencia tan nefasta tan temprano en su vida, durante el día, y si me acuerdo, lo comento a J entre otras muchas cosas que me preocupan, pero por las noches me da igual. La cama está caliente. Mis pantalones de pijama se me han quedado grandes. Se me caen incluso estando echada, pero puede que no sea por la pérdida de peso sino porque son viejos y la goma se habrá estirado. Estoy en la cama por fin. Silencio, sola, a oscuras. Disfruto ya antemano del descanso que me espera. Disfruto de poder estar sin él.

A las 0:53 J trae a E a la cuna. Gruñe, tiene gases, tiene mocos, silba, se queja con voz suave y le cuesta coger el sueño. Yo ya no estoy tranquila. Sé que pronto tendrá hambre. Solo he podido dormir 2 horas y pico.

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2:19. E gruñe más, se mueve, se queja en voz baja. Le cuesta respirar, silba a través de la nariz, también por la garganta, aun teniendo el humidificador puesto toda la noche. El lunes se lo comentaré a la pediatra, si me acuerdo. El otro día y por tercera vez se me olvidó llevar el bolso de E con sus pañales y cremas y toallitas húmedas conmigo así que no estoy segura de recordar nada ya. Hace frío. La habitación está húmeda y fría. Le cojo de la cuna y le pongo al pecho derecho que está a punto de explotar. La leche sale disparada hacia su boca, él ansioso traga y traga, pero le cuesta porque la nariz no funciona del todo bien por los mocos y se atraganta. Pasan segundos interminables mientras él intenta coger el aire, volver a respirar. J se despierta, qué le pasa, me pregunta. Pues lo de siempre. Ansia viva y hambre y mucha leche. E por fin coge aire suficiente con sus pulmones pequeños y comienza a respirar con normalidad relativa entre mocos y gruñidos que no cesan os con claro gesto de negación así que le coloco a la cuna para poder sacarme toda la leche que él no quiso.

Son las 3:03. Estoy sentada en la cama, una pierna cruzada sobre la otra, sacándome leche mientras miro la ventana con la persiana bajada y escucho a E gruñir. ¿Cómo llegué hasta aquí? Podría aprovechar estos momentos de desvelo para pensar, escribir en mi mente mi novela a medias, pero no se me ocurre nada. Como siempre, antes de comenzar un nuevo capítulo, me cuesta horrores encontrar el hilo, el tono, la imagen y, sin embargo, no soy capaz de aprovechar estos minutos valiosos. Solo pienso que llevo despierta ya mucho rato y se me ha ido el sueño. Lo pienso varias veces entre las veces que me digo que no debería estar pensando en eso. Saco mucha leche, unos 80 ml. Por si acaso no miro el reloj cuando me acuesto de nuevo.

4:38. E sigue durmiendo. Casi ni se le oye ya. Ni gruñidos, ni respiración fuerte ni silbidos. Pero, ¿respira? Toco su pecho que me cabe en la palma de la mano y que debajo de la montaña de mantas apenas nota subirse y bajarse. Hace mucho frío ya en esta casa. Ha llegado el otoño con esas lluvias tremendas de los últimos días. Pongo mi dedo debajo de su nariz. Sí, respira. Se sobresalta un momento, con los dos brazos diminutos cogiendo el aire, porque en la oscuridad toco su cara, pero vuelve a dormirse. Tiene que estar a punto. Igual que mis pechos. Son ya 4:49.

Voy al baño a orinar y ahí enciendo el calefactor y la luz para poder cambiarlo con comodidad. Después vuelvo a la cama a sacarme leche para que no salga ya tanta de golpe. De nuevo sentada en el borde de la cama, mirando la ventana. A través de las persianas se ve la luz amarilla de las farolas. Es de noche y yo estoy desvelándome del todo. A ver, ¿dónde me quedé? Ah sí, ahora viene el capítulo sobre los últimos minutos del día de las elecciones presidenciales, del cierre y del conteo de votos. Podría comenzar con una imagen del campo de fútbol que estaba al lado y donde estaba jugando un equipo de cuatro chavales contra otro equipo de seis. Iban ganando los primeros, y eso en un contexto político tiene su gracia.

¿No se despierta? Si ya han pasado 2 horas y media de su última toma. Le miro. E duerme tranquilo mientras J suelta una flatulencia sonora y larga. Sigo sacando leche y de repente ya no succiona el aparato. Miro la botella, está llena, 150 ml. Me levanto, voy al baño a apagar el calefactor y la luz. Bajo las escaleras hasta la cocina para guardar la leche en un tarro y tener la botella de nuevo libre. Viene Agnes mirándome. Me pregunta qué estoy haciendo a estas horas por allá. Le acaricio, le pongo un poco de pienso. Come. Más para complacerme que por hambre.

Vuelvo a subir las escaleras, me echo a la cama sin sueño. Pero cierro los ojos, me dejo llevar por el peso de la manta. E sigue durmiendo. Pasan cinco minutos, quizás son solo tres, y empieza a moverse. Un gruñido. Otro. Me giro, pongo el dedo meñique en su boca que lentamente agarra, no muy fuerte, pero suficiente para que me levante a sentarme de nuevo, le coja y le pongo a mi pecho izquierdo. El pecho vago. Empieza a succionar, con tranquilidad. Son las 5:06. El pecho derecho empieza a gotear y trato de colocar el sacaleches para recoger cada gota. Es desesperante porque mientras coloco uno, el otro sale de la boca donde tiene que estar: la de E o la del sacaleches. E come, quizás cinco minutos, quizás ya han pasado diez, y se queda dormido. Le huelo. Me hace sonreír, le huelo de nuevo y cierro los ojos. A menudo lloro. De emoción, de felicidad, me digo.

Me levanto para cambiarle el pañal. Hay caca, su culo está rojo, le pongo crema, mucha crema, se caga de nuevo, le limpio y pongo más crema, se caga de nuevo, líquida y amarillenta, le limpio de nuevo, y pongo más crema. Abre sus ojos, hace fuerza, está rojo intenso y un poco molesto. Lógico, son las 5 de la madrugada. Consigo colocarle el pañal y le doy un poco más de pecho sentada en el váter. En el baño estamos calentitos. Se queda dormido, le llevo a la cuna. En cuanto toca la sabana empieza a moverse, quejarse, subir las piernas hacia su barriga para poder echar los gases, pero no tiene abdominales y eso le enfurece. Le cojo de nuevo para sacarle aire, para tranquilizarle, para dormirle. No le gusta la postura mucho, pero al final se relaja, aunque no del todo. Tiene los ojos abiertos y me mira desde mi pecho. ¿Qué hago? Le ofrezco el pecho derecho, lo succiona un poco y se queda frito de nuevo. Ni gases, ni gruñidos, ni respiración fuerte. Le pongo en la cuna, al principio empieza a retorcerse, pero al final se queda tranquilo. Cojo mi sacaleches y mi móvil. Son las 5:58. No tiene sentido echarme ya. Voy a prepararme café y desayunaré, aunque fuera es de noche todavía. Tengo un hambre feroz.

Son las 8:02. Entre el desayuno, hablando con mi madre sobre su nueva cocina, con D sobre quedar el lunes para tomar un café y viendo el Facebook donde la gente habla solo de Bob Dylan y de Donald Trump, el tiempo se me ha pasado volando. Dos horas sin hacer nada útil. Al menos he abierto el archivo de mi novela. Y he donado 30 euros para que una directora pueda hacer un documental sobre la violencia de género en Estonia. Algo es algo.

E sigue durmiendo. El mundo sigue a oscuras. ¿No deberían cambiar la hora ya?

Se despertará enseguida. Mis pechos lo anuncian, aunque haya sacado 50ml más. Ahí está. Le oigo. Come con ansia, pero tranquilo, la leche no sale disparada. No se atraganta y se queda dormido. Pero tengo que cambiarle el pañal y eso le despierta. Luego estoy casi media hora para dormirle de nuevo. En los brazos, con gases, despierto. Mirándome como si no me conociese. Mirando a través de mí. Le sonrío, le susurro palabras, pero nada funciona. Al final no hago nada. He dejado de hablarle o cantarle mientras trato de dormirle porque le excita, le pone en alerta, le estimula. O igual le molesta porque está moviéndose, aunque estoy paseándole por la casa en silencio. Soy invisible. Apoyo mis labios con ternura en su frente y le mezo a diferentes ritmos. “¡Duérmete, amor, por favor!” le digo sin voz.

Son las 8:53 y le he dejado en la cuna porque estaba a punto. Le oigo gruñendo mientras trata de sacar más gases. No comprendo cómo puede seguir teniendo gases tras los meneos que le doy. Pero ahí están. Ya se queda, me parece. J sigue durmiendo, poco a poco se está haciendo la luz. Son las 9:00. Y yo vuelvo a tener hambre.

Anna Maria-Penu suele hablar con Agnes-Fátima, su gata, y desde hace 15 años está introduciendo en España la gastronomía tradicional estonia, descubre rincones mágicos de Andalucía y practica la improvisación teatral. También se forma como terapeuta gestalt, investiga sobre nuevos modelos de comunicación y sobre procesos de creatividad literaria.
Además es escritora, periodista, bloguera, editora, traductora y corresponsal de prensa desde 2003. Es licenciada en Ciencias Políticas por la UNED y en Filología y Literatura por la Universidad de Tallín. Ha escrito dos novelas: “Minu Hispaania” (“Mi España”, 2008) y la primera parte de “Kes kardab Aafrikat?” (“¿Quién teme a África?”, 2011), publicadas por la editorial Petrone Print en Estonia. Los temas tratados son el descubrimiento y el crecimiento personal a través de los viajes, de las distintas culturas y de la experiencia personal en contextos diversos. Desde 2014 escribe una columna en el periódico digital Nómada (Guatemala) y colabora en otras revistas.
“¿Quien quiere tener una bruja en su escarabajo?” es su primera novela en español.

 

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