Música ‘indie’: ¿un club para chicos?

Música ‘indie’: ¿un club para chicos?

El llamado pop independiente se construyó más sobre una confluencia de distintos tipos de masculinidad que sobre una convergencia equitativa entre voces masculinas y femeninas. Pese a ello, no esconde su carácter necesariamente fragmentario y abierto: al fin y al cabo, la historia del pop es un relato plagado de desvíos, discrepancias y excepciones.

Texto: Carlos Bouza
09/10/2016

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¿Cuándo y cómo se consolidó en la música pop el arquetipo de banda formada por cuatro hombres blancos y heterosexuales? En ‘Estrategias sobrenaturales para montar un grupo de rock’ (Blackie Books, 2014), un magnífico libro a medio camino entre la sátira y el ensayo sociopolítico, el músico Ian Svenonius sostiene la teoría de que fueron The Beatles quienes fijaron el canon. Desde luego, parece una idea razonable. Tal y como apunta Svenonius, hasta la irrupción de la beatlemanía en 1963, el pop se había movido en un considerable equilibrio entre solistas y conjuntos de ambos sexos. Con su creatividad torrencial y espíritu vanguardista, convertidos en un fenómeno cultural sin precedentes, The Beatles establecieron un nuevo modelo y cambiaron el mapa por completo. Entusiasmados con la posibilidad de capturar una mínima parte del poder (musical, sexual) que proyectaba el cuarteto de Liverpool, un número incalculable de adolescentes varones se lanzaron a la aventura de formar sus propias bandas. Muy pronto, esta se convirtió en una actividad eminentemente masculina: el grupo moderno de pop quedó definido como un club cerrado, destinado a canalizar las fantasías de los chicos de clase media, al tiempo que las mujeres fueron desplazadas hacia un rol pasivo de fans.

Puesto que este esquema ha permanecido inalterable hasta nuestros días, podemos suponer que el nacimiento de la música indie no generó una nueva dinámica. Basta con un ejemplo: en la obra de referencia ‘Nuestro grupo podría ser tu vida: escenas del indie  norteamericano, 1981-1991’ (Michael Azerrad, Contra, 2013), solo tres de las trece bandas glosadas (Black Flag, Sonic Youth y Beat Happening) contaban con miembros femeninos en su formación.

Ahora bien, a estas alturas la pregunta es obligatoria: ¿de qué hablamos cuando hablamos de indie? En sentido estricto, la etiqueta se refiere a toda aquella música creada, promocionada, comunicada y distribuida al margen de las grandes corporaciones. Aunque la existencia de sellos independientes no era un fenómeno nuevo, el término adquirió un nuevo significado a principios de los años ochenta, cuando una nueva red de pequeñas discográficas británicas comenzó a lanzar sus primeras referencias, inspiradas en el modelo impuesto por la primera oleada punk. Como toda subcultura, esta escena surgió con la voluntad de llenar un vacío: la idea era dar voz y cobertura a aquellas bandas cuya música era lo suficientemente excéntrica, áspera o ajena a la moda como para ser expulsada de los canales dominantes. Aunque esa música adoptó formas de lo más diversas, se ha terminado por aceptar como indie, de forma bastante imprecisa, al sonido propio de sellos referenciales como Sarah Records: una combinación de guitarras tintineantes y deliberada ejecución amateur.

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The Housemartins, con sus textos de inspiración marxista y raíz cristiana, fue una de las pocas bandas indies masculinas que defendían postulados feministas./ Derek Ridgers

The Housemartins, con sus textos de inspiración marxista y raíz cristiana, defendieron postulados feministas en público./ Derek Ridgers

Frente al pop de laboratorio y textura plástica que dominaba las listas de éxitos, y también como reacción a la pompa masculina sobre la que se sustentaba la autenticidad rockera, el indie parecía defender una nueva sensibilidad… también masculina.

Los protagonistas eran de nuevo jóvenes blancos e individualistas, esta vez universitarios, que daban la impresión de estar experimentando una tensión constante en su relación con el mundo adulto convencional. Algunos, como Bob Wratten, procedente de los suburbios londinenses y líder del grupo The Field Mice, se convirtieron en un símbolo del ethos indie al volcar en sus canciones (confesionales, ensimismadas y abiertamente emocionales) todos los rasgos de carácter que la masculinidad hegemónica se empeñaba en neutralizar: como compositor, Wratten aceptaba sin complejos su vulnerabilidad, documentaba el desamor con afecto y empatía, su escritura rehuía una y otra vez de cualquier atisbo de arrogancia o cinismo.

Esa actitud marcadamente anti-macho constituyó asimismo el motor del twee pop (twee como algo inocente, ingenuo), un concepto que se desprendió en parte de su origen machista al ser resignificado por aquellos grupos que renunciaban tanto al estereotipo rockero como a la agresividad de la emergente escena de baile. Con su obstinada negación de los clichés del rock’n’roll, el twee supuso la principal puerta de entrada de las mujeres en la música indie de los años ochenta, contando incluso con un modesto pero inspirador sistema de estrellas que incluía a músicas como Amelia Fletcher (Talulah Gosh), Aggi Wright y Katrina Mitchell (The Pastels) o Frances McKee (The Vaselines). Por desgracia, hablamos de una tendencia que se mantuvo en un plano relativamente subterráneo, pese a la entusiasta campaña de difusión emprendida por un músico con tanto poder de convocatoria como Kurt Cobain.

En general, todo lo que el indie podía tener de fenómeno discrepante parecía articularse alrededor de los hombres. Explícitamente políticos eran The Housemartins (1983-1988), cuatro chicos de Hull (Yorkshire, Inglaterra) que cimentaron su carrera sobre un repertorio que combinaba textos de inspiración marxista y raíz cristiana, además de ser una de las pocas bandas indies masculinas que aprovechaban sus comparecencias públicas para defender postulados abiertamente feministas. Mientras que el universo de la mayoría de sus contemporáneos parecía reducirse a los estrechos confines de sus dormitorios (“tú eres el centro de mi pequeño mundo”, decía el sintomático verso de los londinenses Another Sunny Day), The Housemartins nunca dejaban de tomarle el pulso a su entorno. De hecho, solo era posible entenderles como reacción a las políticas social y económicamente restrictivas impulsadas por el gobierno de Margaret Thatcher: un contexto que también fue crucial a la hora de definir a una estrella del pop tan inusual como Morrissey (Davyhulme, Lancashire, 1959).

 

Desde su aparición en 1983 al frente de The Smiths, Morrissey se convirtió en lo más parecido a un portavoz oficial de la juventud marginada que tuvo el indie británico: el escenario natural de sus canciones era la vivienda de protección oficial, la escuela como institución represiva, el trabajo precarizado al que apenas podía aspirar la chica “de dieciséis años, torpe y tímida” del tema ‘Half A Person’. La mayor parte de las veces podía mostrarse fatalmente romántico, pero en su afán de inclusión optaba siempre por la canción de amor ambigua, sin restricciones de género: su truco era eliminar los pronombres masculinos y femeninos de sus historias, convirtiéndolas en experiencias universales.

Todo en la carrera de The Smiths parecía construido al milímetro, empezando por las portadas de sus discos. En ellas no hay ni una sola imagen de la banda. Por el contrario, Morrissey prefería ilustrarlas con fotografías de sus mitos, habitualmente perdidos en el pasado reciente de la cultura británica. Es probable que lo más cerca que haya estado la música indie de los años ochenta de plantar una semilla de pensamiento feminista en sus oyentes haya sido a través de la cubierta del exitoso recopilatorio ‘Louder Than Bombs’ (1987), una retrospectiva del grupo envuelta en un hermoso retrato de Shelagh Delaney, la dramaturga de Salford cuya obra destacaba por restaurar la voz de las mujeres procedentes de barrios de extracción obrera.

En EEUU, donde la escena indie germinó en paralelo a su homóloga británica, el ambiente se desarrolló en términos similares, con una superficie dominada por la idea del grupo como experiencia masculina y un underground mixto pero todavía desigual. Apenas había arrancado la década de los noventa cuando el rock alternativo norteamericano ya parecía encallado en un preocupante conservadurismo. El terreno estaba abonado para la sublimación del slacker (vago, holgazán) promovida por bandas como Dinosaur Jr o Pavement, en cuyas canciones coagulaban premeditadamente el individualismo y la inacción. La autoindulgencia no tardó en propagarse, de tal forma que cualquier reflexión colectiva quedó rápidamente anulada en favor de un bucle narcisista.

No obstante, ese manto conservador que se extendió por todo el país durante los mandatos sucesivos de Ronald Reagan y George Bush, y que el indie norteamericano pareció legitimar por la vía de la indiferencia, también encontró estimulantes disidencias. El principal foco crítico partió de Olympia, Washington, la cuna del movimiento riot grrrl: una puesta común organizada desde el feminismo para fomentar la participación de las mujeres en el rock, que también encontró aliados entre los chicos de izquierdas procedentes de las más movilizadas comunidades del punk y el hardcore. La extraordinaria energía contenida en el riot grrrl no cayó en saco roto: puso de relieve la importancia de la lucha comunitaria y continúa siendo una fuente de inspiración para muchas mujeres que deciden iniciarse en cualquier forma de arte. Por desgracia, su esfuerzo no fue suficiente para alterar el rígido panorama descrito por Ian Svenonius.

El indie en España: aquí estamos, entretenednos

El indie se introdujo en España a principios de los años noventa, de forma descentralizada y siguiendo la plantilla sonora de los gurús anglosajones. No hubo sorpresas. Desembarcó ya sin ideología, y resulta significativo que un número considerable de bandas adoptasen el inglés como idioma y el noise o el shoegaze como estilos preferentes: al fin y al cabo, uno y otros parecían buenos muros tras los que esconder un discurso todavía de escasa definición. El músico asturiano Nacho Vegas, que formó parte de la primera oleada indie en nuestro país con las bandas Eliminator Jr y Manta Ray, aporta un testimonio muy revelador al respecto en el breve ensayo ‘Cajas de música difíciles de parar o el desencanto de Nacho Vegas’ (Carlos Prieto, Lengua De Trapo, 2012). Merece la pena recuperar un fragmento:

Política es casi todo. La música tiene que ver con la manera en que ves el mundo y te relacionas con él. La música tiene que cuestionar cosas (…) La despolitización del indie (español) está relacionada con la pérdida de conciencia de esa generación. La política era algo que había que mirar desde el cinismo y el distanciamiento. Actitud que evitaba que te posicionaras. Políticamente fueron unos años duros. Fue una pena que el indie se convirtiera en el sonido de la clase media más desmovilizada, en el portavoz de sus pequeños traumas existenciales (…) En España no veníamos del thatcherismo y el reaganismo, como el indie anglosajón, aquí parecía que no había ningún problema, pero era un engaño.”

El diagnóstico de Vegas es clave a la hora de explicar por qué la infraestructura indie creada en nuestro país (sellos, salas, fanzines) fue básicamente excluyente, hasta el punto de que las mujeres se vieron en la necesidad de importar el modelo anglosajón del Ladyfest, originario de Olympia: un festival feminista articulado desde la lucha contra el sexismo, la homofobia, el racismo y el clasismo, que lleva celebrándose en nuestro territorio de forma intermitente desde el año 2005.

Hoy se atisban modestos vientos de cambio: la creación del colectivo Fundación Robo en 2011, un esfuerzo realmente conjunto que trabaja sobre el concepto del “cancionero insurgente” a través de la participación colectiva, supuso un importante paso delante de cara a la transfiguración positiva de la escena indie. Sin embargo, la inclusión total parece estar aún lejana. Pensaba en ello poco antes de terminar este texto, leyendo una entrevista con la música de Getxo (Bizkaia) Isabel Fernández, que actualmente trabaja en un fantástico proyecto en solitario bajo el nombre de Aries. A quince años vista de sus primeras grabaciones junto al grupo Electrobikinis, su confesión cae como un cubo de agua fría: “Me disgusta que siga existiendo mucho machismo. A mí, aún me preguntan quién me hace la música y las canciones”.

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