Reflexiones acerca del cisheterop…unk

Reflexiones acerca del cisheterop…unk

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17/09/2016

M.

Durante más de diez años he estado asistiendo a conciertos dominados por un discurso supuestamente antagonista donde las pocas alusiones al feminismo que fueran más allá de un análisis superficial del maltrato de género, hacían referencia a la necesidad de empoderamiento de las mujeres. Estos mensajes eran emitidos por bandas de hombres cis, donde seguramente resultaba más cómodo responsabilizar a las mujeres de su opresión, que señalar sus propios privilegios.

Durante más de diez años he encontrado escasísimos referentes con los que me pudiera sentir identificada. Dentro de la aparente afinidad teórica, no paraba de preguntarme… ¿dónde estamos nosotras? ¿dónde están todas las personas que no se identifican con el sistema binario de género? ¿dónde está el discurso LGTBI reventando los esquemas heteronormativos de la izquierda radical?

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No es raro que cuando escuchamos a un grupo de música enseguida imaginemos que quienes están tocando esas canciones sean hombres cis. Y cuando estas representaciones no coinciden con la realidad, nos sorprendemos: vaya, es una mujer la que está tocando la batería.

Durante todo este tiempo, hemos estado lidiando en espacios supuestamente seguros donde el ambiente festivo facilitaba las condiciones para sufrir diversos tipos de agresiones relacionadas con el género, y donde no existía una respuesta, mínimamente contundente, hacia ellas.

Si queríamos ver de cerca al grupo que nos molaba teníamos dos opciones: o aguantar en la primera fila recibiendo hostias de tíos sin camiseta o quedarnos en la parte de atrás. Es decir, o luchar por un pequeño espacio dentro de la sala (muchas veces teniendo que asumir nosotres mismes roles masculinos) o rendirnos y ceder todo el espacio.

Partiendo del hecho de que en casi la totalidad de estilos musicales predominan un discurso y unas prácticas patriarcales, al punk se le añade un factor más: la provocación. En nombre de esta “necesidad de provocar” se difunden mensajes completamente misóginos o tránsfobos, amparados bajo el argumento de que “es humor” y “provocación” y de que si nos oponemos estamos “censurando” a las bandas y coartando su libertad de expresión.

Evidentemente, no suele suceder lo mismo con otro tipo de discursos, por ejemplo, de tipo racista, ya que aunque el racismo todavía no está superado en nuestros espacios, difundir abiertamente un discurso así seguramente no haría tanta gracia. En cambio, no es raro todavía escuchar en conciertos expresiones como “hijos de puta” o “maricón” utilizadas como insulto, o criticar a ciertos personajes haciendo referencia a su orientación sexual o al hecho de que sean mujeres. Y, mientras nos negamos a asumir estas contradicciones, criticamos encarnizadamente otros estilos musicales que no encajan en nuestra “disneylandia alternativa” por considerarlos antifeministas, casualmente música tradicionalmente latina o asociada a personas racializadas.

Por otro lado, mi corta experiencia sobre de los escenarios me ha demostrado dos cosas. La primera es el hecho de que coger un instrumento no te salva de seguir viviendo situaciones de opresión. Un ejemplo es haberme acostumbrado a la altísima probabilidad de que tras cada concierto venga algún tío a darme lecciones y decirme cómo tengo que tocar (algo que nunca les ha pasado a mis compañeros músicos, independientemente del nivel musical que tuvieran), aparte de las ya clásicas comparaciones con otros grupos de chicas (como si fueran dos ligas distintas), los típicos comentarios sexistas referidos a tías que tocan (“esa tía que canta es una flipada”, o “las tías no sabéis tocar fuerte la batería”), etc.

Pero la segunda cosa, y más importante, es la capacidad del transfeminismo para reapropiarse de las herramientas que nos fueron negadas en el momento en que nos asignaron un género determinado. Es la increíble potencialidad de una idea que cada vez se grita más fuerte. Es ver el imparable crecimiento de una red de alianzas cada vez más amplia.

En el Estado español estamos asistiendo en los últimos años a la creación de innumerables bandas, festivales y proyectos que deconstruyen y reconstruyen la idea tradicional de lo que debería ser la música “alternativa”, generando nuevas formas de creación y de ocio desde nuestras propias vivencias y necesidades.

Fuera de nuestras fronteras, muchas otras bandas y proyectos, tomando la interseccionalidad de las luchas como eje, irrumpen poderosamente visibilizando otras realidades de género y reventando los esquemas de la cisheteronormatividad, reinventando la radicalidad y poniendo sobre la mesa todas las opresiones específicas que el punk había ignorado durante todo este tiempo.

Porque si no las nombramos, no existen.

Y, una vez asumida su existencia, solo nos queda tejer las alianzas necesarias para hacernos fuertes en una sociedad aparentemente pacífica pero abiertamente hostil hacia nosotres.

Y vamos a conseguirlo juntes, sin pedir permiso.

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