Ganas de complicarte la vida
¡He publicado mi primer libro! En '10 ingobernables', a partir de las historias de gente que me ha fascinado, hablo de muchas cosas: celebro diversidades, critico mandatos sociales, estéticos y sexuales, recupero la memoria de heroínas que no salen en los libros de texto, reivindico la risa, el cabreo, la excentricidad, la contradicción, el derecho a vivir como nos da la gana.
Podéis encargar ’10 ingobernables’ en vuestra librería o en la web de la editorial, Libros del K.O. Hoy, 19 de septiembre, presento ’10 ingobernables’ en Louis Michel Liburuak (Bilbao). Este es el prólogo:
«Soy lo que me dijeron que no pensara, que no dijera, no soñara, no me atreviera. Soy lo que me dijeron que no fuera».
Joumana Haddad
Yuri tiene treinta y tantos años, la piel negra clara, largas rastas y una tupida perilla. Viste vaqueros largos con los calzoncillos a la vista y una camiseta de manga corta corriente que cubre su cuerpo menudo y recto. De entrada parece un chaval, tal vez un chico transexual. Yuri es nerviosa e introvertida, pero en seguida se siente cómoda y me explica, con su mirada profunda y bondadosa, que no tiene ninguna duda sobre su identidad de género. Es una mujer. Tiene barba porque su cuerpo de mujer es así. No le da la gana afeitársela. Viste con ropa masculina porque le gusta. Ama y desea a otras mujeres, pero eso no tiene nada que ver. Se enorgullece de ser mujer y lesbiana.
Vive en un pequeño y oscuro apartamento ubicado en una de las calles peatonales más turísticas de la Habana Vieja. El salón es también su cuarto: duerme en un colchón en el suelo y junto a él tiene dos sillones para las visitas. Las paredes ajadas están llenas de sus dibujos y escritos erráticos. Su única compañía es una perra.
En La Habana no es fácil ser diferente y mucho menos pasar desapercibida. En esta ciudad no existe el anonimato. Todo el vecindario la conoce y chismea. Es rara: tortillera, barbuda, solitaria. Vivió unos años en Barcelona, donde su androginia era mejor tolerada, pero tuvo que regresar a Cuba y la soledad ha hecho mella en su salud mental.
Esto último me lo contaron sus amigas las raperas cubanas Krudas Cubensi, esas que cantan a las gordas, a las negras, las pobres, a las migrantes. Me las encontré en una terraza del Boulevard Obispo, me presenté y me senté a comer pizza con ellas. Al día siguiente interveníamos juntas en un conversatorio en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Me hablaron de Yuri y las acompañé a visitarla a su casa. Las Krudas hablaban entusiasmadas de las disidencias de género que habían conocido en México y en Estados Unidos: de las identidades trans, la testosterona sintética, los juguetes sexuales, el porno alternativo. A Yuri esos temas no le interesaban. Es más, le irritaban. Ella repetía que no entendía de nuevas identidades ni de teorías posmodernas.
Al día siguiente vino al conversatorio y, cuando terminamos, se acercó a saludarme. Me dijo que le gustaría mucho quedar conmigo, enseñarme sus escritos y charlar tranquilamente, contarme su historia. Le prometí que me pasaría por su casa, pero me surgió un viaje fuera de la capital y tuve que posponer la visita hasta mi última noche en La Habana. Llamé a su puerta y no abrió nadie. Me sentí culpable por no haber priorizado ese encuentro: ¿se habría sentido rechazada también por mí?
No tomé apuntes de esas dos veces que charlé con ella. No recuerdo qué garabateaba en su pared. No recuerdo su tono de voz (creo que era grave y algo áspero) ni cómo era su perra. Su rostro se ha difuminado en mi memoria. No puedo contar su historia, al menos hasta que regrese a La Habana y toque de nuevo su puerta.
Una vez escribí en mi blog sobre la depilación, el sujetador, el maquillaje, los tacones: esos accesorios y prácticas que se nos imponen a las mujeres occidentales para remarcar el dimorfismo sexual y justificar con él las discriminaciones sexistas. “Allá afuera la gente sigue muriendo de hambre mientras debatimos sobre nuestros sobacos”, me escribió un lector indignado con mis inquietudes frívolas y burguesas.
“Allá afuera”, en La Habana Vieja, a Yuri los pelos de la cara le condicionan tanto como la exigua cantidad de arroz y frijoles que le asigna la cartilla de racionamiento. “Allá fuera” y “aquí dentro” — como si el mundo se pudiera dividir así, con un simple “nosotros” y “los otros”; como si “aquí dentro” no hubiera también muchos “afueras” y viceversa— las personas con cuerpos, sexualidades y actitudes distintas topan con la discriminación, la incomprensión, la exclusión. Las personas que se salen de la norma, aquí y allá, también luchan, gozan, juegan, aman, conspiran. Convierten la vergüenza, el silencio y las cicatrices en orgullo.
¿Ser mujer y no depilarte la perilla? Qué ganas de complicarte la vida. ¿Salir del armario a los 40 años? Qué ganas de complicarte la vida. ¿Poner tu vida en riesgo por defender los derechos de otras personas? Qué ganas de complicarte la vida. ¿No esconder la pluma ni siquiera delante de las monjas de tu residencia de ancianos? Qué ganas de complicarte la vida. ¿Empeñarte en mantener vivo un juego tradicional de mujeres que a nadie le importa? Qué ganas de complicarte la vida. ¿Reconciliarte con tu cuerpo en vez de llevarlo al quirófano para que te lo arreglen? Qué ganas de complicarte la vida.
Cuando la escritora Jeanette Winterson, recién cumplidos los dieciséis años, le contó a su madre que se había enamorado de una chica, esta le espetó: ¿Por qué ser feliz si puedes ser normal? No puedo contar la historia de Yuri pero sí otras diez historias de gente ingobernable, de gente de aquí y de allá que prefiere complicarse la vida que asfixiarse en el estrecho y absurdo modelo de normalidad.