Si me quieres, secuéstrame

Si me quieres, secuéstrame

El rapto de la novia todavía es una práctica frecuente en el Cáucaso, aunque no siempre se trata de secuestros reales. A menudo, las parejas recurren a la huida para forzar el beneplácito de unos padres reticentes al matrimonio, que entienden el atrevimiento como un auténtico robo. En un lugar en el que llegar virgen al matrimonio es tan importante como el qué dirán, los padres no negarán la mano al hombre que ha pasado una noche con su hija.

19/05/2016
Dos amigos pasean por las montañas armenias./ Virginia Mendoza

Dos amigos pasean por las montañas de Georgia./ Virginia Mendoza

A menudo ocurre que los rumores recorren los pueblos sin llegar a oídos de sus protagonistas. No fue el caso de Narine, quien evitó a tiempo su propio secuestro. Se encontró con su novio una tarde, aunque aquél no iba a ser el típico paseo vespertino por su aldea, en el sur de Georgia. “Secuéstrame”, le dijo. A él, que había sido rechazado por los padres de ella, no le extrañó demasiado aquella petición. Sabía que no era el único que había pedido la mano de la chica y por eso no dudó en seguir sus instrucciones cuando tuvo un porqué: “Si no lo haces tú, me voy a tener que casar con otro que quiere raptarme”, le explicó. Podría decirse que una fuga disfrazada de rapto permitió a la chica mantener su libertad. Pero lo cierto es que no tenía demasiadas opciones.

Se marcharon a tiempo. Una vez en Samsar, el pueblo al que huyeron, él tendría que haber hecho la llamada de rigor, como un auténtico secuestrador: “Tengo a tu hija”, habría espetado a una madre que no sentía gran simpatía por él. Eso habría ocurrido de no haber sido porque los padres ya venían siguiéndoles en su Lada Niva. Cuando llegaron, la madre comenzó a pelear con el novio de su hija porque lo habitual es que la madre dé una chachetada o una paliza al raptor. Narine se sinceró con su madre y le explicó lo que había ocurrido: que se había fugado con él.

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No es habitual reconocer la fuga porque mostrarse como una mujer “secuestrable” se convierte en una forma de reforzar la autoestima y motivo de orgullo en esta región. “Casi todas dicen que las han secuestrado, pero la mayoría se ha fugado. Unas lo hacen por miedo a sus padres, otras simplemente para que la gente diga que eran muy guapas y buenas”, explica Narine. Para ella, asegura, no fue una vergüenza reconocer la verdad. “Para qué mentir. Estuvieron enfadados con él, claro, pero también conmigo, hasta que por fin lo aclaramos e hicimos una comida todos juntos”.

Esta boda fue resultado de un rapto

Esta boda fue resultado de un rapto./ Foto aportada por una de las mujeres entrevistadas.

Es frecuente en el Cáucaso que una chica pida a su novio ser secuestrada para llamar la atención de los padres y así lograr casarse con alguien a quien no aceptan por edad, estatus o procedencia étnica. Para los padres, esa fuga es un robo propiamente dicho y reaccionan como lo harían ante cualquier ladrón porque en el momento en el que su hija se case, tendrá que vivir con la familia del esposo. Por eso, los padres no aceptan el matrimonio si consideran que están a punto de perderla demasiado pronto y, por tanto, el “sí, quiero”, a menudo no es ni eso.

A los padres de Narine les costó un disgusto, a pesar de que aquella situación era previsible: vivían en un lugar en el que el paso previo al altar es el maletero de un coche para cientos de mujeres y en su casa había tres chicas casaderas. Las dos familias llegaron a un acuerdo y lo celebraron con comida y vodka. Tres meses después se casaron y el tiempo convirtió al marido en un hombre bueno a ojos de sus suegros. “Es su mejor yerno”, cuenta orgullosa.

Aunque con menos frecuencia, también se dan secuestros reales perpetrados por jóvenes que, en un alarde de virilidad y alentados por el alcohol, deciden ir en busca de una chica.

Antiguamente, el rapto era un recurso para quienes no podían asumir el precio de la novia, pero este requisito ha desaparecido en la región. Tras la caída de la URSS y a raíz de la necesidad de volver a las supuestas tradiciones, esta práctica resurgió en las zonas en las que casi había caído en el olvido.

Una de las dos hermanas de Narine fue secuestrada y la otra se fugó. Sus dos hermanos secuestraron a sus mujeres. Su familia resume la situación en Georgia a pequeña escala.

Ellas

La primera vez que intentaron secuestrar a Hovine no pudieron porque estaba con su hermano. Tenía veintiún años y el chico ya había pedido su mano. Después de que lo rechazara, no solo intentó llevársela: reincidió. La segunda vez que lo intentó, tres años después, Hovine estaba caminando hacia la casa de su vecino. Tras estudiar periodismo en Ereván (Armenia), acababa de regresar al pueblo, en la región de Javakheti (Georgia). Esa vez estaba sola. No recuerda si fueron dos, tres o cuatro los hombres que la forzaron a entrar en el coche. “Iba con mis zapatos enormes de estar por casa cuando me llevaron a otro pueblo”, recuerda. Su familia fue a buscarla y la encontró. “Lo siento. No quería escaparme, pero si me han secuestrado, me quedo”, les dijo.

Lena y sus compañeras de trabajo./ V.M.

De izquierda a derecha, Lena, Hovine y Marushak./ V.M.

Eludir la boda con el secuestrador y denunciarle tiene unas implicaciones que van más allá de lo personal. Supone, en la práctica, la muerte social. La familia quedará deshonrada, la joven será objeto de habladurías y su virginidad siempre será cuestionada. Ningún hombre del pueblo estará dispuesto a casarse con ella, a menos que pase por una situación que también reduzca sus posibilidades de encontrar pareja. Solo un hombre viudo, divorciado o mayor aceptará a una mujer que, a pesar de haber sido educada por y para el matrimonio y la familia, tendrá escasas opciones.

Aunque es fácil asociar secuestro con violación, en el Cáucaso no suele ser el caso si hablamos de matrimonio por secuestro. El rapto se produce con la única finalidad de casarse con una persona inaccesible y llegar virgen al altar es tan importante para las chicas como el qué dirán. Por eso, si el raptor abusara de ella, probablemente sería aislado incluso por otros hombres que raptaron a sus mujeres. Lo común es que el chico ni se acerque a la chica en toda la noche, salvo para convencerla del marido ejemplar que podría llegar a ser si aceptase su petición.

El enfado de los padres de Hovine se prolongó durante un año y, en todo ese tiempo estuvo viviendo en casa de su raptor, a pesar de la deshonra que supone vivir en pareja antes del matrimonio en el Cáucaso. “Si te secuestra y lo aceptas, no tienes más remedio que vivir con él. Pero las familias tienen que reconciliarse antes de la boda, por eso tardamos tanto en casarnos”, detalla. El que se convirtió en su marido, también pasó a ser “el mejor yerno del mundo”, según dice entre risas.

“Cuando él me dijo que me quería pensé que éramos muy diferentes y que no podría vivir con él. Pero al final resultó que ese era mi destino. Ahora le amo muchísimo”, cuenta con entusiasmo adolescente. Ahora Hovine, con 39 años, trabaja en la escuela como profesora de Lengua y Literatura y tiene dos hijos con el hombre del que se acabó enamorando.

Hovine aclara que en su pueblo el rapto de la novia ya no es habitual, aunque asegura que en los pueblos vecinos sí lo es. Es, según ella, una multa de 40.000 laris lo que hace que los chicos se lo piensen dos veces ante la posibilidad de que la chica no acepte y, además, denuncie.

Las leyes que criminalizan el rapto de la novia en Georgia son recientes y débiles. A pesar de que ya constituía un delito en tiempos soviéticos y que el código penal actual recoge en su artículo 23 el “secuestro con la finalidad de casarse” como delito, solo desde 2004 es motivo para ir a la cárcel entre dos y diez años. No obstante, si escasas son las denuncias, más exigua es la cantidad de hombres que llegan a cumplir condena y apenas se exige un pago irrisorio que solo efectuará si la víctima denuncia. Es decir, casi nunca. En 2005, solo cinco mujeres denunciaron, a pesar de que activistas estiman que se dan cientos de raptos al año en el país, con una alarmante intensidad en el sur. De aquellas cinco mujeres, solo una llegó a juicio. Incluso los secuestradores no tienen reparos en reconocer que cuando la policía les ve huyendo con una chica, “suele hacer la vista gorda”.

Al salir de clase, Hovine ha venido a casa de Lena, la directora del colegio, acompañada de Marushak, una mujer visiblemente mayor que ella, enfundada en un vestido de encaje azul marino. Esta profesora de infantil muestra una expresión que le resalta los pómulos y unos labios finos. Marushak vivió esta situación como madre. Aunque empieza lamentando que el secuestro de su hija “también fue una tragedia”, pronto empiezan a reír a carcajadas cuando Hovine le recuerda:

—Mi hermano era uno de los secuestradores de tu hija.

—Yo no sabía qué hacer… Tú eras mi amiga: tenía que ir a decírtelo. Cuando llegué a tu casa estabas llorando y gritando —rememora Lena, mientras las tres mujeres toman café entre risas.

La hija de Marushak y su raptor habían sido novios desde pequeños. Ambos se fueron a Ereván: él para formarse como policía y ella como periodista. Dos años después de terminar, él pidió su mano y ella se negó porque, a pesar de la larga relación que mantenían, le pareció que era demasiado pronto. Un día de invierno, la chica volvió al pueblo para pasar unos días de vacaciones. Su amiga sabía que la querían secuestrar y no se atrevía a dejarla sola por las noches. Alentados por el alcohol, él y sus amigos decidieron raptarla.

Marushak recuerda que aquella noche estaba preparando jachapuri, típico pan georgiano relleno de queso cuyo nombre resume la amalgama de culturas que es el Cáucaso: jach significa cruz en armenio y puri significa pan en georgiano. Mientras la madre amasaba, escuchó un grito procedente de la calle. “Salí descalza, corriendo sobre la nieve detrás del coche”. Cuando una persona se ve forzada a correr, es fácil que sus recuerdos se centren en sus pies y que su calzado no sea el mejor: por eso, tanto Hovine como Marushak, comienzan sus respectivas historias recordando unas zapatillas de estar por casa y unos pies descalzos sobre la nieve.

La hija de Marushak gritó tanto cuando la raptaron que no le salió la voz al ver a sus padres. “No había forma de encontrarla y, finalmente, dimos con ella en otro pueblo. Contamos a la policía lo que estaba pasando y nos dijeron que era imposible sacar a una chica secuestrada de ese pueblo, que irremediablemente se iba a tener que quedar con el chico”, lamenta.

Su hija se negó a aceptar aquello. Cuando consiguió hablar, fue contundente: “Mamá, no me quiero quedar”. Los amigos pidieron un momento para que él pudiera hablar con la chica a solas. “Yo intuí que en ese momento podría pasar algo malo”, recuerda Marushak. Y así fue: aprovecharon que sus padres habían bajado la guardia para llevársela por la ventana, pero Marushak, fiel a su intuición, se adelantó a sus planes y logró impedirlo.

No conforme con la escena que estaba provocando, el chico amenazó a la madre: “Puedes llevártela si quieres, pero voy a volver a secuestrarla”, recuerda que le dijo. Cuando ella volvió a casa, los padres acabaron aceptando el compromiso de una forma conciliadora. Nunca se enfrentaron ni a él ni a su familia; tampoco dejaron de hablarles. Todos lograron llegar a un acuerdo y, dos años después, se casaron. “Ahora viven felizmente en Abovyan y tienen tres hijos”, dice.

Ellos

Lena y Boba preparan un almuerzo en el campo./ V.M.

Lena y Bova preparan un almuerzo en el campo./ V.M.

En las zonas rurales del Cáucaso se cree que la piel ha de mantenerse blanca. Para protegerse del sol, las mujeres que trabajan en el campo usan pañuelos que les protegen la cabeza. Las más jóvenes, además, suelen cubrirse la cara, dejando libres apenas los ojos. Así previenen el envejecimiento prematuro de la piel. Garik, el marido de Lena, acompañó a un amigo que quería secuestrar a la chica que le gustaba. Ante varias mujeres con el rostro cubierto, intentaron averiguar quién era, pero no lograron identificarla. Para no perder tiempo, se llevaron a una de ellas al azar. Tras la huida, descubrieron que habían raptado a la madre, la que habría podido ser su suegra si todo hubiese salido como esperaba. No es el único rapto que Garik recuerda, a pesar de que él no secuestró a Lena: su padre secuestró a su madre en carruaje.

Bova vive en una aldea cercana en la que también conviven armenios y georgianos. Es un hombre de bigote fino, sempiterna gorra calada y piel curtida. El conjunto recuerda a Charles Bronson. Bova sonríe pero no; es alegre pero no. Nos lleva a su lago y prepara khorovats, la típica barbacoa armenia. A la hora de aunar carne, música y vodka, es el único que no baila. Se limita a tocar las palmas. “No bailo porque estoy de luto: mi mujer murió hace años”, lamenta.

Bova no es su nombre real: aquí pocos escuchan su nombre verdadero. No recurren a motes, sino a nombres que, según sus pasaportes, no les pertenecen. Bova ha participado en varios raptos, como aquel desastroso intento de buscar pareja a su primo. “Su tía quiso impedirlo y también nos la quedamos”, recuerda. La tía estaba casada, aunque aclararon la situación: no querían nada de ella. “Esto siempre pasa en el Cáucaso”, aclara. Su mujer vivió la misma experiencia cuando intentaba proteger a una amiga.

Samvel juega a nardi (backgammon) con los hombres del pueblo a la puerta de la tienda de Garik. El hombre, de 56 años y antiguo instructor militar, entra con nosotros a la tienda y comienza a relatar su experiencia como secuestrador. Dando la razón a Bova, ni siquiera logra recordar en cuántos secuestros ha llegado a participar. “Pero fueron unos cuantos”, dice. Samvel intenta dotar a los secuestros de un aura romántica. Y lo cierto es que estas chicas, en muchos casos, ven aquí una versión de Romeo y Julieta. Su entusiasmo hace cuestionarse si llegaron al final de dicha historia.

Garik (izq.) juega al nardi con otros hombres. El de la derecha, Samvel, ya no recuerda en cuántos secuestros ha participado./ V.M.

Garik (izq.) juega al nardi con otros hombres. El de la derecha, Samvel, ya no recuerda en cuántos secuestros ha participado./ V.M.

Los mayores hablan de secuestro y de fuga con una nostalgia que aflora iluminándoles los ojos y abriéndoles la sonrisa. Rememoran los secuestros en los mismos términos en los que hablan del amor romántico y cuentan hasta con la literatura y el cine para enfatizar esa añoranza. La prisionera del Cáucaso se convirtió en una de las películas soviéticas más populares tanto en Georgia como en Armenia, una comedia que retrata el rapto de la novia en la región.

En el siglo II a. C. el rey armenio Artashes, en guerra con los alanos, tomó preso a su príncipe. Fue la princesa Satenik quien le suplicó que liberase al hermano. Tan prendado quedó de su valentía que pidió su mano al rey de los alanos, quien se negó a entregarla sin recibir nada a cambio. Encolerizado, Artashes la secuestró. El historiador Movses de Corené transcribió esta historia del folclore caucásico que narra cómo el rey alcanzó a la princesa con una cuerda: “Tomó de la cintura a la doncella alana, / e hizo que le doliera la suave cintura, / llevándola a su ejército a prisa”.

“Suele pasar cuando los dos se aman y la familia no está de acuerdo: se fugan. Muy pocas veces raptamos de verdad. La mayoría de las veces es una fuga por amor”, relata Samvel, quien, además, presume de las buenas relaciones que mantienen georgianos y armenios en el pueblo: “Una vez secuestramos a una chica georgiana para nuestro amigo georgiano”; y de lo considerados que son en su pueblo con las chicas raptadas: “solemos ir cuatro en el coche, siempre dejando espacio para ella. Lo de echarla al maletero solo ocurre de manera puntual, si grita mucho. Pero eso es cosa de los salvajes de Svan y Osetia. Nosotros siempre nos asegurábamos de que se pudiera sentar”.

Él y sus amigos han secuestrado a tantas chicas que Samvel relata el colmo del absurdo cuando explica cómo secuestraron a una joven por puro aburrimiento sin que nadie se hubiese interesado por ella. “Después de llevárnosla tuvimos que decidir quién la merecía”. Tras quedarse sin candidatos, les tocó averiguar si alguien la querría. “Uno tenía novia, a otro no le gustaba, y el último ni tenía novia ni estaba enamorado, así que se la quedó y ahora están casados”.

“Antes secuestraban mucho, pero ahora está cambiando la mentalidad y pasa menos”. Samvel no le ve futuro a los raptos y augura, no sin cierto pesar: “Llegará un día en el que nadie secuestre”.

Para seguir leyendo sobre este tema, recomendamos el reportaje de Daniel Burgui Iguzkiza para El País sobre el rapto de mujeres en Kirguizistán.

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