Ser o no ser, aprender y desaprender

Ser o no ser, aprender y desaprender

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28/05/2016

Ainhoa

Un buen día, sin que yo lo decidiera, de repente nací. “Es una niña”, dijeron. Y ahí comenzó todo.

Me enseñaron a ser delicada, a que me gustara el rosa, a desear ser la princesa de los cuentos, a bailar ballet, a llevar pendientes y dos coletas, faldas y lacitos, a jugar con muñecas y cocinitas. Aprendí que no debía subirme a los árboles, que el karate era cosa de chicos, y el fútbol, aguanté que me tiraran del pelo, pude llorar, pero no decir palabrotas. Me hicieron sentirme culpable, pedir perdón, mostrarme arrepentida. Interioricé cómo debía ser una mujercita. Me educaron para obedecer.

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Cuando era joven asimilé que debía ayudar a mi madre en casa, aprender a cocinar, que mi padre venía cansado de trabajar, que debía ponerle la mesa, prepararle las zapatillas y oírle gritar. Observé e imité a mi madre. Me orientaron para estudiar una carrera con salidas profesionales para chicas. Me vino la regla y me preguntaron “¿estás mala?”. Y me reprocharon que mi mal humor se debía a mi menstruación. Acepté que debía ser femenina, vestirme para agradar a los demás, y que por tener vagina me tocaría andar con cuidado por la calle. Con miedo. Me volví precavida.

Esperé a que los chicos dieran el primer paso, a que me invitaran a copas, a mostrarme agradecida por gustar. Busqué a mi príncipe azul, al amor de mi vida, y no perdí la virginidad hasta que creí haberlo encontrado. Pero no era él. Así que seguí buscando. Aprendí que el sexo era un tema tabú, que masturbarse era cosa de chicos, nadie me dijo que debía conocer mi cuerpo, ni me dieron opciones para elegir mi orientación sexual. Y fui cometiendo errores. En silencio. Avergonzada.

Crecí escuchando que del amor al odio hay un paso, y lo canté al ritmo de baladas; que por amor hay que llorar, menos el día de los enamorados que sólo debes recordar lo bueno; que quien bien te quiere te hará sufrir, pero después te regalará flores y bombones, porque eso es romántico. Y así aprendí a soportar, como en las películas. A transigir, como en las novelas rosas. A querer “a pesar de”, porque “los chicos son así”. A necesitar uno a mi lado para ser feliz. A no quererme a mí. A tener miedo a estar sola.

Mi cuerpo y yo misma nos convertimos en un blanco constante de críticas y juicios. Me llamaron puta, estrecha, gorda, fea, adefesio, buscona, marimacho… Me convencieron para ponerme a dieta. Y para comer helado cuando estaba triste. Descubrí lo que eran los complejos. Intenté esconderlos comprando ropa, maquillándome, yendo a la peluquería, depilándome, poniéndome tacones. Aprendí a aborrecer las arrugas, los kilos, los puntos negros, los pelos, a odiar a mi propio cuerpo, convirtiéndolo en mi peor enemigo, convirtiéndome yo en la suya. Luchaba por alcanzar un ideal, pero no conseguía ser perfecta. Conocí la frustración.

Me dijeron que tenía que moderar mi carácter, no incomodar, no quejarme, no reclamar, no molestar, ser discreta, ser sumisa, porque la mujer es abnegada por naturaleza. De lo contrario ningún hombre me querría y, de nuevo, temí a la soledad mientras escuchaba: “Se te va a pasar el arroz”, “Te vas a quedar para vestir santos”, “¿No querrás ser una solterona?”. Así que me esforcé por seguir el camino que la sociedad decía que tenía que seguir: encontrar al hombre ideal (un partidazo), casarme (porque sería el día más feliz de mi vida) y ser madre (ya que un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores). Tenía miedo de no ser como las demás. Aprendí a no salirme del redil.

Me aseguraron que el machismo no existe, que eso son cosas del pasado, que la mató porque la quería, que viajar sola supone un peligro, que un piropo callejero es algo bonito, que si una mujer consigue un ascenso es a cambio de favores sexuales a un superior, que somos el sexo débil, que somos unas exageradas, unas brujas, unas histéricas. Y asumí que mi posición era inferior.

Pero entonces crecí. Maduré. Me detuve. Miré a mi alrededor. Así no era feliz. Y dejé de escuchar a los demás y empecé a escucharme a mí.

Me miré al espejo y me quise con todas mis imperfecciones, con todas mis cicatrices que me recordaban quién era y cuál era mi historia. Acepté que jamás sería perfecta como querían que fuera, pero que era perfecta tal y como era, porque era yo. Trabajé por mejorar, por mí, para gustarme a mí. Y conseguí gustar más a quienes me gustaban. Y también acepté que no gustaría a todo el mundo, pero que tampoco quería hacerlo, al igual que todo el mundo no sería de mi agrado.

Conocí a los hombres como personas y dejé que me conocieran como tal, les traté como iguales y ellos también lo hicieron, no sexualicé nuestras relaciones, no les pedí que me salvasen de dragones, ni que me levantaran un castillo. Comprendí que la sociedad también les presiona a ellos, y que yo no quería formar parte de ese chantaje. Asumí que ellos también tenían derecho a llorar, pero que durante años les habían dicho que no podían hacerlo; que tenían tanto miedo como yo a fracasar, con el añadido de que ellos, por ser hombres, estaban obligados a todo lo contrario. Y entonces aparecieron personas maravillosas en mi vida, más allá de sus genitales, más allá de la construcción social de su género.

Diseñé mis relaciones con mis parejas, sin preocuparme por lo establecido, porque comprendí que algo se construye entre las personas implicadas y se hace así para hacer felices a las mismas. Tampoco me dejé llevar por el rencor cuando “se nos acabó el amor”, porque me negué a creer que si has querido a alguien, cuando ya no lo haces le debes odiar. Basé mis relaciones en el respeto y fui respetada, y fueron relaciones sanas, que me hicieron crecer, que aportaron cosas positivas a mi vida, haciendo que las personas que aparecían en ella y merecían la pena, se quedasen, aunque su etiqueta en la misma hubiese cambiado. Comprendí que un exnovio puede ser un amigo y que un amante puede ser un confidente, que una cosa no excluye a la otra.

Aprendí a disfrutar de la soledad, a no vivirla como un castigo, sino como una oportunidad para conocerme a mí misma, para disfrutar de mi compañía; porque no hay nada más triste que estar sola y que no te guste la persona con la que estás, así que trabajé en la relación más importante de mi vida, la que tenía conmigo misma.

Disfruté haciendo cosas que no eran consideradas femeninas, y también aprendí a disfrutar de otras que sí lo eran, pero no porque desde fuera me las impusieran, sino porque yo las elegí. Me maquillé cuando quise, y no lo hice si no me apetecía; usé tacones, y botas, y faldas, y corbatas, y me sentí a gusto con todas ellas. Bailé, usé un taladro, jugué al baloncesto, leí revistas de moda… Porque yo podía hacer todo eso y más. Todo lo que quisiera.

Tomé decisiones, aun a riesgo de que fueran las que tomaría mi madre, y acepté que me parecía a ella y me sentí orgullosa. Comprendí que su vida no había sido fácil, y que había intentado educarme para que tuviera un futuro mejor que el suyo, aunque no hubiese sido capaz de mostrarse como un ejemplo. Decidí cómo sería mi propia familia, la que yo quería, y mi madre me ayudó y me respetó por ello, a pesar de que quizá no era lo que ella hubiera querido para mí.

Estudié, trabajé, en equipo, mano a mano con mujeres, codo con codo con hombres, y ascendí porque demostré que lo merecía. Me pusieron un techo de cristal pero jamás dejé de volar, porque aunque nos pongan límites, no podemos ser nosotras mismas las que nos digamos que no podemos alcanzarlos y, sobre todo, que no podemos romperlos.

Encontré machismo en todas las personas y entornos que me rodeaban. En mi familia, en mis amigos, en mí misma, en la televisión, los periódicos, en mi trabajo… No podía cambiarlo, no podía luchar yo sola contra todo, era agotador, pero podía intentar mejorar yo, cambiar yo, y si una sola pieza del engranaje se mueve, algo se mueve en la maquinaria, y me alegré de ser capaz de conseguir ese cambio, por pequeño que fuera.

Me di cuenta de que lo fácil es acomodarse, que lo sencillo es hacer las cosas mal, pero si algo aprendí por ser mujer es a ser una luchadora, y las personas que luchamos no nos conformamos con la mediocridad, queremos superarnos, nos gustan los retos, y hacer las cosas bien es el mayor de ellos. Disfruté de cambiar: de aspecto, de idea, de opinión. Porque lo estático es aburrido, porque la rutina mata, porque siempre podemos mejorar, ser una mejor versión de nosotras mismas, sorprendernos, soñar.

Y así, poco a poco, día a día, fui aprendiendo a desaprender. Y, por fin, aprendí a ser libre.

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