Puta, puta, puta
Es la palabra más ofensiva y demoledora, y no tiene equivalente masculino. No se refiere solo al trabajo sexual: se utiliza para castigar a las mujeres que toman libremente decisiones sobre sus cuerpos, sobre sus vidas.
Triskela Kalistre
‘Se busca camarera, responsable, guapa y un poco puta’. Este ocurrente anuncio de un bar gallego que se propagó hace unas semanas por las redes sociales derivó en un mar de críticas. Las exigencias sobre los atributos corporales que tienen que llevar incorporados las mujeres para acceder a un puesto de trabajo no son ninguna revelación, ya que son tan frecuentes como los casos de corrupción en este país. Pero lo que incuestionablemente nos echa a arder es la última palabra.
Puta. Puta. Puta.
Resuena tanto y tan fuerte en nuestras cabezas, lo hemos escuchado tantas veces, nos la han lanzado con tanta ligereza, en tantos contextos, como insulto cargado de prepotencia, de denigración, de superioridad, que su sonido se vuelve estridente cuando le dan cuerda.
El hecho de solicitar ciertas características físicas a las mujeres que quieren acceder a una oferta laboral se produce de manera sutil pero muy efectiva porque, además de presionarnos para intentar llegar a eso que llaman guapa, provoca que quede fuera todo ese colectivo mayoritario que no cumplimos el canon estipulado al que nos deberíamos ceñir, y más en estos tiempos, para acceder a cierto puesto de trabajo.
Pero es en el requerimiento de ‘un poco puta’ donde la cosa se retuerce. Entendemos que lo que el propietario del negocio está solicitando es una mujer que se relacione con soltura, desparpajo y libertad con la clientela. No, con la clientela no, con los clientes, aquí no procede lenguaje inclusivo porque se deduce que se trata de un bar con afluencia fundamentalmente masculina. Lo que el dueño de este negocio (y de muchos otros, aunque no lo expresen de manera tan tácita) querría es que la mujer que trabaje para él consolide la asistencia de los asiduos del bar, atraiga a hombres nuevos y aumenten las ganancias del negocio. Y todo gracias a tener como reclamo a una mujer que lo tiene todo: guapa, responsable, seguramente joven, simpática y un poco (tampoco mucho, lo suficiente) Puta.
La cuestión es intentar desmenuzar eso de ‘un poco puta’. Etimológicamente no existe consenso en cuanto a su procedencia. Hay quienes dicen que significaba ‘muchacha’, hay quien se decanta por el latín ‘putida’ (podrida) y también se alude a una derivación de la griega ‘budza’, que era una mujer sabia. Venga de donde venga, las letras P, U, T, A pacientemente moldeadas, cocidas a fuego lento y aireadas durante siglos dejan su aroma a podrido por todos los mensajes por los que pasean. Porque cuando la máquina y sus veloces tentáculos la emplean, no se están refiriendo a una mujer que ejerce un trabajo sexual a cambio de una cuantía económica. Son conceptos diferentes, aunque estrechamente relacionados. Aquí se habla de promiscuidad. De mujeres que toman libremente decisiones sobre sus cuerpos, sus vidas, sus actos y sus relaciones. Mujeres que terminan una relación y dan comienzo a otra. Mujeres que no se ajustan a lo socialmente normativo y se plantan frente a lo que esperan de ellas. Mujeres que dicen lo que piensan, que piensan y actúan con libertad.
Pero el Puta encierra más que eso. No olvidemos que los pecados se cometen de pensamiento, palabra, obra u omisión. Son putas también quienes declinan una invitación sexual o a salir después de que haya habido un acercamiento, quienes disfrutan de la fiesta, las madres solteras, quienes se visten como les viene en gana, quienes vienen y van cuando quieren sin dar explicaciones. En definitiva, de una forma o de otra, todas lo somos sin saber por muy bien por qué.
La palabra Puta es la más demoledora y ofensiva con la que cuenta nuestra lengua. Y, casualmente, no tiene un equivalente en masculino. Sí, también está ‘Hijo de puta’. Y qué duda cabe de que es un insulto, pero casualmente también a lo que se hace referencia para denigrar a alguien es a su madre, a la puta. Podemos buscar, explorar y escarbar, pero no encontraremos su correspondencia en masculino. Porque no existe.
Si hiciéramos un estudio cuantitativo, caeríamos en la cuenta de que a la mayoría de nosotras, en algún momento de nuestras vidas, alguien nos ha llamado putas. La motivación para lanzarnos el vocablo suele ser cualquiera que tenga que ver con tomar decisiones libres sobre nuestros cuerpos, nuestra sexualidad o, en extensión, nuestras vidas. El término es tan generoso que se comparte para reforzar vínculos o detracciones. Es una especie de comodín que se usa cuando mejor conviene. Hace unos meses, en el campo del Betis llovían cánticos de apoyo a Rubén Castro, jugador del Betis acusado de un delito de violencia machista. Un sector del público le respaldaba entonando que no era su culpa, que ella era una puta y él lo hizo bien. Cuando le preguntaron que qué opinaba de lo que se había vociferado en el campo de juego, el sevillano dijo que no le parecía mal. “Cada uno es libre de decir lo que quiera”, fueron sus palabras. Tampoco se nos olvidan los cánticos que, dirigidos a Piqué durante un encuentro de fútbol, aludían a Shakira. ‘Es una puta’, decían. Cómo no. Intentan atacar a un hombre denigrando a su novia.
La lengua es un eje básico en la construcción del pensamiento y la cultura. Las palabras que empleamos en nuestra vida cotidiana, el habla, pueden acercarnos o alejarnos de las personas, pero también nos pueden estigmatizar, controlar y violentar. Sería interesante plantearse estas cuestiones y poder generar debates colectivos donde poder abordarlas y reflexionar sobre las implicaciones sociales y emocionales de los usos de la lengua. ¿Hay que seguir luchando contra ese ejército diario que nos lanza ‘putas’ a propulsión? ¿Es preferible intentar derribar esa estructura y evitar que el vocablo siga teniendo el peso negro que se le asocia? ¿Apropiarnos de las cuatro letras, moldearlas, darles otra forma y lanzar esa nueva creación, con otra esencia, y estamparla en las paredes mugrientas de la tradición? ¿Hay opción de que las nuevas generaciones puedan resignificar el término?
Se dice que la lengua es lo más democrático que existe. Si tenemos en cuenta el amplio catálogo de opciones despectivas hacia las mujeres que se ha configurado y que se emplea (además de ‘puta’, tenemos sus similares ‘guarra’, ‘zorra’, ‘ligera de cascos’, ‘furcia’, etc.) cabría preguntarse si actualmente puede denominarse democrático lo que se ha edificado de forma tan desigual. Sobre todo, cuando a través de esta herramienta las mujeres somos violentadas (o directamente invisibilizadas). Cuando su uso, en definitiva, no nos representa.