Juanito en la pastelería

Juanito en la pastelería

De la escasez, a los atracones. De la clandestinidad, a la barra libre. El paraíso se llamaba Grindr, Wapo, Tinder.

Imagen: Ana Penyas

Ilustración: Ana Penyas

Siempre había sido muy goloso. Quizá todo venía de la infancia, de cuando le dijeron que comer pasteles no estaba bien, que era una enfermedad, que era mejor comer pan o fruta (manzanas, peras, melocotones). Él suponía que era cuestión de dinero. De escasez, en el fondo. En el pueblo no gustaba hacer ostentación de la riqueza y comer pasteles estaba mal visto. Había que hacerlo a escondidas. Cuando no te viera nadie. Así que Juanito pasó su infancia y parte de su juventud sin probar los dulces.

Con el tiempo, abrieron la primera pastelería en el pueblo. Las cosas habían cambiado. Ya nadie decía que era una enfermedad. Los que tenían dinero ya no se avergonzaban de ello y hasta disfrutaban con sus paseos ostentosos a la tienda para comprar un pastel cada tarde. Pero Juanito solo los probaba en su cumpleaños y en ocasiones contadas: las fiestas de agosto, cuando parecía que no había futuro y que solo existía el presente, el calor, el verano.

Pronto encontró trabajo y empezó a ir a la pastelería los fines de semana, como hacían aquellos a los que tanto había envidiado siempre, haciendo amigos entre ellos: ya no tenía que rendir cuentas a nadie y, dueño de sí mismo, Juanito pasaba las tardes mirando las vitrinas de cristal intentando decidir qué variedad elegir hoy: los negritos (un bollo recubierto de chocolate con un adorno de nata encima), los borrachos, las palmeras, los suflés, los petisús… Un pastel el sábado y otro el domingo le permitían mantener la línea y quitarse ese desasosiego por el dulce que le iba entrando conforme transcurría la semana. Fueron abriendo más tiendas con el tiempo, y la variedad y los precios comenzaron a bajar. A veces se comía dos en un día. Hora feliz. Había ofertas a fin de mes. Ofertas a última hora.

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Todo cambió hace poco. Una nueva pastelería, un gran centro comercial destinado únicamente a los pasteles. De todas las variedades, de todos los tamaños. Estaba abierto las 24 horas y todo eran facilidades. Tan fácil era que la mayoría de los pasteles eran gratis. Lo que oyen. Todos los pasteles, a todas horas, a un paso de su casa y gratis. Juanito se sintió en el paraíso. El paraíso se llamaba Grindr, Wapo, Tinder, Growlr, Scruff: un montón de pastelerías de todas las especialidades, de todos los países: cupcakes, éclairs, brownies, îles flottantes. Con jengibre, con zanahoria, con coulis de frambuesa. Juanito comió pasteles. Cada día. Gratis. A todas horas. A veces tres o cuatro en una mañana. Por la tarde dos o tres más. Ya ni los miraba. Al cabo de un rato no recordaba cómo eran. Solo comía. Tragaba. Sin saborearlos. Intentando no repetir (a veces se daba cuenta de que lo hacía y lo escupía al suelo). Era tan fácil. Tan barato. Despreciaba los simples, los viejunos, los vulgares. Solo la novedad le atraía. No repetir. El brillo del cupcake, aunque fuera una magdalena por dentro. Los amigos dejaron de hablarse: no daba tiempo. Había que aprovechar. Mirar escaparates y elegir. Rápido. Se acababa el mundo y triunfaría el que más pasteles distintos se hubiera comido. O engullido. Comer y cagar.

Poco a poco dejó de disfrutar. Le cansaba. Le aburría. Estaba ahíto. Recordaba con nostalgia aquellos sábados y domingos en los que se acicalaba y disfrutaba de manera anticipada del pastel que se comería por la noche. Del tiempo pasado delante de las vitrinas eligiendo. De las veces que saboreaba tanto alguno de aquellos pasteles que incluso repetía al día siguiente. Siempre había sido muy goloso. Quizá todo venía de la infancia, de cuando le dijeron que comer pasteles no estaba bien. Ahora quería volver atrás. No a ese momento preciso pero sí a alguno intermedio. Al momento de la imaginación, del deseo, del placer de la espera, de lo desconocido, de lo nunca hecho, de lo soñado. Podía ir al centro comercial, ya sabía el camino, era fácil y pasteles siempre nuevos le estaban esperando. Pero ¿quién le diría dónde estaba el camino para volver atrás?

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