De agresiones verbales y otros temas

De agresiones verbales y otros temas

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15/04/2016

Mónica Fernández

Resulta complicado, en estos tiempos de dudoso progreso hacia la libertad de expresión y de retroceso ideológico, tratar de corregir, o incluso comentar las varias agresiones verbales que se producen cada día, provenientes de las bocas de todos los ciudadanos que uno desee considerar. Me ha venido a la cabeza este tema, un día tal como hoy, mientras leía un artículo académico sobre la competencia pragmática que me ha hecho recordar cuán peligroso e influyente es el lenguaje. Yo, que soy una persona muy reflexiva respecto a lo que viene implícito y explícito en las palabras, expresiones y demás usos de la lengua española, soy tachada en una gran cantidad de ocasiones de pedante, histérica y “sobreanalista”, dicha costumbre mía no siendo procedente, pese a lo que la gente suele percibir, de impulsos misántropos, sino de los hábitos que una filóloga termina adquiriendo. Como analista que me considero, me ha dado también por analizar estas respuestas que recibo en tantas ocasiones cuando me atrevo a sugerir que cierta expresión es machista, racista, homófoba, o que contiene más información de la que aparenta.

Una de estas reacciones proviene de seres tan ignorantes y llenos de inseguridades que no merece la pena considerarla parte de esta tendencia que parece estar floreciendo en la sociedad española. Sin embargo, me parece una reacción tan cómica que me siento con ganas de compartirla simplemente por el mero placer de hacer reír al lector. Esta reacción está tan llena de odio y burla, y se manifiesta de manera tan rápida y repentina cuando uso términos como “machista” que me lleva al análisis de otro tema: la sensación de ataque y amenaza que asola a los hombres cuando se habla de feminismo y a los americanos blancos cuando se habla de racismo, y podría seguir así hasta nombrar todos los movimientos sociales que han mejorado las vidas de las personas y que ahora son infravalorados como meras llamadas de atención de una juventud ociosa y sin nada más importante en lo que centrar sus esfuerzos. Como iba escribiendo, dicha reacción se puede ejemplificar de la siguiente manera: cuando yo o cualquier otra persona comentamos algo como “ese término es racista”, sobre algo que suena indudablemente racista, y que es una pequeña parte de un discurso muy peyorativo respecto a otras razas, estas personas se atienen al significado literal de las palabras alegando que si son negros por qué no ha de llamárseles negros al igual que nosotros somos blancos. Pues bien, no estoy autorizada para dar lecciones de historia pues no soy una experta, pero no conozco situación o lugar en el que el término “blanco” se haya usado con intenciones discriminatorias o que haya causado a un grupo determinado de gente ser etiquetados y llevados hasta la segregación más inhumana. Este comportamiento viene seguido del intento de estas personas de buscar en mi discurso analogías de mi anterior crítica para intentar hacerme ver que: a) yo también soy un monstruo racista/hembrista/discriminador/cruel; b) que esta tendencia no es dañina en absoluto. Cuando estas personas intentan buscar términos que se pueden usar en mi contra de esta manera, términos que se hallan en un discurso totalmente inofensivo, incluso cariñoso, decido que la discusión no merece la pena.

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La segunda reacción de la que voy a hablar viene dada por personas que muestran mucha menos hostilidad hacia mi persona. A esta reacción la titularé: qué complicadas sois las mujeres. Y es que cuando intento interpretar lo que otra persona, ya sea de mi mismo sexo o del contrario, ha intentado transmitir con sus palabras o con su actuación recibo miradas tan escépticas que muestran tal desconfianza y la total consideración de que lo que he dicho no es más que una soberana tontería que me dan ganas de parar el mundo y bajarme. La pragmática es la base que forma las diferencias entre diferentes culturas y la agrupación de conjuntos de personas con similares características. En otras palabras, una disciplina que, entre otros muchos conceptos, demuestra qué es lo que nos hace agruparnos en sociedad. Por definición, lo que es el ser humano: una criatura social. Lo que se quiere decir con lo que se dice. “¿Pero no te has dado cuenta que con ese sarcasmo lo que intentaba demostrar era…?” “De verdad, cómo sois las mujeres. ”Atenerse al significado literal de las palabras nos convertiría en meros autómatas y reduciría nuestra identidad hasta niveles insospechables de deshumanización. Todos hacemos uso del nivel pragmático del lenguaje. Pongo por ejemplo que cuando alguien pregunta “¿Tienes hora?”, no espera que la respuesta sea “sí”, sino que está implícitamente demandando con educación que se le comunique qué hora es. Pues bien, suele ser bastante común que cuando las mujeres intentamos poner en práctica está táctica a nivel más personal, o incluso cuando nos defendemos con frases tales como: “lo que quería decir era”, se nos tache de complicadas, histéricas e incomprensibles. Todo esto cuando los autores de estas etiquetas hacen uso de las mismas estrategias pragmáticas a diario, pues es una característica inherente al ser humano. Sin embargo, el estereotipo de las mujeres como complicadas y viscerales ayuda a algunas personas, no todas ellas de sexo masculino, a justificarse en ciertas ocasiones incómodas. Benditos estereotipos, cuántas excusas absurdas han proporcionado a los seres abusadores e ignorantes. Trabajo de poetas, novelistas y psicólogos desde tiempos inmemorables, explorar la profundidad del ser humano, rebajado al nivel de la histeria y la paranoia.

El párrafo anterior podría ser tachado, y sé que lo será, de la misma paranoia y exageración de la que se habla en este artículo. Sin embargo, este aparentemente inocente juicio de valor puede ser muy peligroso cuando seres influyentes de apoderan de este discurso. Seres tales como políticos maquiavélicos y dictatoriales. La poca importancia que se le ha dado a este tema me indigna, preocupa y escandaliza. Este “llamemos a las cosas por su nombre”, “no utilicemos adjetivos sensacionalistas y sensibleros”, “las cosas son lo que son”. Como ya he comentado, la literalidad, que no objetividad, es muy peligrosa. Pongo como ejemplo uno de los casos que me ha sorprendido más: la propuesta del señor Albert Rivera de equiparar la violencia de género a mera violencia, pues es lo que es. El reducir los hechos a su nivel más literal, utilizado para devolver el patriarcado a un país que ha luchado y sufrido tanto para superar sus épocas oscuras e intentar llegar a la modernidad e igualdad. Todo disfrazado de esta aparente objetividad y neutralidad que le da un toque inofensivo. Pues no señores, esta neutralidad es peligrosa. La violencia de género es violencia de género porque en este término viene implícita la tradición de un país en el que las mujeres son consideradas aún por muchos meros objetos o posesiones, lo cual parece darle a éstos el derecho de ejercer violencia contra ellas.

Otro ejemplo relacionado con lo que se ha mencionado anteriormente son esas personas que hacen alarde de su “objetividad” reclamando que si una mujer agrede a un hombre por qué no es lo mismo. Estas personas, que muestran un desdén infinito, que intentan demostrar que son más objetivas y neutrales, y por tanto más mentalmente estables, que los valientes defensores de las mujeres y detractores de la violencia de género. Esa gente, que se las da de defensores de la fe, debería echar un vistazo a los números, a la inmersa desproporcionalidad entre agresiones a mujeres por hombres y agresiones a hombres por mujeres. Esa es la verdadera objetividad, pues demuestra la mentalidad implícita en dichas cifras. Y lo verdaderamente peligroso es la imagen de neutralidad, objetividad, seriedad y estabilidad mental de los dueños de este discurso. Que no os dejen engañar. La objetividad es otra cosa. La objetividad es pragmática.

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