Mi mamá es trabajadora sexual

Mi mamá es trabajadora sexual

Cansadas del hostigamiento policial y el estigma, mujeres dedicadas al trabajo sexual en Bolivia se han organizado para defender sus derechos

29/03/2016

Isabel Gracia

Movilización por el Día Internacional de las Trabajadoras Sexuales./ Isabel Gracia

Movilización por el Día Internacional de las Trabajadoras Sexuales./ Isabel Gracia

Adriana Cortés nunca fue la niña nice que quisieron sus padres. Lo cuenta sin resignación desde la sobria oficina que las trabajadoras sexuales tienen en la ciudad de La Paz, Bolivia. A sus 37 años, conserva los ojos chispeantes de una adolescente enamorada y su sonrisa no desaparece cuando narra los peores episodios como trabajadora sexual en los suburbios de varias ciudades del país.

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De un día para otro pasó de ser una estudiante de sociología a engrosar la lista de más de 60 mil mujeres que ejercen la prostitución en Bolivia, la mayoría para sacar a sus hijos adelante. Durante diez años Adriana conoció la cara más amarga y también la más gratificante de un trabajo que no está penado por el Estado pero tampoco reconocido y que todavía vive en la clandestinidad de barrios marginales y locales enmohecidos.

Ese vacío legal genera violencia, abuso de poder, extorsión y hasta muerte. También vulnera derechos, como la posibilidad de solicitar un crédito para acceder a una vivienda digna, gozar de cobertura sanitaria integral o de una jubilación para morir dignamente.

Hace aproximadamente un año, Adriana salió de la oscuridad para ser uno de los rostros visibles de la Organización Nacional de Activistas por la Emancipación de la Mujer (ONAEM), institución que aglutina a trabajadoras sexuales de todo el país y que abandera la lucha para que algún día se reconozca su trabajo y aporte a la sociedad.

Hija de padre abogado y madre secretaria, Adriana nació en cuna de plata, fue a uno de los colegios femeninos más prestigiosos de la ciudad, y durante años se enfundó cientos de maillots de ballet clásico y elevó sin cesar las puntas de los pies.

A los 17 años su historia se convirtió en la de una de las 246 adolescentes que se quedan embarazadas cada día en Bolivia, un país que dejó de ser el más pobre de Sudamérica pero que se mantiene en el podio de violencia hacia las mujeres, solo por detrás de Haití. Cada tres días tiene lugar un feminicidio según el Centro de Información y desarrollo de la Mujer (CIDEM) y siete de cada diez mujeres reconocen haber sufrido alguna forma de violencia a lo largo de su vida.

Adriana tuvo cuatro hijos desde los 17 hasta los 26 años y también un marido que la golpeaba. Un día dijo basta y se separó. Guardó sus libros de segundo de sociología en un cajón y tras varias experiencias amargas como secretaria de un jefe acosador decidió que nadie más, salvo ella misma, iba a tomar partido sobre su cuerpo.

Empezó bailando en el local de una amiga pero tuvo que hacer las maletas antes de que los rumores de “chica fácil” llegaran a oídos de su familia. Cogió un autobús y se marchó a Oruro, una ciudad altiplánica y fría donde el trabajo sexual prolifera por el auge de la minería en bares y prostíbulos del extrarradio. Allí el baile no vendía, un espectáculo demasiado descafeinado para miles de mineros ávidos de sexo y alcohol. “Tuve que dejar a mis hijos con mis padres, eso lo fue lo más duro”, confiesa.

Durante su primera experiencia como trabajadora sexual lloró y se sintió miserable, pero no por el repudio que le producía su cliente –como se piensa habitualmente– sino por el estigma de una sociedad que condena a las “malas mujeres” como ella que escapan del rol asignado tradicionalmente de “amas de casa” y firmes cuidadoras de sus hijos.

La dignidad de la supervivencia

Durante diez años, el cuerpo de Adriana sirvió a 30 hombres cada noche para que a sus cuatro hijos no les faltara techo, comida y estudios. “Los dueños de los locales te exigen un número de ‘piezas’ porque ellos se llevan la mitad de lo que ganas”, cuenta. El salario de una trabajadora sexual oscila mucho y algunas chicas –las más jóvenes, apostilla– consiguen en una sola noche un salario mínimo (200 dólares).

La mayoría de las trabajadoras sexuales en Bolivia tiene entre 18 y 33 años y el 80% tiene un promedio de tres hijos y cinco personas a su cargo. Solo el 5% cuenta con estudios universitarios.

Para Adriana, una trabajadora sexual no es solo eso. También es psicóloga, masajista y consejera de miles de hombres. “Al contrario de lo que piensa la gente, no lo hacemos por disfrute o vicio, el cuerpo es nuestra arma de trabajo y lo cuidamos”.

Por eso ella nunca ha visto este trabajo como algo indigno, sino como la profesión que ha sustentado a su familia. También lo que le ha permitido vivir sin resignarse a cobrar entre un 20 y un 40% menos que un hombre con su mismo nivel educativo.

Universo subterráneo

Aquella noche prometía ser una más. Como cada jornada al caer el sol, las minas de las montañas de Oruro vomitarían a miles de hombres que visitarían ávidos de alcohol y sexo a cualquiera de los locales de la ciudad, donde aguardaban cientos de chicas como Adriana para ofrecerles su compañía.

Pero esa noche, lejos de ser una más, le mostró la cara más dura y amarga de la extorsión policial a trabajadoras sexuales en complicidad con los clientes mineros.

-Tú le has robado al señor.

-No, yo no sé nada de su plata. Se le habrá caído, ha tomado mucho.

-Haremos una cosita, ¿cuánto cobras?

– 50 bolivianos (7 dólares)

– Muy caro estás cobrando. Haremos una pieza y a cambio te dejamos de molestar, ¿cuál de los dos va a empezar?

“Eso es como una violación. Tienes que cerrar los ojos, qué puedes hacer, es la autoridad, y cuando no estás empoderada y no conoces tus derechos te pasa eso”, lamenta.

Comienza la lucha

Para combatir las múltiples formas de violencia hacia las trabajadoras sexuales se creó en 2005 ONAEM, una organización “de trabajadoras sexuales para trabajadoras sexuales”, matiza Karina, una de sus integrantes.

Cuentan que antiguamente para trabajar las chicas tenían que pedir permiso a la policía y reportarse cada semana. Si no las arrestaban. “Era mayor el tiempo que pasaban en las celdas que en su propio trabajo”, añade.

Cansadas del hostigamiento policial, “las compañeras”, como las llama la responsable de comunicación de la institución, comenzaron a organizarse para defender sus derechos y construir una imagen ante la sociedad. Desde ONAEM creen en el reconocimiento del trabajo sexual con garantías laborales y condenan de manera frontal la trata y tráfico de personas, dos conceptos que a menudo se confunden.

Adriana participa en la marcha para reclamar derechos laborales y sociales./ I.G.

Adriana participa en la marcha para reclamar derechos laborales y sociales./ I.G.

Adriana sueña con poder comprarse una casa a crédito, pero no puede. Sueña con cobrar un salario fijo y gozar de buenas condiciones laborales, pero es impensable. Sueña con hacer aportes a la seguridad social y de mayor cobrar una jubilación digna, una utopía en la Bolivia de hoy.

Uruguay es el único reducto de América Latina que reconoce el trabajo sexual. En el resto de países como Bolivia, la clandestinidad hace que se vulneren derechos fundamentales como el acceso a la vivienda digna y el derecho a la salud, entre otros.

La mayoría de las trabajadoras sexuales no llegan a los 60 años -mientras que la esperanza de vida para las mujeres bolivianas es de 70- y las que lo logran no son capaces de salir del círculo porque la vida no les enseñó otra cosa y tampoco cuentan con pensión del Estado. Muchas se vuelven extorsionadoras de chicas jovencitas –cuenta Adriana–, una paradoja de la que ellas mismas han huido en el pasado.

“No somos vaginas andantes”

En los Centros de vigilancia, información y referencia (CVIR) que hay en nueve ciudades del país, se prestan servicios de atención a las personas afectadas por Infecciones de Transmisión Sexual (ITS) y el VIH/SIDA.

Son el único lugar donde atienden una vez por semana a las trabajadoras sexuales. Según varios testimonios, las revisan en grupos de cinco y solo de cintura para abajo. Si les detectan alguna enfermedad de transmisión sexual les retiran su carnet de trabajadora. “Si tenemos otro problema de salud no nos atienden, nos tratan como vaginas andantes”, reclama Karina.

Sería injusto decir que no se ha logrado nada. Lo que empezó hace 13 años con cinco mujeres ahora es una organización de más de 70 afiliadas en todo el país. La red recibe fondos de financiadores internacionales y está insertada en la Red de Trabajadoras Sexuales de América Latina y el Caribe.

“¡Ni zorras, ni putas, mujeres con derechos!”

Antes era impensable ver una marcha de mujeres trabajadoras sexuales por el centro de una ciudad boliviana reclamando sus derechos. Hace unos meses sucedió. Las calles de La Paz se tiñeron con el color fucsia oficial de ONAEM y alzaron la voz frente a instituciones públicas y ministerios pidiendo que se reconozca su trabajo y aporte a la sociedad. Adriana acudió a la marcha con su actual marido, un antiguo cliente que la respeta y acompaña en su lucha.

Hace aproximadamente un año decidió quitarse la mochila de culpa que había cargado durante una década. No tenía más remedio. Su nombre y rostro comenzaron a formar parte de la lucha activista de la red de trabajadoras sexuales en Bolivia y América Latina y confesó a sus padres e hijos el origen de la plata que enviaba por correo a La Paz desde diferentes puntos del país. “Al principio fue duro para ellos, pero sentí una complicidad muy grande con mi madre, creo que siempre lo supo y me respetó”.

Ahora se dedica en cuerpo y alma al activismo en ONAEM aunque reconoce que echa de menos “ponerse la mini, arreglarse y ver a sus clientes”. No le gusta cuestionarse cómo hubiera sido su destino si la maternidad no hubiera atropellado su adolescencia. Y ante la pregunta hipotética de que una de sus hijas le dijera que quiere seguir sus pasos, recuerda el mantra que un día le dijo su madre: “Todo lo que hagas, tómatelo en serio”.

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