Papá, quiero ser hembra

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27/02/2016

Natasha Rangel

Reconstrucción (pseudo)ficcional de una venezolana que decidió no ser “señora”

La abuela te crió a punta de especias y tirones de cabello: onoto para darle color a la carne; jalón de cabello si llorabas, laurel para potenciar los aromas; jalón de cabello por preguntas “indiscretas”; ajo machacado y sal le dan al arroz su punto de sabor sin necesidad de agregarle tanto adorno; jalón de cabello por llamar a tu mamá a escondidas, y otro por esa vez en que te sorprendieron saltando frente al espejo debido al morbo que te causaba ver cómo se agitaban tus nacientes teticas…

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Con el primer período llegó la lluvia de supersticiones: no toques las flores porque se marchitan; no te cortes el cabello porque se pasma; no cocines porque la comida se pondrá “piche” y lo más importante, ni se te ocurra andar tonteando con los muchachos porque te pueden montar una barriga.

(Un día, solo por el placer de llevarle la contraria a abue, dejaste caer unas gotitas de flujo sobre la tierra del rosal. Las rosas florecieron más rojas que nunca aquel mes de Abril).

No lo podías creer. ¿Cómo es que una manchita pastosa y oscura podía activar tantas alarmas? En el colegio te hablan de sexo y anticonceptivos. No, los condones no son para inflar, como creíste en algún momento al descubrir la extraña cajita que Papá guardaba en su koala. Y aprendes una palabra que te gusta mucho más que “menstruación”: semen.

Semilla, espermatozoide, vida. Papá se sonroja cuando le preguntas cómo se ve, pronto entiendes que hay cosas que no se pueden hablar con los padres. Por suerte, años después tus amigas del liceo son una buena fuente de información. El semen es blanco, viscoso y huele a cloro. “Ya conoces el chiste, flaca, si alguien te dice que ‘hueles a cloro’ es porque andabas con un chamo haciendo desastres”. Te ríes, aunque debes confesar que no lo comprendes del todo. ¿En ese caso, el que tiene que oler a cloro es el muchacho, no? ¿Por qué ibas tú a oler así?

—Tu mamá dejó de ser señorita después del matrimonio, como debe ser —dice Papá.

Te está dando la charla de advertencia porque, por fin, te has atrevido a presentarle un novio. Acabas de cumplir veinte años.

—Mis esperanzas están puestas en ti —insiste— Quiero que salgas de esta casa como debe ser: casada.

Casada. Sientes que la bilis se trepa a tu garganta y se aferra allí como un King Kong ácido en la torre del World Trade Center. “Casada”, repites en tu fuero interno. La prioridad no es dejar el hogar con un título universitario, un empleo estable o la posibilidad de expandir tu currículum en el extranjero. No, la clave del éxito es marcharte casada. Asegurar la transferencia del inmueble femenino con un nuevo apellido, ser “Fulana De Fulano”. Entonces, Papá podrá recibir las palmaditas de felicitación en la espalda y sonreír afirmando que logró la máxima que aún parece persistir en la sociedad venezolana: mi hija fue educada para convertirse en una Señora hecha y derecha.

No para ser Mujer, hembra que responde a sus propios deseos y se procura sus placeres. Ojo con eso. Sino para ser Señora. Esposa, dueña de un hogar y futura madre.

Tal vez hubo un desliz, es decir, puede que no vayas al altar con el himen intacto. Pero, tranquila: mientras no salgas preñada sigues siendo señorita a los ojos del mundo. Además, no serás ni la primera ni la última que usa el blanco a pesar de haber frecuentado un par de dormitorios. No es lo ideal, claro. Sin embargo, lo importante es que te cases.

—¿Estamos de acuerdo? —pregunta Papá, con el tono de quien está por cerrar un contrato millonario.

Sonríes. Cruzas los dedos de las manos, de los pies. Imaginas unos dedos mentales y los cruzas también.

—Sí, papá.

Se abrazan. Papá suspira, le besas la mejilla y él frunce un poco el ceño mientras se aparta.

—¿A tu mamá se le pasó la mano con el cloro otra vez?

—No lo creo —respondes, soltando una carcajada que tu progenitor no comprende.

Seguro nunca le contaron el chiste del cloro.

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