No quiero tu piropo
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Elisa Martín
Soy mujer y, desde la adolescencia, he sufrido acoso callejero sin ser consciente de ello. Todavía puedo recordar aquella mañana en la que llegué llorando a casa de mi abuela después de que prácticamente todos los hombres con los que me cruzaban me dijeran lo guapa que era y las buenas tetas que tenía. El colofón fue aquel furgón de obreros que paró en el semáforo, abrió sus puertas y decidió que quizá sería buena idea una invitar a una niña de 13 años a follar con ellos. Literal. El chico que esperaba al lado, al ver mi cara, incluso se disculpó por lo que me había dicho antes. Pasé varios días utilizando ropa ancha para esconderme y hasta traté de engordar para cambiar mi figura. Afortunadamente, a las pocas semanas, llegué a la conclusión de que no era mi culpa, que yo no provocaba a nadie con mi cuerpo ni con mi ropa y que el problema no era yo, sino ellos.
Pero, han pasado los años, y todavía no soy capaz de recordar una sola noche de vuelta a casa en la que no haya sido piropeada o incluso perseguida por uno o varios hombres. También estoy acostumbrada a que me silben por la calle, me hagan gestos groseros o valoren mis pechos sin pudor alguno. Tampoco me he librado de recibir obscenidades del tipo “te follaba, puta” o “me quiero correr en tus tetas”. Por supuesto, me han tocado el culo sin consentimiento en más de una ocasión, se han restregado contra mí en el metro o incluso paseando a plena luz del día, me han rodeado entre varios pidiendo “solo un besito” (¡menos mal que aquella pareja apareció de la nada!) y, más de una vez, he visto hombres masturbarse en plena calle mientras me miraban y/o decían guarradas. Hoy, sin ir más lejos, me he agachado a recoger un papel del suelo y mi jefe me ha espetado que “pensaba que ibas a hacerme otra cosa”.
¿Soy la única? Sé que he tenido mala suerte, pero no puedo ser un caso aislado. Desde el aparentemente inocente “guapa” al grosero “vaya par de tetas” todas las mujeres hemos sufrido acoso callejero, pero estamos tan acostumbradas y lo tenemos tan interiorizado a nuestra condición femenina que nos resignamos y le quitamos importancia. Y, sin embargo, los piropos son una parte esencial de la cultura de la violación en la que estamos inmersas. Aquella que nos enseña que tenemos que cuidar nuestros hábitos y modo de vestir para no generar situaciones peligrosas; aquella que, en definitiva, nos convierte en meros objetos sexuales al servicio de los hombres, que tienen la potestad que su condición de macho dominante les confiere para juzgar nuestros comportamientos y evaluar nuestros. A cambio, parece que las mujeres tuviéramos que estar agradecidas cuando un desconocido alaba nuestro físico o se regodea del polvo que nos echarían. Si protestamos, ya se sabe, es porque somos unas feminazis. Llamar guapa a una desconocida por la calle puede parecer inocuo, pero solo es la primera piedra de una gran montaña que, en última instancia, nos cosifica, nos somete y relega a un segundo plano nuestras capacidades intelectuales. Es realmente grave que esta sociedad acepte los piropos como algo halagador y, a veces, hasta gracioso. Reconozco que hay veces que me he tenido que reír, pero luego lo pienso y me jode. Me jode por todo lo que hay detrás. Me jode porque, en el fondo, el hecho de que un desconocido me piropee por la calle implica que se está creyendo con la potestad de poder tasar mi cuerpo ya que, como mujer, le pertenece. Y por ahí que no paso. Así que, por favor, si eres uno de esos machirulos que está acostumbrado a piropear a mujeres, piénsatelo dos veces la próxima vez. Nadie te pedido tu opinión, entre otras cosas porque me importa lo mismo que una mierda.