Las flores rotas de Cecilia

Las flores rotas de Cecilia

Con demasiada frecuencia, el nombre de Cecilia evoca a una mujer dulce interpretando canciones amables y cristalinas. Nada más lejos de la realidad. Bajo sus cenefas, el repertorio de la artista madrileña bombea todavía crítica social, una mirada despiadada hacia la burguesía y un deseo voraz por escapar de un mundo que quisieron construir a su medida.

Texto: Carlos Bouza
24/02/2016
Fotograma de un video emitido en TVE

Fotograma de un video emitido en TVE

Muchas de las fotografías promocionales de Cecilia nos devuelven una imagen falsa de la artista: Cecilia envuelta en filtros camp, flotando entre algodones, retratada como una hippie dulce e inofensiva. Una de las pocas instantáneas que parecen capturar su verdadera personalidad, por lo demás escurridiza, contradictoria y llena de zonas sombreadas, es la que sirve de portada para su primer disco. En ella, Cecilia podría confundirse con tantas otras chicas de los primeros años setenta: enfundada en unos pantalones vaqueros, con el pulgar colgando de la trabilla, el único elemento chocante es el enorme guante de boxeo que envuelve su mano derecha. Una metáfora perfecta para una mujer acostumbrada a encadenar peleas: contra sus inseguridades, contra un destino familiar de leyes y misa diaria, contra una discográfica que hizo lo imposible por contener su naturaleza rebelde. El telón de fondo: la España alcanforada y negra que abandonó siendo una niña; un país que en nada había cambiado cuando volvió como adulta.

La famosa ‘Dama, Dama’ fija el arquetipo de las señoras respetables que poblaban esos tés de caridad a los que Cecilia asistía horrorizada

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Nacida en Madrid en 1948, la mayor parte de la existencia de Evangelina Sobredo discurre en una errancia permanente, sujeta a los diferentes destinos laborales de sus padres, diplomáticos de profesión. Cada país es una casa ajena, un peldaño hacia el desarraigo, pero también la puerta de entrada hacia nuevas revelaciones. En Inglaterra se produce el inevitable descubrimiento de los Beatles. Las radios de EEUU despiertan su asombro ante Simon & Garfunkel, y en Jordania se enamora para siempre de los sonidos árabes. Cuando regresa a España en 1969, ya con veinte años cumplidos, la música se ha convertido en una cuestión de supervivencia: una forma de eludir el estilo de vida imposible que han proyectado para ella en Madrid. Al tiempo que su padre la obliga a matricularse en Derecho, como medio para perpetuar la respetabilidad de la familia, la joven comienza a revolverse contra los artificios de la alta sociedad: la hipocresía de los tés de caridad, la frialdad de los despachos, los gestos y palabras medidas al milímetro. Para colmo, tras muchos años de ausencia, Eva contempla su país como una tierra desconocida, donde se ha vuelto una extraña entre sus semejantes.

Sus primitivas grabaciones caseras muestran todavía a una artista en construcción que trata de encontrar su propia voz, pero le ayudan a abrirse camino: con ellas llegan las presentaciones en público, su fugaz paso por el grupo musical Expresión y los primeros temas registrados bajo su recién estrenado alias artístico. Cuando descubre su habilidad con las palabras y el placer de cantarlas ante la gente, Eva abandona para siempre el Derecho y encuentra en Cecilia la promesa de un futuro sin imposiciones: una vida nueva que deposita en los escenarios la esperanza de alcanzar su ansiada autonomía. Pero Cecilia no tiene una voz de las que se recuerdan, y ni siquiera ha llegado a aprender el castellano correctamente. Algo que, lejos de frenar su incipiente carrera, le empujará a encontrar vías de expresión hasta entonces inéditas en nuestro cancionero.

Puesto que apenas pudo ser testigo directo de la realidad de su país, Cecilia lo aprende todo de los libros y de la música popular, con voracidad y sin prejuicios. Le atraen especialmente las formas de Antonio Machado y Valle-Inclán, su ligazón con la vertiente trágica de España, pero también el caudal de historias fascinantes que circulan a través de la copla.

Cecilia luchaba por no doblegarse ante las tentativas de imprimir un barniz comercial a canciones cada vez más inclinadas hacia la oscuridad

Mientras que el grueso de la juventud cae rendida ante la cultura pop recién importada, vislumbrando la llegada de un tiempo nuevo, ella disfruta recreándose en la herencia que ha quedado sepultada por el polvo. En las viejas coplas de Quintero, León y Quiroga, como ‘Tatuaje’ o ‘La Niña De Fuego’, descubre lo que para ella es un legado que merece ser reabierto e impulsado hacia el presente. Y en adelante, muchas de sus canciones de corte narrativo, alimentadas por un afán costumbrista y naturalista, beberán directamente de sus hallazgos en estos años, sin perder nunca de vista las enseñanzas de sus héroes y heroínas anglosajones.

La publicación del primer álbum de Cecilia (1972) coincide con el fortalecimiento de las voces femeninas en el marco de la canción de autor española, lo que propicia el desarrollo de un creciente vivero de letras con perspectiva feminista. Son los años en los que Vainica Doble escriben ‘Mariluz’, el amargo retrato de una mujer condenada a bordar eternamente, o ‘Roberto querido’, un socarrón ajuste de cuentas contra los novios aburridos y posesivos. Los años en los que la murciana Mari Trini graba la rotunda ‘Yo no soy esa’, tal vez el canto de rebeldía feminista más famoso de la música española moderna. Distanciada del insólito realismo mágico de las primeras, ajena al toque francés de la segunda, diferente a todas las demás, Cecilia irrumpe en escena con algo completamente nuevo, pero teñido de un extraño manto de atemporalidad.

El mundo contenido en canciones como ‘Fui’ es, en buena medida, el mundo de viejas películas neorrealistas como ‘Calle Mayor’ o ‘Cielo Negro’: viñetas sombrías en torno a solteronas agarrotadas por la soledad, atrapadas en pequeñas ciudades de provincias donde los visillos se corren a su paso. Pero Cecilia es igualmente hábil a la hora de detallar las mezquindades de su entorno inmediato, urbano y de clase alta, en el que resulta su registro más conocido: aquel que apunta hacia la burguesía y la aristocracia como instituciones carcomidas por la hipocresía y las apariencias. La mayor parte de este ciclo de canciones está directamente extraído de la observación en primera persona. Así, la famosa ‘Dama, Dama’ (“puntual cumplidora del tercer mandamiento / algún desliz inconexo / buena madre y esposa de educación religiosa”) fija el arquetipo de las señoras respetables que poblaban esos tés de caridad a los que Cecilia asistía horrorizada en el salón familiar. Otras, como ‘Fauna’, recogen la experiencia cotidiana de la misa de domingo, traducida en una feroz animalización del pueblo: las mujeres son cotorras perfumadas, sus maridos gallos preocupados y el cura un cuervo negro y severo.

Pero hay otra vía para llegar al corazón de las canciones de Cecilia, y es intentando seguir el rastro de su veta más introspectiva: un camino en el que a menudo se encontraba con una encrucijada entre lo que era, lo que ansiaba ser y lo que los demás esperaban de ella. En líneas generales, uniendo los testimonios dispersos de quienes la conocieron, sabemos que tenía un carácter hermético, que tendía a la depresión y que la atenazaba el miedo a la muerte, pero también que se regía por un fuerte sentido de la rebeldía y el inconformismo. Que se sentía incómoda con su físico y despreocupada con respecto a su imagen, pero rechazaba de plano el maquillaje y los vestidos elegantes que trataba de imponerle su discográfica. El sello discográfico fue siempre una fuente constante de conflictos: Cecilia aceptó a regañadientes los arreglos sofisticados y tintineantes de su primer álbum, mientras luchaba por no doblegarse ante las tentativas de imprimir un barniz comercial a canciones cada vez más inclinadas hacia la oscuridad. Del centro exacto de esta encrucijada brotan composiciones como ‘Nada de nada’ (“Un instante de miedo / una nota perdida / una palabra vacía en un poema / una luz de mañana / así de pequeña soy yo”): un extraño éxito, animado por una melodía saltarina, en cuyo fondo resuena una llamada de auxilio, un grito contra la mansedumbre.

Finalmente, Cecilia se sale con la suya al editar en 1973 el disco del desplante. Conscientes de que la cantautora se trae entre manos una obra árida y sin ganchos radiables, en la compañía CBS intentan en vano ablandar el resultado: así, el álbum que se iba a titular originalmente ‘Me quedaré soltera’ termina saliendo al mercado con un neutro ‘Cecilia 2’, mientras que el tema ‘Un millón de muertos’ se rebautiza de forma aséptica como ‘Un millón de sueños’. Aunque de poco sirven los intentos de contención, y Cecilia termina imponiendo la verdad desnuda, con toda la singularidad de su estilo. Este es, ante todo, un disco en carne viva que no elude reflexiones incómodas acerca de la infancia como paraíso perdido (‘Cuando yo era pequeña’), las heridas abiertas por la Guerra Civil (‘Un millón de sueños’) o el suicidio (‘Si no fuera porque…’), al tiempo que ahonda en el interés de su autora por las mujeres estigmatizadas o invisibles.

Cantada en primera persona con deje ingenuo y burlón, ‘Me quedaré soltera’ no es tanto un lamento como un caramelo agrio contra una sociedad obtusa

Por varias razones, la canción ‘Me quedaré soltera’ es uno de los más grandes perfiles femeninos escritos por Cecilia. En primer lugar, porque en ella afila su talento para el humor a menudo soterrado, siempre implacable, pero también porque la confirma como la gran intérprete que pocos reconocieron en ella. Cecilia podía morder levemente las frases o acariciarlas, introduciendo matices sutiles que nos obligan a revisar nuestra percepción sobre algunas letras. Cantada en primera persona con un deje deliberadamente ingenuo y burlón, ‘Me quedaré soltera’ (“Y si muero de vieja sin tener pareja / dime quien llorará a una solterona / llantos de verdad en su funeral”) no es tanto un lamento como un caramelo agrio, que el público saboreaba sin intuir que la cantante estaba dispensando veneno contra una sociedad obtusa, dominada por los prejuicios. La Cecilia cándida que nos querían vender, por lo demás, se había desvanecido: su segundo lanzamiento cosecha buenas críticas, pero se estrella en las listas de ventas.

En cierta medida, el país anquilosado al que Cecilia volvió como adulta sigue siendo el nuestro, pero ella no sólo trató de describirlo sino de intervenir en él, pensado que podía transformar la realidad con pequeños gestos. Cuando le ofrecen participar en el festival de la OTI, en 1975, acepta imponiendo sus condiciones: tras negarse en redondo a cantar una letra del compositor Juan Carlos Calderón, que la obligaba a meterse en la piel de una de esas mujeres sumisas que abundan en la canción melódica de la época, exige concurrir con una composición propia.

Tampoco tenía reparos en alterar sus propias creaciones, si eso servía para hacer saltar por los aires lo que se esperaba de ella. Sucedió durante una emisión televisiva en directo, cuando iba a presentar su reciente éxito ‘Mi querida España’, y sin dejar de sonreír cambió la línea “…esta España nuestra” por “…esta España muerta”. Es decir, por el verso que la censura había intentado ocultar.

Su último disco, ‘Un ramito de violetas’ (1975), refleja a una Cecilia artísticamente más libre que nunca, que mece su poesía ácida e intimista entre ritmos de bossa, pop, vals o jazz. Al oírlo, nos invade la sensación de que, aún en su tristeza, está tocando la plenitud con la punta de los dedos. Pero todo se interrumpe en la madrugada del 2 de agosto de 1976, cuando el coche en el que regresa de un concierto en Vigo se empotra contra un carro de bueyes y Cecilia fallece en el acto. Es probable que todavía flotasen en el aire los siguientes versos que, tal vez, habría interpretado esa noche: “Mi padre quisiera que fuera / su niña estudiosa de alguna carrera / Mi madre prepara mi boda / con un caballero de whisky con soda / Yo quiero ser equilibrista / Paloma, la pluma… la reina de la pista”.

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