La verdadera evolución de la especie. Un artículo sobre la no maternidad

La verdadera evolución de la especie. Un artículo sobre la no maternidad

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01/02/2016

Sandra Lara

Vivimos una época histórica basada en mecanismos de regulación social distorsionados, en los que, hasta la fecha, parece que todo lo que se debía cambiar ya se ha cambiado o, al menos, resulta evidente dónde fallan las premisas. En un sistema donde lo tecnológico, lo científico y lo industrial son áreas muy exploradas y en las que se han producido enormes avances, se da por sentado que otros campos, como lo social o el papel de los individuos que conforman los estratos sociales, son áreas igualmente evolucionadas y resueltas. Sin embargo, un análisis más distante y profundo sobre los esquemas que nos rigen y nos gobiernan arroja una perspectiva muy diferente: la sociedad y la creación de unos mecanismos justos que la rijan siguen siendo una tarea pendiente. Los adornos y las distracciones son bien distintas, pero la humanidad sigue repitiendo escenas, papeles, estructuras y situaciones desde el inicio de la evolución. Es más, desde un punto de vista más práctico aún, podríamos decir que incluso se han radicalizado, ya que resultan más difíciles de identificar por toda la parafernalia que los rodean.

En este sentido, el papel de la mujer en la sociedad, lejos de alcanzar un estatus de igualdad, ha sido enmascarado con un condescendiente velo de evolución. Desde que tenemos noción de la historia, la función básica, esencial y principal de la mujer es la reproducción. Y no solo el mero hecho reproductivo y su consecuente parto, sino la interminable y agotadora tarea de criar, mantener, conservar y proteger a las crías, los futuros integrantes de las sociedades venideras. Y a pesar de la responsabilidad crítica y la importancia suprema de esta tarea, nunca se le ha otorgado el mérito y el reconocimiento que merece, ya que, de serie, se da por sentado que la mujer está biológica y genéticamente preparada para este papel y, por tanto, no hay otro que pudiera desempeñar mejor. Es una obligación irrefutable: la pesada y poco reconocida carga de asegurar la prolongación de la especie. Y puesto que, efectivamente, es el cuerpo de la mujer el que alberga la reproducción, no aceptar esta premisa biológica se contempla socialmente como la negación de un papel innegable, el rechazo de la determinación genética, incluso la responsabilidad parcial de la extinción de la especie. La mujer que no es madre, no es mujer. O bien, la mala madre no es una buena mujer. La madre y la mujer se vuelven un todo indisoluble, donde el individuo y su función se convierten un mismo ente, en una estructura que gira en torno al hombre, que en cambio sí puede optar por diversos papeles, funciones, tareas y elecciones dentro de su entorno social.

La no maternidad nunca ha sido una elección posible para las mujeres que quieren seguir participando sin implicaciones negativas en la estructura social, sin sufrir juicio alguno, con diferentes matices a lo largo de la historia. Si bien el rechazo y la crítica en la actualidad vienen camuflados con otras máscaras y sutilezas, de alguna manera, se sigue perpetuando esta asunción. En la actualidad, se acepta la opción de no convertirse en madre, sí, pero es una elección que generalmente cuesta comprender. No porque sea un concepto difícil de explicar, sino básicamente por la gran cuestión elemental: el rechazo del papel reproductivo con el que cargamos, lo queramos o no, desde el principio de los tiempos. Centrándonos en el primer mundo (porque el análisis de esta cuestión en los países más pobres nos llevaría a otro artículo muy diferente y desde otra perspectiva), efectivamente la mujer ha ganado territorio en la lucha por sus derechos y ahora trabajamos, votamos, tenemos opinión, podemos expresarla y luchar abiertamente por nuestros derechos, cada vez más reconocidos. Esto no se puede negar. Por contra, lamentablemente se han creado otros mecanismos más sutiles que han contaminado esta evolución. La publicidad, los nuevos sistemas de comunicación y difusión de la información y los nuevos conceptos de lo que es tener éxito, han aumentado y distorsionado la carga y el peso del papel de la mujer en la sociedad. ¿Cómo ser una mujer perfecta, la mujer que se espera que sea? Eficaz en el trabajo, madre siempre atenta y que satisface a la perfección las necesidades de la crianza y la pareja, capaz de compaginar todo esto con la llevanza del hogar y, por supuesto, preocupada por su físico y su apariencia. En lugar de normalizar socialmente la renuncia a determinadas tareas asumidas por nuestro sexo, que es la verdadera lucha, se han añadido nuevas exigencias a la ya pesada mochila. La supermujer es la mujer del nuevo siglo. Y la supermujer no renuncia a ser madre, no elige no ser madre; sí, elige, pero además de ser madre.

Seamos, por un momento, prácticos hasta la extenuación. Si contemplamos la situación de la humanidad en este momento, la lógica más obvia nos exigiría de inmediato detener la reproducción. Pensémoslo detenidamente: se agotan los recursos. El planeta está superpoblado y gran parte de la humanidad se muere de hambre. Hemos construido un sistema donde muchos nos beneficiamos del sufrimiento de otros. Tenemos coche porque otros no tienen agua. Comemos suculentos alimentos que otros cultivan sin olerlos siquiera. Hemos creado burbujas de población donde se asumen esquemas impuestos sin contemplar la generalidad, sin mirar más allá. La humanidad como conjunto no funciona: sencillamente, no lo estamos haciendo bien. Y, entre otras muchísimas cosas sobre las que podríamos extendernos ampliamente, seguimos reproduciéndonos sin pensar en qué aportamos al conjunto general. Incapaces de vernos como parte de un todo, seguimos creando individuos nuevos en nuestras burbujas sin que nos importe en absoluto el estado de los ya existentes. Por tanto, cabe preguntarse, ¿por qué? Desde mi punto de vista, se combinan varios factores. Existe por supuesto un condicionamiento social, un haz lo que haga tu vecino. Una carga biológica y antropológica, un es lo natural. Y una incapacidad de mirar más allá producida por el aturdimiento del consumo y las distracciones que nos rodean, un ándeme yo caliente. Y, por supuesto, el egoísmo de reproducir los propios genes, clonarse. Y en medio de todo este caldo de cultivo, la mujer, en el punto más álgido de su lucha por la igualdad, asume de nuevo el papel de responsable primera de la reproducción y su conservación, que asume por razones biológicas, es decir, por instinto maternal. Porque la mujer de hoy en día no es que no sea madre si no quiere, sino que, además de madre, puede ser muchas más cosas. Si lográramos desprendernos de toda esta parafernalia y contempláramos la situación de la humanidad en estos momentos desde un punto de vista objetivo y distante, veríamos que la solución más lógica e igualitaria sería hacernos cargo de los individuos que ya existen y que necesitan cuidado. Por este motivo, en lo que respecta a la maternidad en la actualidad, la postura que resultaría más coherente y proactiva con la evolución sería la adopción. Una aproximación a la maternidad (y, en este caso, a la paternidad también) mucho más útil, sincera y empática con la especie.

No seré yo quien niegue lo que resulta una evidencia biológica: sí, la mujer está preparada físicamente para procrear, pero eso no la obliga irremediablemente a hacerlo. Y tampoco tiene por qué tener motivos concretos que socialmente justifiquen su elección. Una verdadera liberación en este sentido consistiría en no tener que argumentar, no tener que dar motivos del por qué de la elección de la no maternidad. Y tampoco tiene por qué ser una elección de por vida, una etiqueta que nos colgamos en el pecho orgullosas de nada. Simplemente, es una opción sin más trascendencia. Como persona, comprendo y respeto el increíble acto y vínculo de dar la vida. Sostener una pequeña vida en los brazos y abrirle las puertas al mundo, la carne que emerge de ti. Puedo imaginarlo como algo maravilloso y revelador sin duda, trascendente y culminativo. Pero no considero que sea el culmen ni el fin máximo de la existencia, a pesar de las numerosas ocasiones en las que he recibido incontables argumentos de mujeres ya madres que defienden la maternidad como la máxima experiencia de amor y de vida. Sencillamente, creo en la posibilidad de no necesitarlo, de no experimentarlo simplemente porque sea algo maravilloso. Existen otras consideraciones como las que planteo en este artículo. La no maternidad también permite una capacidad de elección más amplia y mucho más prolongada, la consciencia de una imagen más abierta, la de una humanidad consciente de su declive y honestamente centrada en mejorar la existencia de los que ya estamos aquí. Desprenderse de la motivación genética y evolucionar como individuos sin género, unidos y juntos por el fin común de mejorar las cosas para todos y de forma igualitaria. La verdadera evolución de la especie.

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