El asesino dentro de mí

El asesino dentro de mí

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06/02/2016

Daniel

La pensadora Hannah Arendt acuñó el concepto de la ‘banalidad del mal’ durante el juicio a Adolf Eichmann, oficial de las SS y uno de los máximos responsables del Holocausto. Contra la imagen que proyectaban el estado de Israel y la comunidad internacional, Eichmann no era un monstruo. Era un funcionario disciplinado que se preciaba de hacer su trabajo de la manera más eficiente, incluso si ese trabajo consistía en el exterminio programado de millones de personas. Quince millones. Tanto da. Un simple número en un cuaderno. La triste realidad, escribió Arendt, es que la mayor parte del mal es causado por gente que nunca se decidió a ser ni buena ni mala.

Ni buena ni mala. Neutral. Indiferente.

Un criminal como Eichmann podía vivir con la conciencia tranquila precisamente porque se negaba el pensamiento, la crítica, la capacidad de elección entre el bien y el mal. Se limitaba a acatar órdenes. No tenía otra opción. Y si no hay opción, tampoco hay responsabilidad. En último término, Eichmann se negaba a sí mismo la humanidad del mismo modo que se la negaba a sus víctimas: uno y otras no eran más que piezas sustituibles de un engranaje que les superaba.

Arendt supo ver que por cada Hitler hay cientos de miles de Eichmann, grises burócratas que escogen no escoger, no pensar, no rebelarse. He ahí la banalidad. El corazón mismo de la barbarie no tiene rostro. Carece de conocimiento e intención. Por eso Foucault defendía que el sujeto moral se define en el proceso de resistencia a la autoridad y a sus mecanismos de coerción.

En muchos casos, sin embargo, resulta complicado identificar la autoridad. El delirio totalitario del Tercer Reich canalizó un cierto sentimiento de superioridad étnica, pero el racismo existía antes y existe después de Auswitch. Lo mismo ocurre con el machismo. Ciertos imperativos parten de nuestro propio ADN simbólico, y sus mecanismos de coerción están tan imbricados en el  funcionamiento de la sociedad que no nos damos cuenta. O no queremos darnos cuenta.

Estos días nos despertamos casi cada mañana con la noticia de una mujer asesinada por un hombre. Su marido, su novio o su ex. Un acosador habitual o un perfecto desconocido. En España la violencia machista se cobró veintitantas vidas de mujeres solo en lo que va de año. Casi ochocientas en los últimos doce. Tanto da. Una vez más estamos ante un número vacío. Mera estadística en la hoja de cálculo de un ministerio. Y eso sin contar las palizas, los insultos, las grandes y pequeñas humillaciones, amenazas, chantajes más o menos sutiles, comentarios obscenos, despreciativos o condescendientes; todas las agresiones invisibles que sufren a diario las mujeres por el hecho de ser mujeres. Pero cada vez que las feministas alzan la voz, un montón de hombres miran para otro lado o se sienten atacados. Son unas exageradas. Hembristas. Feminazis. Al fin y al cabo son casos aislados y no se puede señalar a toda una sociedad por las locuras de cuatro perturbados.

No. No son cuatro perturbados.

Empecemos por aceptar la evidencia. Vivimos una ofensiva terrorista de la sociedad patriarcal contra la emancipación de las mujeres. Estamos en guerra. Ocurre que la violencia machista no responde a las órdenes de una autoridad externa, sino a los mandatos de un código que llevamos inscrito en la mirada. Nosotros somos guerreros y ellas princesas. Nosotros somos fuertes e inteligentes; ellas son hermosas y delicadas. Ellas necesitan protección y nosotros fidelidad. Además, en esta sociedad de consumo, la mujer es al mismo tiempo propiedad privada y valor añadido. Conquista y trofeo. Cuando nos la quitan, nos sentimos estafados, humillados, disminuidos. Y nuestro instinto nos impulsa a recuperar lo que es nuestro. Por las buenas o por las malas. Las convenciones sociales, empezando por las propias marcas de género, reescriben este código a diario. El cine, la televisión y la publicidad rediseñan una y otra vez el mito del amor romántico, heterosexual, monógamo. Un ideal binario y asimétrico. Un horizonte de felicidad al alcance de cualquiera para contener las posibilidades revolucionarias del cuerpo.

La triste realidad, no obstante, es que los hombres somos potenciales asesinos por el hecho de ser hombres igual que las mujeres son víctimas potenciales por el hecho de ser mujeres.

Claro que podemos no verlo. Escoger no escoger, no pensar, no rebelarnos. No mirar dentro de nosotros porque igual no nos gusta lo que vemos. Resulta mucho más cómodo hacer como Eichmann y negarnos a nosotros mismos la humanidad del mismo modo que se la negamos a esas mujeres sin nombre y sin rostro, tiradas bajo una manta y sobre un charco de sangre.

Ni buenos ni malos.

Ni machistas ni feministas.

Indiferentes y terriblemente banales.

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