Una feminista en spinning

Una feminista en spinning

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03/12/2015

Isabel González Ramos

Si las personas feministas nos quejamos de que el machismo impregna la mayor parte de situaciones de nuestro día a día no lo hacemos por gusto ni a la ligera. Ni porque nos plazca ponernos a buscar los fallos del sistema. Digo más, una vez se es consciente de que el patriarcado se encuentra más presente de lo que parece, darse cuenta de ello es algo que agota. Enfada y agota.

Por ejemplo, pongamos el caso de una clase de spinning en un gimnasio.

Como cada lunes, la alumna llega primero al vestuario, se cambia a las zapatillas de deporte y luego se dirige a hacer la cola para esperar a la monitora. Se contenta de que entre los compañeros y las compañeras de clase haya un 50/50, porque recuerda que cuando iba hace unos años se consideraba un entrenamiento de mujeres. Al mismo tiempo, se sorprende por la gran cantidad de personas, normalmente son 10 en clase y esta vez el número se ha duplicado, por ello algunas han tenido que ir a buscar bicicletas a otra aula.

La alumna es miope y no lleva las gafas para que no se le caigan con el sudor, pero las monturas lilas ya para ella son intrínsecas y no se las puede quitar.

La persona que llega a dar la clase se trata de un hombre. No por ello nadie siente extrañeza, salvo la alumna, a la que la actitud arrogante del monitor le chirría. Prefiere no enjuiciarlo sin pruebas y decide pasar a la clase, al fin y al cabo no porque sea un hombre va directamente a presentar actitudes irrespetuosas hacia las mujeres.

La alumna decide dejar de lado la cuestión de las opciones de playlist escogidas para la sesión porque sabe que se corresponde con una batalla perdida y que puede no ser culpa del monitor que en las clases de spinning se pongan letras tan profundas y feministas como “Acércate a mi pantalón, nena”, “Pon tu culo en mi cara”, “Sexy bitch” y demás perlas.

Sin embargo, con el transcurso de la hora la alumna cada vez está más cansada, evidentemente, y no puede evitar percatarse de que el monitor se ha levantado ya tres veces y se ha dirigido sólo a zonas donde hay mujeres para “animarlas” de forma exigente a que no paren y continúen al ritmo marcado. “Está preocupado para que no les de un bajón de azúcar o algo por el estilo”, piensa, pero en el fondo sabe que el monitor peca de una actitud paternalista, si además tenemos en cuenta que la mayoría de mujeres seguían mejor la clase que los hombres.

La clase se da por terminada, la alumna después de los estiramientos desea salir pitando de allí para huir de la actitud soberbia del monitor pero, tiene oídos, ¡qué mala pata! y atisba a escuchar cómo el monitor se dirige hacia las alumnas que habían traído bicicletas de la otra clase: “Tranquilas, que las chicas están exentas, ya nos encargamos los hombres de llevarlas, ja, ja”. Era la guinda del pastel. La alumna le echa, o eso cree pues no distingue la reacción de él, una mirada de desaprobación y sale a toda velocidad. El enfado le durará varias horas.

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