“Estás loca”. Por qué renuncié a ser azafata

“Estás loca”. Por qué renuncié a ser azafata

“No retoca su maquillaje en todas las escalas”, “Medias de grosor no corporativo”... Los partes por no cumplir con las normas de "uniformidad" de la compañía aérea, por no disfrutar con el corsé de la feminidad ortodoxa, llevaron por la calle de la amargura a Barbijaputa en su etapa de auxiliar de vuelo.

Texto: Barbijaputa
09/12/2015
Ilustración: Emma Gascó

Ilustración: Emma Gascó

Me preguntaron las Pikaras si quería rescatar mis años como auxiliar de vuelo para escribir un artículo. Justo acababa de terminar una novela (LA ​novela, vaya, no es que haya escrito veinte; ­se publica en marzo #SPAM­) donde la protagonista trabaja de eso mismo, de azafata, así que como lo tenía todo bastante fresco, aquí va el artículo.

El mundo de la aviación es sexista y estereotipado hasta puntos insospechados, da igual lo interiorizado que tengas el machismo, este mundillo te revuelve tarde o temprano. Quizás por la educación que he recibido de los hippies feministas que tengo por padres, el machismo nunca ha estado demasiado instalado en mí (o bueno, al menos en las primeras etapas de mi vida, porque con el contacto posterior con la sociedad, ya os digo que sí, que me fueron calando muchos mensajes patriarcales), y quizás por eso también el choque con el mundo de la aviación fue tan traumatizante.

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Empezaré diciendo que siempre he sido bastante desastre en cuanto a la imagen. O eso creía yo, que era un desastre porque siempre he odiado peinarme o maquillarme, los tacones siempre me han parecido un invento cruel y, subirme en ellos, una claudicación a algo que no sabía determinar con exactitud. El cuerpo siempre me pedía rebelarme y yo esto me lo explicaba a mí misma como: “No soy muy femenina, ¿qué le vamos a hacer?” Mi abuela, recuerdo, me preguntó una vez: “¿Será que eres ‘liviana’?” Y hasta me lo llegué a plantear. ¿Y si lo mío con mi apariencia se explicaba con un lesbianismo que no me estaba reconociendo?

En el fondo yo esperaba que en algún momento el cuerpo me pidiera, él solo, meterme en vereda: disfrutar cuidándome, haciéndome la raya del ojo, alisándome el pelo, vistiendo medias… Pensé que quizás cuando creciera o cuando madurara o cuando qué sé yo, todo sería más fácil para mí. Y hasta lo deseaba.

Siempre supe que la imagen en aviación era importante, pero pensé que no sería un problema porque, bueno, todo es acostumbrarse, ¿no? Y, al fin y al cabo, lo que me gustaba era el trabajo en sí: viajar, conocer otras culturas, mejorar los idiomas, el trato con el público… Así que estudié, me preparé y conseguí un trabajo como azafata en una de las compañías más importantes del país. Estaba entusiasmada.

En cada escala te tienes que retocar el maquillaje, los tacones son obligatorios y, si te tiñes, nunca se pueden notar las raíces

La compañía te formaba, entre otras cosas, sobre “uniformidad” nada más entrar. Hasta te daba un manual específico sobre el tema. No había detalle en aquel libro que dejara lugar a la creatividad. Cada parte de tu anatomía estaba recogida en él, y te decían cómo tenías que lucir y cómo vestir (hablamos de 2004, 2005… 2010, no estoy contando ninguna cosa viejuna, de hecho, este manual existe a día de hoy en mi compañía y, me consta, en otras también).

En aviación no puedes llevar las uñas demasiado largas ni demasiado cortas, ni tampoco puedes pintarlas del color que quieras, sólo los colores corporativos están permitidos. Eso sí, te dejan a libre elección que te las pintes o no, como muestra de una liberación y progresismo brutales. Lo que no te dejaban (aunque esto luego cambió) era vestir pantalón. La falda era obligatoria. Siglo XXI, no perdamos la perspectiva porque durante el texto una puede empezar a verlo todo en blanco y negro casi sin darse cuenta y no, hablamos de la actualidad.

También está lo del pelo: si optas por teñir tu pelo con un tinte de más de dos tonos o menos de dos tonos de tu color real, estás obligada a teñirte constantemente con el objetivo de que en las raíces ni se sospeche que ese no es tu color (por lo que quedan totalmente prohibidos colores como rojo o cualquier locura parecida). Por eso la compañía tiene a bien aconsejarte o no teñirte (si es que no tienes canas, claro), o bien teñirte sólo dentro de esa franja de tonos, no más. Además, sólo puedes llevar el pelo suelto si la largura no hace que las puntas toque, tus hombros. Si tu pelo toca tus hombros tienes que recogerlo en una cola alta. El coletero que uses para hacerte esa cola, no puede ser de un color no corporativo bajo ningún concepto. Tampoco la correa de tu reloj puede ser de un color cualquiera (de hecho, yo tenía un reloj para volar y otro para mí, porque los colores corporativos de mi compañía me espantaban). El reloj es de uso obligatorio y no caben excusas de ningún tipo para volar sin él, pero ellos no te lo dan, claro.

Los tacones también son obligados. Para embarcar tienes que llevar tacón alto y, luego, cuando el avión haya despegado, tienes que cambiártelo por tacón medio antes de dar el servicio. Y han de ser completamente negros y sin absolutamente ninguna chapita, adorno o pintita de ningún otro color. También son obligadas las medias, claro. Pero tampoco valen cualesquiera, sólo negras y de un grosor de X deniers (yo me enteré así de qué era eso de los deniers). Y no te confundas o te pasará como a mí, que me plantaron un parte negativo por llevar unas menos gruesas de lo estipulado sin darme cuenta. Tampoco olvides llevar unas de repuesto por, si se te parten en vuelo, poder cambiártelas inmediatamente, además de un costurero por si alguna prenda se te descose por algún sitio.

Lo mejor era lo del maquillaje: en cada escala tenías que retocarlo. Era obligatorio el uso de sombra de ojos (colores corporativos), carmín (no vale con un simple brillo), mascarilla de pestañas y coloretes. Las normas de uniformidad no tenían fin.

Cuando leí aquel manual (tuve que leerlo y memorizarlo porque había exámenes… ¡exámenes!), pensé que aquello sería sólo la teoría, pero que en la práctica todo sería más relajado. Craso error. Cometí tantas faltas que, durante los primeros meses, me esperaron casi cada día en mi casillero las copias de las notas que mis jefas fueron escribiendo en mi expediente de vuelo. “No retoca su maquillaje en todas las escalas”, “La camisa se le salía de la falda y no se daba cuenta”, “Medias de grosor no corporativo”…

Se me acumularon tantos informes que me llamaron de la central varias veces.

La gran mayoría de mis compañeras parecía disfrutar aplicándose maquillaje en las escalas, conjuntando accesorios, “siendo femeninas”

La política del terror en torno a la imagen empezó a hacerme mella. Por más que me empeñaba en encajar, para ser “normal”, para pasar desapercibida, no lo conseguía. El control era tan férreo que me resultaba imposible conseguir no desentonar. Al principio preguntaba a mis compañeras si no les parecía un poco exagerado todo aquello, pero lo cierto es que la gran mayoría estaba bastante cómoda con aquellas normas, es más, parecían disfrutar aplicándose maquillaje en las escalas, conjuntando sus accesorios en los tonos adecuados y, en definitiva, “siendo femeninas”. Parecía salirles natural estar siempre perfectas. Tanto es así que ellas mismas defendían la necesidad de esas normas y eran las primeras que te reprochaban a ti si se te pasaba alguna.

La alienación era tal que acabé pensando que evidentemente yo tenía un problema. Algo me pasaba, porque era escuchar el piropo por excelencia en aviación: “¡Qué corporativa vienes hoy!” y me daban ganas de saltar del avión. ¿Corporativa? ¿En serio? La primera vez que me lo dijeron pensé que era coña. Otras veces busqué la complicidad (sin éxito) en las miradas de otras compañeras, una mirada como rogando: “Dime que a ti también te parece que es una gilipollez”. Y al final acabé deseando que me lo dijeran, porque eso significaba que ese día había acertado en todo y podía relajarme.

El tema de la imagen, finalmente, sí estaba siendo un problema. Un problema que me dio tantos dolores de cabeza que, muchas veces al principio, hasta lloré. Y ni siquiera sabía exactamente por qué me sentía tan mal, si era porque no encajaba o porque en el fondo no quería encajar. No sabía si culparlos a ellos o culparme a mí.

¿Lo mío era frustración, cabreo, pena? Conforme fue pasando el tiempo, tomé perspectiva y entendí que había un poco de cada. Y la perspectiva feminista, por otro lado, consiguió no sólo que me aceptara a mí misma por no encajar, sino que me hizo no enfadarme por el hecho de que mis compañeras sí estaban felices así. Compañeras a las que durante un tiempo consideré como una especie de traidoras de género, de sometidas sin voluntad que le hacían el juego a aquella política tan cruel.

Cuando años después le di una patada al mundo de la aviación con toda la convicción que podéis imaginar, la gente, incluso mi entorno, no me entendió. “Estás loca, con lo que ganas”, “estás loca, con lo que viajas”, “estás loca…”

Para ese entonces yo tenía los conceptos tan claros y había reflexionado sobre el tema tantas veces que me dediqué simplemente a sonreírles (deformación profesional, porque te obligan tanto a sonreír que nunca te desprendes del todo de la sonrisa en tu día a día) y solía pensar: bueno, dejadme con mi locura, de momento me salva de más penurias de las que me crea.

De hecho, ojalá nos enseñaran a escuchar más a la loca que llevamos dentro, nos evitaríamos muchas frustraciones.

Ilustración: Emma Gascó

Ilustración: Emma Gascó

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