“Yo apenas fui a la escuela, pero sé algo fundamental: producir comida”

“Yo apenas fui a la escuela, pero sé algo fundamental: producir comida”

Teonila Porro Relea es campesina y residente en el pequeño municipio palentino de Villamoronta. Es una de esas personas que merecen contar su historia y ser escuchadas, puesto que su sabiduría es la de una mujer luchadora en un mundo empeñado en demostrar que su opción de vida no es la más válida.

22/09/2015

Violeta Aguado Delgado

Esta entrevista fue publicada originalmente en el nº21 de la revista Soberanía Alimentaria, dedicado a la economía feminista

Teonila y su familia han vivido por, para y junto a esa tierra que les ha dado de comer.

Teonila y su familia han vivido por, para y junto a esa tierra que les ha dado de comer.

Teonila es una de esas mujeres que creen que ser campesina no es solo una profesión sino un modo de vida. A sus 72 años, continúa el legado de sus ancestros cultivando la huerta y produciendo sus propios alimentos tal y como le enseñó su padre. Sus arrugas son los surcos humanos que cuentan su experiencia de vida, la historia de una mujer que apostó por el campo y el medio rural, no solo como una forma de sobrevivir, sino como una opción de vivir digna y coherentemente. Además, es una defensora convencida de la calidad de vida del mundo rural.

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Teonila fue la segunda de cuatro hermanos de una familia campesina ubicada en el municipio palentino de Villamoronta, uno de esos pueblos que, como tantos otros, se ha ido empequeñeciendo con el paso de los años. Villamoronta tiene una economía básicamente agraria y ganadera, con 267 habitantes, en su mayoría población envejecida y donde la más joven no encuentra su lugar, un ejemplo más de la crisis en la que se encuentra el medio rural. Sin embargo, a diferencia de otros pueblos de su alrededor, Villamoronta aún mantiene servicios básicos como una tienda de comestibles, una carnicería e incluso una escuela primaria e infantil, de las pocas que aún se mantienen en la zona. La jota de Villamoronta, la danza tradicional de Tierra de Campos, es una de las más conocidas dentro del folklore palentino y hoy en día son muchos los y las danzantes que mantienen esta tradición con la misma esperanza con la que Teonila planta sus semillas.

“Cuando me separé de mi marido, no me costó trabajo incorporarme otra vez al campo, no me da vergüenza coger el saco para ir a por leña o para ir a por maíz para los pollos, a mí nada me ha ahogado en la vida”

Ella, desde su infancia, veía cómo su padre sembraba la huerta que durante generaciones no había dejado de dar verduras y hortalizas. Teonila y su familia han vivido por, para y junto a esa tierra que les ha dado de comer. Además, también cuidaban de algunos animales y su padre regentaba una pequeña cantina. Se trataba del minifundio, ese pequeño capital formado con un poco de esto y un poco de lo otro y que Teonila continúa reivindicando en un mundo donde según ella “necesitamos mucho y tiramos mucho también”.

A los 20 años, dejó su pueblo y se marchó a trabajar a Santoña, una pequeña ciudad de la provincia de Cantabria. Teonila decidió ir sin pensarlo mucho, puesto que por aquel entonces ella y sus hermanos tenían la idea de salir del pueblo donde ya sabían lo que les esperaba. Tras casarse y vivir en diferentes ciudades junto a su marido, guardia civil de profesión, Teonila decidió separarse y volver al pueblo junto a sus hijos. “Como allí no había dónde ganar un duro y sobrar no sobraba nada, sobreviví con la huerta. Volví a cultivar lo que me habían enseñado, conocía el oficio y no me costó nada integrarme”. Así resume Teonila su vuelta al campo, del que dice se fue siempre con la idea de volver. Además de la huerta, Teonila decidió cuidar de algunos animales y con ello su vida económica mejoró. Esta mujer campesina descubrió que, al producir por sí misma las cosas que necesitaba, podía mantener a toda su familia.

Me encuentro con Teonila un domingo de mayo cuando las plantas de tomate de su huerta empiezan brotar. A primera vista, Teonila rompe los moldes de su edad ya que, tal y como me habían contado, parece una mujer fuerte, optimista y sobre todo activa. Antes de comenzar a charlar me enseña con orgullo su huerto y con un poco de resignación me dice que en otros tiempos cultivaba toda la parcela pero que ahora solo planta un pedazo de tierra, lo suficiente para tener hortalizas y verduras para su familia durante todo el año. La huerta de Teonila está situada junto a su casa, una casa grande, con su bilbaína y su espaciosa cocina y con un gran ventanal en el salón desde el que puede vigilar que los pájaros no arruinen su cosecha. Había oído hablar de esta mujer por su participación en el banco de semillas de Amayuelas de Abajo, ella era una de las campesinas que había llevado algunas de las semillas autóctonas que había plantando una y otra vez durante toda su vida. En el banco de semillas, las plantas de Teonila tendrán asegurada su supervivencia y se convertirán así en el testigo de la sabiduría y la fortaleza de esta campesina cuando ella ya no esté. Teonila me advierte que posiblemente se emocione, pero su gran sonrisa me da a entender que no lo dice desde el pesar, sino desde la seguridad de alguien que ha sido feliz con lo que ha tenido.

Teonila disfruta en el campo: "Me quedo embelesada mirando los trigos, viendo el maíz, observando cómo se trabaja ahora..."

Teonila disfruta en el campo: “Me quedo embelesada mirando los trigos, viendo el maíz, observando cómo se trabaja ahora…”

¿Lo que producía en la huerta era solo para consumo propio?

También vendía o lo intercambiaba con las vecinas. La gente solía sembrar para su autoconsumo, pero mi padre solía vender una parte, los pepinos en verano, por ejemplo. No había tiendas como las de ahora que tienen de todo, no había las frutas y verduras que hay ahora, la comida se vendía a granel: el azúcar, el aceite, la sal… Yo cuando llegué empecé a vender lo que me sobraba, las vecinas me decían: “¿Nos vendes un par de tomates?” Luego empecé a sembrar más y con ello a vender una parte de mis productos. Después llegaron las tiendas y los mercados, la gente empezó a cambiar, empezó a comer otras cosas y yo fui vendiendo cada vez menos, pero lo he hecho hasta que físicamente he podido. De esta manera he contado con ingresos económicos y he tenido lo necesario para vivir bien.

¿Qué ha supuesto para usted pasar casi toda su vida cultivando la tierra?

Decidí marcharme del pueblo aun sabiendo todo lo que dejaba detrás. Entonces empecé a vivir una vida muy diferente a la que había tenido hasta ese momento, siempre en contacto con la tierra. Mi vida fue el oficio de mi marido, que no tenía nada que ver con la agricultura. Pasé 30 años viviendo con él, tenía 50 años cuando me separé y decidí volver al pueblo y me incorporé otra vez a la vida de la agricultura. Tenía las tierras y la huerta y me gustaba. Para mí no fue ningún bache, yo no he sufrido ningún drama por venir de una vida holgada con mi marido, donde no hacía más que hacer la comida y cuidar de mis hijos. No me costó trabajo incorporarme otra vez, no me da vergüenza coger el saco para ir a por leña o para ir a por maíz para los pollos, a mí nada me ha ahogado en la vida, todo lo contrario.

¿Disfrutabas trabajando la huerta y el campo?

Siempre he disfrutado. Hay otros que reniegan de los trabajos del campo, pero yo no, jamás, todo lo contrario, he disfrutado y lo sigo haciendo. Yo voy ahora a dar un paseo al campo y me quedo embelesada mirando los trigos, viendo el maíz, observando cómo se trabaja ahora .Y… ¡los ojos ven tanto!… a veces bueno, a veces malo.

Usted vive en Villamoronta, el pueblo donde nació. Mucha gente cree que la vida en el mundo rural es monótona y aburrida. ¿Cómo ha sido su experiencia?

“La tierra está en pocas manos, toda está comprada, pero la agricultura y la ganadería de explotación intensiva no dan trabajo a una población joven que se marcha”

Sí que es verdad que muchas personas de mi época salimos del pueblo porque no había vida laboral, no había industria. Una vez que te casabas, la única opción era el campo. Pero las generaciones de ahora dicen: “El pueblo no es para mí”. Yo jamás me he aburrido en el pueblo, todo lo contrario. Incluso cuando dejé el pueblo me fui con el plan de volver. Es verdad que a veces sí que se te pasa por la cabeza que el pueblo es un aburrimiento. Pero vives en una casa, no es cerrado, tienes el patio, la huerta, sales a dar paseos al campo o también puedes ir a las actividades que se organizan para la gente del pueblo, yo me he apuntado a clases de gimnasia, por ejemplo.

¿Cree que aún hay ciertas necesidades de los pueblos que no están cubiertas?

Nosotros tenemos médico todos los días menos uno a la semana, hay actividades: gimnasia, labores, pintura… Pero también nos van quitando cosas, el autobús público venía al pueblo antes todos los días, ahora viene únicamente dos, eso te quita mucha autonomía. Te dicen: “Todo el mundo tiene coche”, pero los que no tenemos coche, la gente mayor, por ejemplo, ¿qué hacemos? Se quejan porque a veces solo lo utiliza un viajero pero lo necesitamos. Si quieres ir al dentista, por ejemplo, tienes que poner la cita uno de los dos días que pasa el autobús y, claro, es muy limitado. No hay las cosas que encuentras en la ciudad, lugares donde hacer actividades de ocio, un cine, por ejemplo. Aquí se tienen que poner de acuerdo tres o cuatro personas para ir a la ciudad a hacer esas cosas y claro ya te desmoralizas, te deja de importar el no hacer esas cosas porque cuesta mucho hacerlas.

Hablemos del futuro del mundo rural: ¿Tiene esperanza?

La agricultura y la ganadería que hay son de explotación intensiva y no crean empleo. La tierra está en pocas manos, toda está comprada, pero no da trabajo a una población joven que se marcha. Antes la gente tenía su pequeño minifundio, todo el mundo tenía su pequeño capital: un par de mulas, unas pocas vacas, algo de remolacha… y la gente podía vivir, vivíamos. Yo, si tuviera veinte años ahora, desde luego que sabiendo lo que sé, hubiera montado una granja de gallinas, una plantación de fresas o cualquier otra historia, todo con vistas a hacer una inversión en la tierra. Yo, si tuviera veinte años, invertiría aquí, no me cogería el toro desprevenida.

¿Qué le parecen las nuevas personas pobladoras que deciden dejar la ciudad e iniciar una nueva vida en el campo?

A mí me encanta. Descubren que hay más tranquilidad y que hay vivienda a pesar de que han dejado caer muchas de las casas que antes estaban ocupadas. Con su experiencia de vivir en la ciudad y después venir al pueblo, pueden hacer entender que el pueblo no es algo malo, que se puede vivir con menos que en la urbe. Hay gente que le da vergüenza decir que es de pueblo, yo jamás lo he negado. Soy de pueblo y ¡poco bien se vive aquí! Dicen que no tenemos cultura, pero no saben que tenemos una cultura que vale más. Yo apenas fui a la escuela, cada vez que tengo que rellenar un documento tengo que pedir ayuda, pero sé hacer algo fundamental, sé producir la comida, a eso no me gana nadie. Cuando hablaban de la ciudad, de la industria, de todo lo que se producía, yo me quedaba pensando. Al final llegaba a la conclusión de que ellos eran los que ganaban dinero, sí, pero con el hierro no se come, se come con lo que se hace en el pueblo. Siempre me he preguntado por qué la gente respeta un puesto de trabajo en la ciudad y no en el pueblo. En el pueblo soy yo, tengo más independencia, mas libertad y eso hay que valorarlo también.

Me despido de Teonila con la promesa de volver a verla cuando las plantas de su huerto hayan dado su fruto. Confío en que cuando nos volvamos a ver, Teonila siga manteniendo la fortaleza que demuestra a cada paso. Esta mujer campesina aún no ha decidido tirar la toalla y lo hace demostrando que su forma de vida, basada en el autoconsumo, en el apego a la tierra y en la vivencia de lo rural no es solo una forma de sobrevivir, sino sobre todo de vivir.

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