Las monjas budistas ‘rebeldes’ de Tailandia

Las monjas budistas ‘rebeldes’ de Tailandia

Esta es la historia de una comunidad de mujeres que se atrevió a desafiar los dictados de la máxima institución religiosa de Tailandia. Convencidas de que en su budismo no se permite ordenar mojas “por error”, fundaron una congregación que, bajo el mando de la respetada doctora Dhammananda Bhikkhuni, puso en jaque al clero de su país. Ellas lo tienen claro: la mujer tiene el mismo derecho a desarrollar su espiritualidad que el hombre y es hora de que se les reconozca.

13/03/2015

Cristina E. Lozano./ Nakhon Pathom (Tailandia)

No hay diferencias sustanciales entre la actividad de este templo de mujeres y cualquier otro regentado por hombres./ Cristina E. Lozano

No hay diferencias sustanciales entre la actividad de este templo de mujeres y cualquier otro regentado por hombres./ Cristina E. Lozano

Como el resto de monasterios budistas de Tailandia, el Wat Songkhammakalayani despierta antes del alba. No más tarde de las cinco suena la campana en este complejo religioso ubicado a las afueras de Nakhon Pathom, a poco más de 40 kilómetros de Bangkok. Aparentemente es un lugar normal, nada tiene por qué llamar la atención de quien pasa ante su puerta. Lo excepcional es que está habitado íntegramente por mujeres, algo nada usual en un país cuyas autoridades religiosas no permiten oficialmente la ordenación de bhikkhunis (monjas), negando de esta forma a más de la mitad de su población el derecho a dedicarse en exclusiva a la vida espiritual-contemplativa, y el disfrute de los privilegios que ser religioso conlleva.

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“Hemos tenido vida seglar, hemos tenido maridos, familias, niños. Es nuestra decisión estar aquí, ninguna ha sido obligada”

El Wat Songkhammakalayani fue fundado en 1960 por Voramai Kabilsing (Ta Tao Fa Tzu). En la actualidad, lo dirige Dhammananda Bhikkhuni, su hija y primera monja budista theravada de Tailandia del linaje Dharmaguptaka. Ella es la encargada de liderar una comunidad que lucha contra la actitud patriarcal que la shanga (comunidad de monjes) de su país ejerce en nombre del budismo, escudándose en una interpretación particular de los textos budistas para impedir que las mujeres puedan ser religiosas.

No parece que haya diferencias sustanciales entre la actividad de este templo de mujeres y cualquier otro regentado por hombres. Ellas, como ellos, se levantan a primera hora para hacer su ronda de almas –paseíllo durante el que recogen la comida que la gente les ofrece, formula para el sustento de los religiosos estipulada por Buda–, cantan sus mantras, visten de amarillo-naranja, practican meditación, reciben donativos, dan consejo, almuerzan antes del mediodía, estudian los textos que recogen las enseñanzas budistas, y cuidan de que su recinto esté en condiciones óptimas, entre otras cosas.

Su congregación crece sin prisa pero sin pausa, quizá a menor ritmo del que lo haría una de varones, pues no es nada común en el llamado país de las sonrisas que una mujer se ordene monja. Probablemente algunas manos más no vendrían mal, pues es mucho lo que se quiere hacer y escasos los recursos. Hace unos años, la escuela que tenía el monasterio se vio obligada a cerrar. ¿La razón? Su directora envejeció. “Había un colegio de educación primaria, para niñas de hasta 12 años, pero la directora se hizo mayor y ya no lo podíamos mantener. Ahora estamos más preocupadas por la educación de las bhikkunis, porque tienen que tener una buena educación. Todos los días damos clases de 13:00 a 16:00 horas. Enseñamos en tailandés, aunque también estudiamos pali, que es una lengua antigua [la de los textos budistas], como el latín”, recuerda Dhammananda Bhikkhuni, la abadesa del lugar.

A LA VEJEZ, BHIKKHUNI

A diferencia de lo que ocurre en otras religiones, ser bhikkhu (monje) o bhikkhuni no es algo necesariamente de por vida o que se tenga que decidir en la juventud. Como para los budistas formar parte de una congregación supone hacer méritos (realizar buenas acciones, algo indispensable para salir del círculo de reencarnaciones al que en teoría está condenada una persona hasta alcanzar la iluminación y el Nirvana), muchos se hacen religiosos por un tiempo y luego abandonan la orden sin que esto suponga ningún tipo de estigma social. Al contrario, ser monje concede un plus de respetabilidad por parte de la comunidad hasta el punto que muchas familias mandas a sus hijos durante un tiempo al monasterio para que aprendan, y muchas empresas cuentan con una suerte de excedencia para que sus trabajadores puedan pasar un par de meses como bhikkhus en un wat. De momento, esto solo se aplica a los hombres.

La docena de mujeres de esta comunidad tomaron la decisión de convertirse en bhikkhuni muy pasada la mayoría de edad./ C.E.L.

La docena de mujeres de esta comunidad tomaron la decisión de convertirse en bhikkhuni muy pasada la mayoría de edad./ C.E.L.

Hacerse bhikkhuni no es cosa de un día para otro. Lleva su tiempo. Primero una es una mujer seglar vinculada al templo. Después, si quiere involucrase más en la vida religiosa, se ordena samaneri (novicia) y, durante dos años, se forma en diferentes materias. No importa si eres una granjera sin idea de religión, o una doctora universitaria educada en una fuerte tradición budista (como era el caso de Dhammananda Bhikkhuni). Los dos años de samaneri no te los quita nadie.

“Si pones mi nombre en Google puedes ver muchas cosas, no sé cómo han llegado hasta ahí, me sorprendió muchísimo”, comenta con perplejidad una monja

“El entrenamiento consiste en entender los textos pero, sobre todo, en disciplina. En ver cómo las bhikkhunis hacemos la confesión, en ver cómo hacemos la ronda de almas, en ver cómo nos ponemos las vestiduras, en ver cómo hacemos la liturgia… Y, sobre todo, en entrenar la mente. Si no entrenas tu mente te será muy difícil ser bhikkhuni, echarás de menos la vida de seglar y sus comodidades. La vida de bhikkuni no es cómoda, es comprometida”, afirma Dhammananda Bhikkhuni. En definitiva, ser samaneri supone vivir dos años entre bhikkunis antes de tomar la decisión de convertirse en una de ellas aunque, en el peor de los casos, aún convertida en bhikkhuni, una podría abandonar esta condición sin ser penalizada en forma alguna.

En el caso de la docena de mujeres que integra esta comunidad de Nakhon Pathom, convertirse en bhikkhuni fue una decisión tomada muy pasada la mayoría de edad. “Es nuestra decisión estar aquí, ninguna ha sido obligada. Hemos tenido vida seglar, hemos tenido maridos, familias, niños. Ahora todos han crecido y tienen su propia vida. Ya todos son mayores, pequeños hombres mayores. A veces vienen a verme mis nietos. Al principio era muy difícil para ellos porque no podían tratarme como lo habían hecho siempre. Les expliqué que ya no éramos como antes, que ahora su familia era más grande. Ya se han acostumbrado”, asegura la líder espiritual de este singular monasterio.

El entrenamiento consiste en entender los textos pero, sobre todo, en disciplina./ C.E.L.

El entrenamiento consiste en entender los textos pero, sobre todo, en disciplina./ C.E.L.

Ser bhikkhuni no requiere clausura, pero sí implica tener grandes dosis de disciplina y seguir ciertos protocolos como afeitarse la cabeza. Comer solo a ciertas horas del día es quizá la rutina a la que más cuesta acostumbrarse a unas religiosas que, no pocas veces, echan de menos algún que otro capricho gastronómico. “Nuestra última comida es a las 11:30 horas y, después de eso, se supone que no podemos comer nada –aunque sí beber agua y té–. Echo de menos el estilo de vida que permite hacer la hora del té y tomar un pastelito de queso con arándanos de postre. Aunque la gente me ofrece estos dulces, a la hora de desayunar no saben igual”, confiesa la propia Dhammananda Bhikkhuni.

No obstante, por muy formada que esté y por muy capaz que sea, una bhikkhuni debe tener un tutor que le aconseje y le explique lo que ella no entiende. “Está prescrito en nuestra disciplina que todas las lunas llenas y nuevas, antes de renovar nuestros preceptos, tenemos que recibir educación de los monjes. En el contexto presente, eso solo significa que les respetamos y que les podemos preguntar cosas que no tenemos claras del todo para que nos las expliquen”, justifica la doctora en Filosofía y Religión, que considera a su tutor una persona muy sabia y disciplinada. “Él también viene aquí –a nuestro monasterio– a enseñarnos. Nos apoya mucho, es uno de los monjes que mejor explica la ordenación de las mujeres”.

APOYADAS MORAL Y ECONÓMICAMENTE

La falta de reconocimiento oficial por parte de la shanga y el Estado no impide que la gente de a pie apoye la iniciativa de estas mujeres, tanto moral como económicamente. “Sin apoyo, ¿cómo podría haberlo hecho?”, pregunta Dhammananda. Según la abadesa, su buda medicinal costó un millón de baths –casi 27.000 euros–, el vihara que lo alberga siete –sobre 188.000 euros–, y un gran edificio que tienen en construcción en estos momentos 40 –más de un millón de euros–.

“Los monjes tienen miedo de que podamos causarles sentimientos desagradables, pero no se quejan”

El Wat Songkhammakalayani no pertenece a la comunidad ni al país como ocurre con la mayoría de monasterios budistas. Sobre el papel, es propiedad de Dhammananda. “Como las bhikkhunis no estamos reconocidas por el Estado, ante los ojos de la ley me pertenece a mí como individuo. En la práctica pertenece al templo, y el templo, por supuesto, pertenece al país”, señala la dueña legal de este monasterio de mujeres..

Las bhikkhunis cuentan con apoyo exterior, sobre todo de budistas extranjeros. “Hay una mujer suiza encantadora que oyó hablar de mí en India, que sabe lo que estoy haciendo y lo apoya. La primera vez que hizo una donación, yo no sabía nada de ella. Cuando envió la primera transferencia me dijo: eres una persona ordenada y no quiero que te tengas que preocupar por el aspecto económico”, explica una religiosa que tuvo que pedir una foto a su mecenas por e-mail para visualizarla. “Ahora, con los medios que hay, uno puede ver en Google muchas fotos. Si pones mi nombre en Google puedes ver muchas cosas, no sé cómo han llegado hasta ahí, hay cientos, me sorprendió muchísimo”, comenta medio perpleja.

Por las mañanas, las monjas reciben alimentos del vecindario./ C.E.L.

Por las mañanas, las monjas reciben alimentos del vecindario, a cambio de bendiciones y méritos./ C.E.L.

A nivel local, el apoyo de la gente se nota especialmente durante la ronda de almas. Cada mañana, poco antes de salir el sol, las bhikkhunis comienzan un paseíllo por las casas de su vecindario para recoger comida de sus moradores. A cambio de este donativo de víveres, que se recomienda sean de primera calidad, los creyentes reciben una bendición por parte de las monjas, así como sus correspondientes e intangibles méritos..

MONJES Y MONJAS, COMPLEJA RELACIÓN

Durante este paseíllo, algunas veces las monjas se encuentran con los monjes del monasterio que está justo en frente de su Wat Songkhammakalayani. Si esto sucede, ellas les ceden el paso. “Los monjes también hacen la ronda de almas y a veces nos encontramos. Es como cuando se cruzan dos trenes. Algunas veces nosotras llegamos antes que ellos, pero bueno, en ese caso les respetamos y les dejamos que pasen primero. Ya lo dijo Buda, las monjas ordenadas tienen que prestar respeto a los monjes porque en la historia ellos nacieron cinco años antes que nosotras. Como comunidad les rendimos respeto porque son nuestros hermanos mayores”, comenta la abadesa.

Entonces, ¿es buena la relación entre dos congregaciones que separa unos pocos metros de carretera? Ni sí, ni no. Según Dhammamanda, la relación entre estos hombres y mujeres que profesan la misma religión y cuya asociación tiene los mismos propósitos a nivel espiritual es prácticamente inexistente: “No nos llevamos particularmente bien porque sencillamente no nos vemos. Ellos tienen miedo de que nosotras podamos causarles sentimientos desagradables, pero no hay quejas”.

El plan de Dhammananda y sus hermanas bhikkhunis es seguir haciendo lo que hacen, sin prisa pero sin pausa, digan lo que digan. Saben que su reivindicación es legítima y están convencidas de que sus acciones se enmarcan dentro de la legalidad, de que su reconocimiento oficial es una mera cuestión de tiempo. Hasta entonces seguirán levantando su templo y construyendo su comunidad.

Lee la entrevista de Cristina E. Lozano a Dhammananda Bhikkhuni

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